Lo más
sorprendente del Brexit fue que por primera vez las cuestiones
identitarias dominaron sobre los intereses económicos de la City, señalaba una
de las últimas voces ilustradas que permanecen vivas, Jürgen Habermas. El
populismo de Farage se impuso sobre el capitalismo financiero. Por eso con el Brexit
se nos reveló hasta qué punto vivimos un momento de profundo desconcierto.
La confianza ciudadana se desvanece. Y este, más que
cualquier otro, es el rasgo común a la mayoría de las democracias occidentales.
Las virulencias económicas, el terrorismo transnacional, la disolución de las
identidades nacionales, la construcción cultural del “otro extranjero” como
amenaza, la intensificación de los controles fronterizos, la renacionalización
del discurso, forman parte del mismo teatro político a un lado y al otro del
Atlántico. Asistimos a la erosión acelerada de los fundamentos esenciales de un
orden liberal que había mantenido viva la posibilidad de ofrecer alternativas políticas
hasta la llegada del mundo globalizado.
Con ciertas formaciones y opciones
políticas emergentes, surgen nuevas tensiones y ansiedades, y sin que acaben de
consolidarse como legítimas o legitimadoras, lo cierto es que ponen en
evidencia hasta qué punto se deteriora la legitimidad misma del sistema.
En este
tránsito de desestabilización de un orden político hacia no se sabe qué o
dónde, probablemente la elección presidencial de Obama permanezca en los libros
como una de las últimas candidaturas políticas que consiguió despertar un
entusiasmo ciudadano genuino. A Obama no se le votó contra nadie, contra ningún
Trump ni Le Pen. Obama no era la opción menos mala. El presidente saliente
consiguió eso que tanto escasea ahora: disolver las motivaciones negativas a la
hora de votar e inducir a la movilización política desde emociones positivas
como la ilusión o la esperanza. Ese #YesWeCan contenía en su seno la promesa de
la democracia.
La historia
juzgará hasta qué punto Obama “pudo”. Pero lo cierto es que esa promesa de la
democracia hoy se ha roto. Se ha facturado fundamentalmente por tres motivos:
se nos ha esfumado la idea de progreso, se ha quebrado el pacto hobbesiano del
Estado protector, y se ha deshecho la red de cohesión social que garantizaba
una importante dosis de legitimidad hacia los sistemas políticos que ahora se
tambalean.
Una conocida
filósofa reconocía abiertamente la sacudida que le había provocado leer de uno
de sus estudiantes en un examen su elocuente lamento: “Sin una idea de
progreso, ¿de qué sirve luchar por un mundo mejor?”. La legitimidad de la
democracia liberal había dependido hasta ahora de una narración que contenía
esa idea de progreso. Desde la Revolución Francesa, toda la historia de las
ideas se caracterizó por alimentar un precepto fundamental: el camino hacia una
humanidad más próspera. Para algunos filósofos esto significaba que la
humanidad sería más racional (Hegel), más pacífica (Kant), más libre (Stuart
Mill), más igualitaria (Tocqueville o Marx).
La sensación
de frustración es incontenible cuando uno sale de la historia de las ideas para
volver al presente. Las proclamas apocalípticas del fin de la historia o del
choque de civilizaciones han sustituido toda la retórica política ilustrada. En
su lugar, se evoca la sencillez de los valores familiares, como hace Trump.
La metáfora
de la nación, dice Lakoff, evoca la idea de una familia en la que la patria es
el hogar, los conciudadanos, nuestros hermanos, y el líder protector, nuestro
padre. Por eso el máximo exponente de la muerte de ese relato de progreso es
Trump, quien además añade a ese discurso conservador de los valores familiares
la noción del presidente-sheriff encargado de garantizar “la ley y el
orden” al interior de su nación amurallada.
No hay categoría más absurda que la de “extranjero” en
un mundo globalizado. En realidad
tiene sentido que apele a esta idea, pues otra de las promesas incumplidas de
la modernidad se fundamentaba en un contrato que los individuos firmaban con el
Estado-Leviatan para obtener seguridad. El Estado soberano garantizaba a su vez
la soberanía del individuo. La libertad solo era posible si un ente superior
conseguía preservar la paz y el orden, y con ello lograba apaciguar la emoción
humana más narcisista: el miedo. Esas eran las condiciones del contrato social
que quiebran con el fantasma del terrorismo transnacional y que tratan de
restablecerse con la promulgación en cada acto terrorista de sucesivos “estados
de excepción”. Cada vez que se proclama un “estado de excepción” se busca
renovar la fantasía de un imaginario nacional que exige la garantía casi divina
de la capacidad protectora del Estado.
No es casual
tampoco que Trump pida un muro “más alto” en la línea fronteriza que separa
Estados Unidos de México. Como diría Wendy Brown, todo forma parte del mismo
espectáculo de la valla: colmar el deseo político de la protección como parte
de la promesa que fundamentaba la existencia misma de los Estados soberanos. Su
pureza, su homogeneidad, la idea de comunidad que albergan en su seno también
quiebra en la era de la aldea global. Y, sin embargo, no hay categoría más
absurda que la de “extranjero” en un mundo globalizado. Aun así, la tendencia a
vincular terrorismo con inmigración ilegal o con refugiados, como hace Le Pen,
está a la orden del día. La alarma ante la posibilidad de una auténtica guerra
civil al interior de las fronteras es uno de los planteamientos políticos
reales con los que el Gobierno de Hollande tiene que lidiar. La cohesión social
se ha roto. “Francia está en caída libre”, señalaba hace poco Virginie
Despentes: existe un sentimiento de pérdida de la identidad, de saqueo cultural
que colma esa figura peligrosa del extranjero. Este escenario de distopía a lo Sumisión
de Houellebecq ha conseguido finalmente instalarse en la conciencia colectiva.
A los
problemas económicos se suman los de índole cultural traducidos en
reivindicaciones de justicia, y basados en nacionalismos locales y en la
identidad. Es fácil entender por qué esta construcción discursiva pesa ya más
que cualquier interés económico. El liberalismo económico ha descuidado
demasiado al liberalismo político y su narración constitutiva. Incapaz de
rehabilitarse hasta ahora sobrevive gracias a la “salida malmenorista”
(Vallespín) porque las democracias van sorteando los “males mayores”. La
pregunta es: ¿por cuánto tiempo?
Máriam
Martínez-Bascuñán es
profesora de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.´
El País, 22
de Agosto, 2016
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