sábado, 27 de agosto de 2016

Democracia sin promesa





Lo más sorprendente del Brexit fue que por primera vez las cuestiones identitarias dominaron sobre los intereses económicos de la City, señalaba una de las últimas voces ilustradas que permanecen vivas, Jürgen Habermas. El populismo de Farage se impuso sobre el capitalismo financiero. Por eso con el Brexit se nos reveló hasta qué punto vivimos un momento de profundo desconcierto.

La confianza ciudadana se desvanece. Y este, más que cualquier otro, es el rasgo común a la mayoría de las democracias occidentales. Las virulencias económicas, el terrorismo transnacional, la disolución de las identidades nacionales, la construcción cultural del “otro extranjero” como amenaza, la intensificación de los controles fronterizos, la renacionalización del discurso, forman parte del mismo teatro político a un lado y al otro del Atlántico. Asistimos a la erosión acelerada de los fundamentos esenciales de un orden liberal que había mantenido viva la posibilidad de ofrecer alternativas políticas hasta la llegada del mundo globalizado. 

Con ciertas formaciones y opciones políticas emergentes, surgen nuevas tensiones y ansiedades, y sin que acaben de consolidarse como legítimas o legitimadoras, lo cierto es que ponen en evidencia hasta qué punto se deteriora la legitimidad misma del sistema.

En este tránsito de desestabilización de un orden político hacia no se sabe qué o dónde, probablemente la elección presidencial de Obama permanezca en los libros como una de las últimas candidaturas políticas que consiguió despertar un entusiasmo ciudadano genuino. A Obama no se le votó contra nadie, contra ningún Trump ni Le Pen. Obama no era la opción menos mala. El presidente saliente consiguió eso que tanto escasea ahora: disolver las motivaciones negativas a la hora de votar e inducir a la movilización política desde emociones positivas como la ilusión o la esperanza. Ese #YesWeCan contenía en su seno la promesa de la democracia.

La historia juzgará hasta qué punto Obama “pudo”. Pero lo cierto es que esa promesa de la democracia hoy se ha roto. Se ha facturado fundamentalmente por tres motivos: se nos ha esfumado la idea de progreso, se ha quebrado el pacto hobbesiano del Estado protector, y se ha deshecho la red de cohesión social que garantizaba una importante dosis de legitimidad hacia los sistemas políticos que ahora se tambalean.

Una conocida filósofa reconocía abiertamente la sacudida que le había provocado leer de uno de sus estudiantes en un examen su elocuente lamento: “Sin una idea de progreso, ¿de qué sirve luchar por un mundo mejor?”. La legitimidad de la democracia liberal había dependido hasta ahora de una narración que contenía esa idea de progreso. Desde la Revolución Francesa, toda la historia de las ideas se caracterizó por alimentar un precepto fundamental: el camino hacia una humanidad más próspera. Para algunos filósofos esto significaba que la humanidad sería más racional (Hegel), más pacífica (Kant), más libre (Stuart Mill), más igualitaria (Tocqueville o Marx).

La sensación de frustración es incontenible cuando uno sale de la historia de las ideas para volver al presente. Las proclamas apocalípticas del fin de la historia o del choque de civilizaciones han sustituido toda la retórica política ilustrada. En su lugar, se evoca la sencillez de los valores familiares, como hace Trump.

La metáfora de la nación, dice Lakoff, evoca la idea de una familia en la que la patria es el hogar, los conciudadanos, nuestros hermanos, y el líder protector, nuestro padre. Por eso el máximo exponente de la muerte de ese relato de progreso es Trump, quien además añade a ese discurso conservador de los valores familiares la noción del presidente-sheriff encargado de garantizar “la ley y el orden” al interior de su nación amurallada.

No hay categoría más absurda que la de “extranjero” en un mundo globalizado. En realidad tiene sentido que apele a esta idea, pues otra de las promesas incumplidas de la modernidad se fundamentaba en un contrato que los individuos firmaban con el Estado-Leviatan para obtener seguridad. El Estado soberano garantizaba a su vez la soberanía del individuo. La libertad solo era posible si un ente superior conseguía preservar la paz y el orden, y con ello lograba apaciguar la emoción humana más narcisista: el miedo. Esas eran las condiciones del contrato social que quiebran con el fantasma del terrorismo transnacional y que tratan de restablecerse con la promulgación en cada acto terrorista de sucesivos “estados de excepción”. Cada vez que se proclama un “estado de excepción” se busca renovar la fantasía de un imaginario nacional que exige la garantía casi divina de la capacidad protectora del Estado.

No es casual tampoco que Trump pida un muro “más alto” en la línea fronteriza que separa Estados Unidos de México. Como diría Wendy Brown, todo forma parte del mismo espectáculo de la valla: colmar el deseo político de la protección como parte de la promesa que fundamentaba la existencia misma de los Estados soberanos. Su pureza, su homogeneidad, la idea de comunidad que albergan en su seno también quiebra en la era de la aldea global. Y, sin embargo, no hay categoría más absurda que la de “extranjero” en un mundo globalizado. Aun así, la tendencia a vincular terrorismo con inmigración ilegal o con refugiados, como hace Le Pen, está a la orden del día. La alarma ante la posibilidad de una auténtica guerra civil al interior de las fronteras es uno de los planteamientos políticos reales con los que el Gobierno de Hollande tiene que lidiar. La cohesión social se ha roto. “Francia está en caída libre”, señalaba hace poco Virginie Despentes: existe un sentimiento de pérdida de la identidad, de saqueo cultural que colma esa figura peligrosa del extranjero. Este escenario de distopía a lo Sumisión de Houellebecq ha conseguido finalmente instalarse en la conciencia colectiva.

A los problemas económicos se suman los de índole cultural traducidos en reivindicaciones de justicia, y basados en nacionalismos locales y en la identidad. Es fácil entender por qué esta construcción discursiva pesa ya más que cualquier interés económico. El liberalismo económico ha descuidado demasiado al liberalismo político y su narración constitutiva. Incapaz de rehabilitarse hasta ahora sobrevive gracias a la “salida malmenorista” (Vallespín) porque las democracias van sorteando los “males mayores”. La pregunta es: ¿por cuánto tiempo?
Máriam Martínez-Bascuñán es profesora de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.´
El País, 22 de Agosto, 2016

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