Por qué no volvemos a los clásicos y aceptamos que la
democracia no es viable en territorios extensos con sociedades complejas? El
reciente referéndum del Brexit,así como anteriores experiencias de
referendos y plebiscitos a grandes escalas sobre problemas importantes y
difíciles, así lo sugieren. De hecho, en varios casos en la Unión Europea, el
resultado de un referéndum ha sido revocado por representantes electos (como la
Constitución de la UE o el rescate de Grecia).
La toma de decisiones directas por todos los miembros
de una comunidad es un mecanismo propio de la asamblea popular en un barrio o
ciudad, una asociación profesional u otros grupos pequeños cuyos miembros se
conocen directamente, los problemas que se abordan son simples y fáciles de
entender y todo el mundo sabe cuál es el objetivo común que la acción colectiva
a ese micronivel debe perseguir. No funciona en ámbitos más amplios en los que
hay diferencias y conflictos de intereses y valores cuya resolución requiere
competencia técnica, un cierto distanciamiento emotivo de los problemas, negociaciones,
pactos y apertura mental.
En la democracia clásica antigua,
basada en la ciudad, el pueblo, en primer lugar, votaba sobre las políticas
públicas y, en segundo lugar, seleccionaba delegados por sorteo para que
ejecutaran sus decisiones. Los delegados no eran representantes del pueblo,
sino solo mandatarios para ejecutar instrucciones imperativas de la asamblea.
Rendían cuentas de su trabajo y podían ser sancionados por su desempeño.
Esta forma de gobierno siempre se consideró viable
solo en comunidades pequeñas y homogéneas y no en unidades de mayor escala,
como la mayoría de los Estados modernos. Esta fue sin duda la doctrina griega
clásica. Platón creía que una comunidad política debe ser pequeña para poder
ser “coherente con una unidad” de propósito entre sus miembros. Aristóteles
observó que “todas las ciudades que tienen una reputación de buen gobierno
tienen un límite de población”. Aun en los albores de los regímenes liberales y
representativos modernos, la democracia era un concepto difícil de reciclar.
Jean-Jacques Rousseau afirmó que un gobierno democrático presupone “una
comunidad muy pequeña, donde las personas pueden reunirse fácilmente y donde
cada ciudadano puede conocer con facilidad a todos los demás”, mientras que,
por el contrario, “cuanto mayor es un país, menor es la libertad”.
Cuando se deliberaba sobre las posibles fórmulas
institucionales para la nueva gran entidad política que se llamaría Estados
Unidos de América, James Madison introdujo una prudente distinción entre
“democracia” y “república”. La primera, “una democracia pura”, requeriría un
pequeño número de ciudadanos “que se reúnen y administran el gobierno en
persona”. La segunda, “la república”, fue concebida como un gobierno
representativo en el que algunos funcionarios electos se reúnen y administran
el gobierno en nombre de los ciudadanos. La expresión “democracia
representativa”, estándar durante el siglo XX, se consideraba una
contradicción.
Mientras tanto, en Gran Bretaña, un
miembro de la Cámara de los Comunes, Edmund Burke, había enunciado la doctrina
de la independencia de los representantes que se consagraría en todas las
Constituciones modernas. A sus votantes de Bristol les dijo: “La de los
votantes es una opinión de peso y respetable, que un representante siempre
tiene que escuchar con placer y debe siempre tener en cuenta. Pero las
instrucciones imperativas, los mandatos vinculantes que un representante
debería estar obligado a obedecer ciegamente, a votar y a defender… se basan en
un error fundamental de todo el orden y tenor de nuestra Constitución”. Burke
sostuvo, por el contrario, que los parlamentarios debían actuar de acuerdo con
su buen juicio y en conciencia, de modo que el Parlamento fuera independiente
de sus votantes.
En Estados grandes y sociedades complejas, la fórmula
moderna del gobierno representativo comportó, pues, la sustitución de la
democracia como el gobierno de las masas por la promesa del gobierno de los
mejores, es decir, la clásica aristocracia. Primero se eligen representantes
sin ningún mandato imperativo sobre políticas públicas y luego los
representantes electos toman decisiones en nombre del pueblo.
En la práctica, los electos actúan con un gran margen
de discrecionalidad y con nulo control posterior de su gestión; solo se someten
a un posible rechazo de su reelección. Ya a principios del siglo XX, el
sociólogo alemán Robert Michels observó ácidamente que era la organización de
partido “la que engendra el dominio de los elegidos sobre los electores, de los
mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los que delegan[...].
Vemos en todas partes que el poder de los líderes electos sobre las masas
electoras es casi ilimitado”. Los procesos más recientes han confirmado y
ampliado tal diagnóstico.
Cuando la eficiente formación de
políticas públicas, así como la cualificación y la honestidad de los
representantes, fallan, la clásica promesa aristocrática del gobierno de
los mejores queda incumplida. Como reacción, la mayoría de los estudiosos han
convergido en torno a una concepción minimalista de la democracia, que
implica una retirada con respecto a las expectativas fundacionales. Winston
Churchill anticipó la idea con su famosa ocurrencia. No se suele recordar que
la completó con la observación de que “las multitudes permanecen hundidas en la
ignorancia de los hechos económicos más simples, y sus líderes, cuando les
piden sus votos, no se atreven a desengañarlas”. El criterio de evaluación que
queda es simplemente que, a diferencia de las guerras civiles y las dictaduras,
los gobernantes pueden ser destituidos por los gobernados sin derramamiento de
sangre, por decirlo en palabras de Karl Popper.
En territorios grandes con sociedades complejas y
problemas difíciles, la democracia directa y participativa degenera en
demagogia, como vemos en los referendos y populismos de diversa factura en el
momento actual. Pero con el monopolio de la representación y la gestión pública
por los partidos políticos, en muchos lugares el gobierno representativo
también ha degenerado en oligarquía. Las actuales alternativas de formas de
gobierno no son, pues, las clásicas democracia y aristocracia, sino que se
parecen más a sus versiones perversas: la demagogia y la oligarquía. Como decía
G. Bernard Shaw, “la actual democracia sustituye las elecciones por las masas
incompetentes por los nombramientos por la minoría corrupta”.
De acuerdo con la visión aristotélica, entre esas dos
fórmulas, la aristocracia oligárquica podría ser considerada relativamente
menos mala, ya que con “el gobierno de la turba” el demagogo populista tiende a
implantar una tiranía, la cual es ciertamente la peor forma de gobierno. La
observación encaja muy bien con los dilemas del mundo actual.
Josep M. Colomer es profesor en la Universidad de Georgetown y autor
de El gobierno mundial de los expertos
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