Antonio Elorza
A un mes del fracaso en Turquía del fallido
golpe militar contra Tayyip Erdogan, y una vez comprobada la extensión de su
respuesta autoritaria, buen número de especialistas siguen acotando su análisis
a los recientes desarrollos de la política puesta en práctica por el líder
islamista. Su punto de partida sería el personalismo que rodeó su acceso a la
presidencia del país. Se trata de una visión acorde con la previa bendición
otorgada por esos mismos comentaristas a la trayectoria de un Erdogan que era
considerado como el hombre encargado de demostrar la convergencia entre
islamismo y democracia, algo así como una versión musulmana de la democracia
cristiana en Europa occidental.
El panorama cambia si tenemos en cuenta las rotundas
posiciones doctrinales del mismo Erdogan en la década de los 90, cuando preside
la alcaldía de Estambul y prepara un ascenso únicamente truncado por los diez
meses de cárcel que le valió la lectura pública en 1998 de un poema-llamamiento
de Ziya Gökalp, el ideólogo nacionalista e islamista de los Jóvenes Turcos:
“Nuestras mezquitas serán nuestros cuarteles, las cúpulas nuestros cascos, los
minaretes nuestras bayonetas y los creyentes nuestros soldados”. Era una
explosión radical, sustentada en una plataforma teórica bien firme. En Turquía,
el laicismo implantado por Mustafá Kemal y el Islam resultaban incompatibles, y
la supervivencia del primero resultaba un absurdo en un país con 99% de musulmanes:
“¡No se puede ser al mismo tiempo laico y musulmán! ¡O eres musulmán o laico!
¡No es posible la coexistencia!” Para concluir: “¿Por qué? Porque a Alá, el
Creador del Islam, le corresponden el poder y el gobierno absolutos”. Desde
tales supuestos, propios de islamistas radicales como Sayyid Qutb, la finalidad
es clara: “Nuestra referencia es el Islam —proclama en 1997—, nuestro único
objetivo es el Estado islámico”. Erdogan no ha engañado a nadie.
La reacción militar ante la amenaza
de un gobierno islamista, y su misma experiencia personal, le aconsejaron sin
embargo sustituir el radicalismo por la cautela a la hora de llevar a cabo su
propósito inicial: “Convertiremos Estambul en Medina”, el bastión del Profeta.
Posiblemente Erdogan desconocía el consejo de Stalin de cómo proceder ante una
coyuntura política adversa, que sin embargo él ejecutó admirablemente:
“¡Paciencia!”, lo cual no significa renuncia a la persecución de los propios
fines. Al convertirse en primer ministro, respetó la imposición laica del
presidente Ahmet Sezet, impidiendo el uso del velo a su mujer. Al pretender un
agravamiento del castigo a los adúlteros, retrocedió al constatar la oposición
europea y de la Bolsa. Tuvo que soportar la resolución admonitoria del poder
judicial contra la inclinación antilaica de su partido, el AKP, que sin embargo
le mantuvo en el gobierno. Ya llegarían las horas del relevo en la estructura
judicial y en la presidencia de la República, que pasó al islamista moderado
Abdulá Gül, escalón previo a su ocupación del cargo en 2015, transformado de
inmediato en un poder ejecutivo no previsto en la Constitución. El enorme
palacio presidencial en forma de E, a lo Ceaucescu, construido de modo previo a
su acceso al cargo, anunció lo que se preparaba, con su proyecto de reforma de
la Constitución, detenido transitoriamente por las elecciones del pasado año.
El velo regresó al espacio público, pero lo que fue
más importante: el sistema de enseñanza religiosa laico fue horadado, con la
construcción masiva de imam hatips, institutos de enseñanza religiosa,
en teoría para formar imanes, mientras no se edificaba ninguna escuela pública
nueva. La Alianza de Civilizaciones ni siquiera sirvió para reabrir el
seminario ortodoxo. Fue un aval sin contenido, bajo la mirada ciega de
Zapatero. Al repertirse las victorias electorales del AKP, pudo iniciarse el
proceso de islamización de los monumentos bizantinos convertidos en museos,
apuntando con claridad a Santa Sofía, donde este año se realizaron ya los rezos
del Ramadán.
En ese contexto, quedan por explicar
las razones del enfrentamiento con su antes mentor, el filósofo y financiero
islamista, Fetulá Gülen, residente en Estados Unidos, quien colaboró con
Erdogan en el primer período de islamización y hoy es presentado como
responsable del golpe de julio. En lo primero, la coincidencia es plena, si
bien Gülen insiste en una convivencia plural con otras religiones. Un tanto al
modo del Opus Dei, su movimiento Hizmet alcanzó gran presencia en medios
económicos, profesionales y universitarios, e incluso en grandes instituciones
financieras, lo cual explica el alcance de la actual purga. El éxito de esa
infiltración justifica que Erdogan hablara de un Estado dentro del Estado.
Con toda la cautela debida, se trata de erosionar la
figura de Mustafá Kemal, el fundador de la patria turca (y de la modernización
laica). Así su papel central fue minusvalorado en las conmemoraciones de la
victoria de Gallipoli, en 1915. Más bien, ante el Ejército, Erdogan se presentó
hace un par de meses como un nuevo Atatürk, en tanto que jefe indiscutible. La
prensa crítica recuperó la famosa imagen hiperbólica del gigante Dimitrox
frente al enano Goering, para subrayar el despropósito. Eran momentos en que
Erdogan tenía que soportar la afrenta de que los jefes militares procesados por
supuesta conspiración —el caso Ergenekon— resultaran absueltos. Muy
verosimilmente, el reciente golpe surgió ante la previsión de que una purga en
el Ejército estuviera a punto de producirse. Y solo sirvió para acelerarla
En la línea de Gökalp, Erdogan
profesa un nacionalismo islamista, un neo-otomanismo, opuesto a Kemal, que
justifica su aspiración a un liderazgo personal indiscutido. Desde muy pronto,
en la propaganda electoral asoció su figura a la de Mehmed II, el conquistador
de Constantinopla, resultando difícil entender hasta que límites pretende
llevar ese parentesco político con una reforma constitucional, dada la primacía
absoluta que sin la misma ejerce sobre los demás poderes. Cabe augurar entonces
que su beligerancia frente a toda oposición efectiva, visible en la persecución
de periodistas, en la cual se implica personalmente, desemboque en una pura y
simple dictadura. La depuración de los aparatos administrativos, judiciales,
universitarios y militares confirma semejante deriva, de inmediata repercusión
sobre el tratamiento del problema kurdo. Las grandes movilizaciones de apoyo a
su persona —y a “Allah u-akhbar”— con la petición de restablecer la pena
de muerte, se mueven en esa misma dirección de avalar sus aspiraciones. Todo en
medio de la tragedia de los atentados kurdos.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
El País 19/8/2016
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