sábado, 18 de febrero de 2017

Movilizar “los de abajo” contra “los de arriba”



Nelson Acosta Espinoza
“Empate hegemónico” y “equilibrio catastrófico” pueden ser expresiones apropiadas para caracterizar la coyuntura política en Venezuela después de la muerte del presidente Chávez. En otras palabras, ninguno de los grupos que en la actualidad se disputan el poder en el país  ha tenido la capacidad de imponerse en términos de una clara hegemonía política. Ni el ejecutivo ni el parlamento con sus respectivos aliados han podido construir alternativas viables para la mayoría de la población.  Como resultado de esta situación, el equilibrio de poder resultante puede ser caracterizado como inestable, frágil y susceptible de rompimientos inesperados. Hasta cierto punto, el “poder” se ha transformado en un espacio vacío. Los distintos grupos institucionalizados que compiten políticamente no han podido ocupar y hegemonizar a cabalidad este espacio. Esta consideración da pie para poder  caracterizar la situación política del país en términos de la existencia de un equilibrio frágil y catastrófico.


Vamos a detenernos y ampliar la consideración anterior. Lo que intento señalar es que las viejas formas de expresar lo político están agotadas. Esta afirmación es valida tanto para el oficialismo como para una gran parte de la oposición democrática. El gobierno ha renunciado a la política. Sus últimas iniciativas apuntan hacia esa dirección. Potencial ilegalización de los partidos políticos y cancelación de las elecciones. Por su parte, la expresión política del sector democrático se encuentra en crisis y con dificultades para generar políticas de masas con potencialidades hegemónicas.


Ahora bien, una inquietud surge a boca de jarro. En el marco de una situación como la descrita ¿cuál sería la estrategia apropiada? Bien, en forma simple, esta interrogante puede ser respondida apelando a la movilización de “los de abajo" contra “los de arriba”. Sin lugar a dudas, esta alternativa suena simple. Sin embargo en su sencillez se encuentra la llave de su éxito histórico.


¿Qué intentamos decir? Bien la respuesta se encuentra en la necesidad de construir discursivamente un nuevo sujeto de acción colectiva- la ciudadanía- capaz de reconfigurar este orden político y social que es percibido como injusto y anti democrático. En otras palabras, “los de abajo” lo compone la ciudadanía que mayoritariamente sufre este socialismo y rechaza al gobierno. “Los de arriba” están representados por la elite que usufructúa en la actualidad el poder político en el país y sobre la cual se arrojan serias dudas en relación al tema de la corrupción y el narco trafico


Este es el mejor momento para aplicar una estrategia de naturaleza transversal que facilite una sinergia entre la diversidad de actores que luchan por el restablecimiento y profundización de la democracia. Expresado en otros términos, en la medida en  que la mayoría de la población se encuentra sufriendo los efectos de este socialismo del siglo XXI, existe una oportunidad para que esta maniobra de sesgo transversal desborde el clivaje gobierno/oposición que ha operado en los últimos años.



Desde luego, una opción de esta naturaleza deber ser “narrada” y enmarcada en una o varias expresiones que sellen la frontera que separa a “los de abajo” con “los de arriba”. El profesor Asdrúbal Romero ha propuesto la palabra “destructores”. Con esta expresión pretende identificar a la elite política que ha destruido el país y el futuro de una gran mayoría de venezolanos. El uso de esta expresión por parte de la oposición democrática facilitaría la construcción de un framing “propio y coherente, dentro del cual desarrollar un lenguaje efectivo en su conexión con los ciudadanos”.


Este es un debate abierto. La oposición debe indagar sobre la elaboración  de una narrativa que le permita conectarse con la ciudadanía. Lo que está en juego es la construcción de un nuevo proyecto de país que requiere de la elaboración de una nueva “gramática” que interpele a la totalidad de la ciudadanía lejos de la falsa dicotomía gobierno/oposición o izquierda/derecha.


Es necesario construir una alternativa discursiva que rompa con el actual empate hegemónico y, para ello, se requerirá del consenso activo de la ciudadanía.


La política es así.






























Validar y votar.




                                                         SIMON GARCIA.

Una dura prueba de las dificultades y complejidades de la lucha democrática es no haber podido avanzar en el 2016. Hubo una evolución contradictoria en medio de los efectos de situaciones diseñadas por el oficialismo para dividir a la oposición.
Sin embargo, entre el “trabajo” de la crisis y el persistente acierto de la MUD de no dejarse sacar del campo electoral y constitucional se sigue acentuando una notable reversión de la correlación de fuerzas: el oficialismo es minoría social y electoral.
 
Una reciente investigación de Varianzas en el Estado Barinas, cuna del mito revolucionario-populista, revela que el 70% está con la oposición, 10 % con el chavismo y 20% se define como independiente. Una redistribución de fuerzas que tiende a consolidarse Estado tras Estado.
 
Es cierto que la MUD expresa una fuerza que es mucho mayor a la suma de la de los partidos que la integran, varios de los cuales están por debajo del 1%. El dato exige reformular el papel de los partidos, rescatar su enraizamiento social y cultural, repensarse en términos de contar con una oferta creíble de país y demostrar que internamente anticipan el país que desean construir. No parece ser, por la fuerza de gravedad de lo inmediato, lo que está ocupando a los dirigentes partidistas.
 
Los líderes de la implantación histórica de la democracia, como Betancourt y Caldera, pudieron atender simultáneamente todos estos aspectos. ¿Las nuevas élites, que tendrán bajo su responsabilidad la reconstrucción del país, podrán hacerlo?
 
Impera una manía que nos impide crear síntesis entre aspectos de la lucha que se convierten en excluyentes, descarta herramientas exitosas cuando han sido manejadas oportunamente y con pertinencia o desvaloriza formas de lucha, opiniones y líderes de la oposición con una furia destructiva.
 
El ejemplo más reciente es considerar vendido, traidor y quien sabe qué más a quienes han decidido, como Avanzada Progresista y el partido de Ledezma, ir a la relegalización de los partidos.
 
Se le pide a lo que se denuncia como dictadura que no actúe como lo que es y se renuncia a combatirla en las condiciones ventajistas que ella impone. Se le entrega al gobierno la posibilidad de hacer pasar como legal la liquidación del sistema de partidos. Se ayuda al régimen a imponer un nicaraguazo, que si ocurre sin resistencia y sin costos, hará más viable la operación totalitaria de ilegalizar posteriormente a la MUD vía TSJ.
 
Otro ejemplo es la renuencia del pensamiento extremista a lograr una segunda victoria decisiva de la opción democrática mediante el cambio pacífico y electoral del poder regional. En vez de convertirla en prioridad se afirma que hay que insistir en unas ilusorias elecciones generales para tranquilidad de las conciencias de los extremistas. No les importa propinarle esa derrota real al régimen, sólo les importa aparecer como los más radicales.
 
Validar a los partidos del cambio y lograr la convocatoria de las elecciones regionales confiscadas son dos tareas que permiten una lucha descentralizada, en la cual se mejore la organización, se multiplique la fuerza movilizadora y se tienda el vínculo entre intereses de la gente, cambio económico y cambio político.
 
Suma dos acciones efectivas para acumular condiciones, factores y actores para ponerle fin a la destrucción de país que sigue impulsando una cúpula descompuesta.


dentidades y discurso populista en el siglo XXI



                                                                                  Hector E. Schamis
Una clarificación preliminar. “Populismo” es una polisemia, término con varios significados. Tanto que Trump, Le Pen, Putin, Farage, Tsipras e Iglesias son populistas. Presumiblemente al igual que Maduro, los Kirchner, Morales, Correa, Ortega, Lula y sigue la lista. Y eso solo entre los vivos, dejando a los populistas muertos descansar en paz. Cuando todos son populistas, nadie lo es. Populismo y política terminan siendo sinónimos.

El desorden conceptual—y, por ende, taxonómico—nunca ayuda. En función de ello restringiré aquí el uso de populismo en el tiempo y el espacio. Algunas consideraciones serán tal vez de aplicabilidad general, pero me referiré al “populismo” del siglo XXI en América Latina. Las comillas ahora por mi propio agnosticismo sobre qué es, y qué no es, el populismo. Pero no obstante se trata del populismo tal cual está instalado en el debate.

Nótese, entonces, la siguiente curiosidad. Maduro habla de líderes y “lideresas”, palabra que desafina pero que hace un explícito reconocimiento de género. Rafael Correa y Evo Morales siempre reivindican a los pueblos indígenas. De hecho, este último incluso utiliza la palabra “indio”, con énfasis y orgullosamente. Cristina Kirchner, por su parte, se definía como una luchadora por el matrimonio igualitario—durante su gobierno se legisló sobre ello. También reivindicaba el derecho a la definición autónoma de la identidad de género. Por momentos se presentaba como una líder (esa) natural del movimiento LGBT.

Lo de la curiosidad es porqué el populismo de este siglo ha incluido en su discurso la “política de la diferencia”. La cual es una forma de hacer política anclada en el reconocimiento de la diversidad y la distintiva identidad de los grupos que conforman ese espacio social diverso. La igualdad en este contexto no es homogeneizar; es reconocer esa diferencia y otorgar derechos para institucionalizarla. Y esto representa una cierta heterodoxia, sino una completa herejía populista.

En el marco de la política de la diferencia la justicia opera como reparación simbólica más que material, esta última propia del populismo. Es el acto de introducir un reconocimiento postergado: reafirmar la identidad de grupos que reclaman derechos específicos a efectos de proteger su singularidad. Como es el caso del matrimonio igualitario, las cuotas de género y las constituciones de Bolivia y Ecuador que norman los derechos indígenas, a propósito de Morales y Correa.

“Si las partes y sus subjetividades son legítimas se complica la básica tarea de reificar al pueblo. Y sin dicha reificación ya no hay populismo”

Pero al mismo tiempo ello ilustra la tensión entre la uniformidad que emana de la noción de pueblo (y de nación)—premisa original en la concepción de ciudadanía del populismo—y la desagregación derivada de reconocer derechos especiales. Es decir, la contradicción surge de la idea de ciudadanía como agregación y homogeneidad, o de entenderla como heterogeneidad y expresión multicultural.

En el discurso de los populistas esta tensión se ve con regularidad: su retórica va y vuelve entre estas dos concepciones, aparentemente sin fricción alguna. Subrayo “aparentemente” por la inherente disonancia del populismo con la desagregación. Es que si las partes son reconocidas y legitimadas, la representación exclusiva del todo—que el populismo encarna por definición—se vuelve imposible. En otras palabras, si las partes y sus subjetividades son legítimas se complica la básica tarea de reificar al pueblo. Y sin dicha reificación ya no hay populismo.

En definitiva, y paradójicamente, así se erosiona el populismo como sistema de representación y, ergo, de dominación. El reconocimiento a la particularidad otorga recursos simbólicos—“empodera”, repiten incesantemente los mismos populistas—lo cual quiere decir que los constituye como sujetos autónomos. Y cuando el ejercicio de esa autonomía sobrepasa los mecanismos de control social, la coerción se hace manifiesta, como en la represión del Tipnis en Bolivia en 2011, por marchar contra la construcción de una carretera, o de la comunidad Shuar en Ecuador la semana pasada, por oponerse a un proyecto minero.

Pero todo esto es aún más problemático para los sufrientes populistas. Sin duda como efecto no buscado, la reivindicación de la diferencia y la desagregación de la identidad—con la consiguiente autonomía de los actores sociales—los lleva en dirección de lo que tanto aborrecen: el constitucionalismo liberal, cuyo principio fundamental es la protección de los derechos de las minorías. Ello a sabiendas de que la definición de minoría es a la carta: quien se sienta minoría, pues lo es.

Siempre dije que el populismo es un fenómeno democratizador. Claro que en el largo plazo y, a menudo, a pesar de sí mismo.