domingo, 23 de diciembre de 2018



El futuro nos arropara con un manto de optimismo y un nuevo tiempo de esperanza se abrirá a nuestras mentes y corazones.


El Observatorio Venezolano de las Autonomías les desea una Feliz Navidad y un prometedor Año Nuevo.



viernes, 21 de diciembre de 2018

La mala memoria de las transiciones



Rafael Rojas*

Todo cambio profundo de régimen político, por vía revolucionaria o reformista, necesita de un relato legitimador. Las dos grandes revoluciones latinoamericanas del siglo XX, la mexicana y la cubana, fueron muy hábiles a la hora de narrar el cambio e instruir a sus ciudadanos en las claves de una historia oficial. Llegado un momento, al cabo de varias décadas, esas historias se desgastaron y los mitos cayeron, pero los nuevos regímenes políticos tuvieron tiempo suficiente para consolidarse.

Con las nuevas democracias latinoamericanas, en las cuatro últimas décadas ha sucedido lo contrario. Hace unos treinta años en toda América Latina se vivía la euforia de la recuperación de la democracia. En el Cono Sur y los Andes, en Centroamérica y el Caribe, las dictaduras militares de derecha y los pocos autoritarismos progresistas que quedaban en la región, a finales de la Guerra Fría, habían dado paso a democracias con sistemas pluripartidistas, elecciones regulares y normas constitucionales basadas en la división de poderes, el gobierno representativo y las libertades públicas.

El discurso de las transiciones, en buena medida por no ser revolucionario, prescindió de un relato fundacional. En la mayoría de los países latinoamericanos, la democracia no era un régimen político que se creaba sino que se recuperaba, después de un interregno autoritario. Para los argentinos, por ejemplo, la democracia se había perdido, primero, en 1955, con el golpe militar contra Juan Domingo Perón. Luego había sido restaurada brevemente entre 1973 –cuando se produce la elección de Héctor José Cámpora y el regreso de Perón de su exilio en Madrid– y 1976 –cuando vuelve a perderse con el golpe contra Isabelita Perón.

Los brasileños, por su parte, creían haber perdido la democracia tras el golpe militar contra João Goulart en 1964, los uruguayos con el autogolpe de Juan María Bordaberry y el inicio del régimen cívico-militar en junio de 1973 y los chilenos, en septiembre del mismo año, con la asonada de Augusto Pinochet contra el gobierno de Salvador Allende y Unidad Popular. En Perú, el régimen militar de Juan Velasco Alvarado, a pesar de identificarse con una ideología nacionalista de izquierda, dio paso a una transición en los ochenta que, en buena medida, fue vista como una democracia recobrada, ya que el primer presidente de la posdictadura fue Fernando Belaúnde Terry, el mismo que había sido derrocado en 1968.

Incluso en Centroamérica y el Caribe, donde la tradición autoritaria era más fuerte en la primera mitad del siglo XX, se produjo un tránsito democrático. A excepción de Costa Rica, todos los regímenes centroamericanos eran autoritarios en los años setenta. Gradualmente, a partir de 1985, a medida que las guerras civiles entraban en procesos de pacificación, las elecciones regulares y la sucesión pacífica entre gobiernos se extendieron como método político. A pesar de lo precaria que había sido en la región, la llegada de la democracia no fue, en ningún país centroamericano o caribeño, un acontecimiento tan celebrado como la Revolución cubana de 1959 o la sandinista de 1979.

En la última década del siglo XX, cuando se completa la transición mexicana, desde un autoritarismo muy diferente al de las derechas militares y anticomunistas de Suramérica, todos los gobiernos de la región, menos Cuba, eran democráticos. Sin embargo, desde fines de los noventa, las muestras de desencanto con la democracia no hacían más que reproducirse. En los primeros años del nuevo siglo, cada sondeo anual de Latinobarómetro y cada informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) y otras instituciones regionales reportaban el creciente desafecto de la ciudadanía hacia la forma democrática de gobierno, a la que responsabilizaban del aumento de la pobreza y la desigualdad.

¿Por qué, en tan pocos años, se pasó de la euforia al desencanto con la democracia en América Latina? La mayoría de los estudios apunta a que la causa fue el costo social de las políticas económicas neoliberales que emprendieron los gobiernos de Carlos Saúl Menem en Argentina, Fernando Collor de Mello en Brasil, Alberto Fujimori en Perú, Carlos Andrés Pérez en Venezuela o Carlos Salinas de Gortari en México. Sin embargo, en términos regionales, el crecimiento de la pobreza y la pobreza extrema no fue, en los noventa, tan dramático como en la década anterior, manteniéndose, de acuerdo con la Cepal, en una tasa cercana al 45%.

En algunos países como Venezuela, México y Argentina el desencanto democrático tuvo que ver más con crisis económicas concretas como los colapsos financieros venezolano y mexicano de 1994 o el cacerolazo argentino contra el “corralito” del ministro Domingo Cavallo y el presidente Fernando de la Rúa en 2001. Esas crisis fueron experimentadas como metáforas del fracaso de las transiciones democráticas, especialmente por sectores de la izquierda más radical, ligada a los movimientos sociales que se enfrentaban al neoliberalismo. En esa izquierda, nucleada en las redes de solidaridad con Cuba y en los foros de Porto Alegre y São Paulo, se adelantó el discurso del “socialismo del siglo XXI” que asumieron los gobiernos de Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y, en menor medida, Lula da Silva y Dilma Rousseff, Néstor y Cristina Fernández de Kirchner en la década siguiente.

¿Cambio o mutación?

Las transiciones democráticas fueron verdaderos cambios de regímenes políticos, pero defraudaron a buena parte de la ciudadanía porque no cumplieron sus promesas en varias esferas. Reemplazaron dictaduras militares o autoritarismos de partido hegemónico, como el mexicano, con sistemas pluralistas, elecciones regulares y competidas, alternancia de partidos en el poder, libertades de asociación y expresión, transparencia informativa y estados de derecho. Sin embargo, las políticas económicas neoliberales concentraron aún más la riqueza y la desigualdad se reflejó en las democracias representativas por medio de una nueva oligarquización del poder.

Las constituciones del periodo transicional –la peruana de 1979, la brasileña de 1988 y la argentina de 1994– fueron, en buena medida, transacciones entre las derechas anticomunistas y las izquierdas populistas o socialistas. De ahí que no captaran plenamente el cambio social que se producía a fin de siglo en América Latina, con el surgimiento de nuevos sujetos políticos en el ámbito sindical, agrario, indigenista, feminista, estudiantil y ambiental. Esos sujetos, excluidos del pacto transicional, se incorporaron a los movimientos sociales que resistieron, desde abajo, las nuevas democracias que, ya en los noventa, no se asumían como tales sino como “regímenes neoliberales”. El concepto de neoliberalismo absorbió al de democracia.

Otra zona de importantes agravios, en las transiciones democráticas de fin de siglo, fue el tema de memoria, justicia y verdad frente a los crímenes del pasado. Las leyes de “punto final” y “obediencia debida” en Argentina, promovidas por el gobierno de Raúl Alfonsín en 1986, a las que se sumaron los indultos del presidente Menem a principios de los noventa, a favor de miembros de la Junta Militar, develaron el pacto de impunidad que subyacía a las transiciones. En todos los países del Cono Sur se produjeron legislaciones similares, aunque en Chile el Informe Rettig, en 1991, logró documentar los casos de 3,920 víctimas de la dictadura, entre desaparecidos, asesinados y torturados.

La causa de la memoria, justicia y verdad también se incorporó al programa de la izquierda. Los gobiernos de la primera década del siglo XXI, cuando se produjo la llamada “marea rosada”, especialmente los de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, Dilma Rousseff en Brasil, Michelle Bachelet en Chile y José Mujica en Uruguay, capitalizaron la inconformidad que existía debido a las trabas en el procesamiento judicial de los crímenes de las dictaduras. El Frente Amplio uruguayo, por ejemplo, impulsó la reinterpretación de la “Ley de Caducidad”, asimiló el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso Gelman y respaldó varios proyectos de investigación de identificación de víctimas de la Operación Cóndor.

Los gobiernos de izquierda de principios del siglo XXI se percibían a sí mismos como parte de una ruptura con el periodo de las transiciones que, a su vez, enmarcaban en un largo momento neoliberal. De ahí que en el discurso de legitimación de todas aquellas izquierdas –en el que el chavismo jugaba un papel protagónico– se pensara en las transiciones más como “posdictaduras” que como verdaderas transformaciones del régimen. Lo que se había producido a fin de siglo era, en las versiones más extremas de aquel relato, una mutación, no un cambio.

Y, sin embargo, la nueva estructura institucional de las democracias latinoamericanas, construida a fin de siglo, fue la que permitió la llegada al poder de aquellas izquierdas por la vía electoral. Fue también esa estructura la que facilitó la construcción de nuevas hegemonías políticas que, en la mayoría de los países, no alteraron las reglas del juego, como demuestran las alternancias favorables a la derecha o a izquierdas más moderadas que se han producido en Argentina, Chile, Perú, Ecuador o Colombia en los últimos años. Buena parte del entramado jurídico y político de las transiciones sigue en pie.

La ambivalencia ante la transición, como pasado inmediato, se comprobó en las celebraciones más bien opacas por los treinta años de la caída de la dictadura en aquellos países. Ninguna de las constituciones transicionales latinoamericanas es reconocida como un hito de la democratización, como sucede con la Constitución de 1978 en España, a pesar de las críticas que movilizan Podemos y otras fuerzas políticas de la izquierda más radical. Algunas de aquellas constituciones vigentes, como la chilena de 1980 o la peruana de 1993, tienen un origen autoritario, pero otras como la brasileña, la argentina e, incluso, la uruguaya de 1967, con todas las reformas de los años ochenta y noventa, han sido actualizadas en términos del nuevo constitucionalismo.

Aún así, lo que el campo académico de las ciencias sociales entiende como “nuevo constitucionalismo latinoamericano” se centra, en su mayoría, en las constituciones producidas por la izquierda bolivariana: la venezolana de 1999, la ecuatoriana de 2008 y la boliviana de 2009. Con frecuencia se citan como antecedentes la nicaragüense de 1987 y la colombiana de 1991, pero las que adquieren un sentido rupturista, y a la vez inaugural, son esas porque se presentan como actas de defunción del periodo transicional. No solo por la incorporación de elementos multiculturales y comunitarios o de democracia directa y participativa, sino por su reforzamiento del presidencialismo y la centralización.

La mala memoria de las transiciones, sustentada en una falsa identificación entre democracia y “neoliberalismo”, está en la raíz de una cultura política de izquierda que fácilmente tiende al autoritarismo. El hecho de que el pasado que se pretende negar sea el de las democracias y no el de las dictaduras o, más bien, el de las democracias que se piensan como nuevas formas de autoritarismo, contribuye a doctrinas fundacionales que hacen tabula rasa de las mejores tradiciones ideológicas de cada país. Los casos del chavismo-madurismo en Venezuela o de la nueva derecha brasileña, que ha llevado a la presidencia a Jair Bolsonaro, serían los más representativos de una nostalgia por el autoritarismo en América Latina.

La reacción antidemocrática

Así como la izquierda utilizó las estadísticas del periodo neoliberal para justificar su ascenso al poder, la nueva derecha ha hecho lo mismo con los datos de la “marea rosada”. De acuerdo con el informe de la Cepal de 2017, los gobiernos de izquierda redujeron el ritmo de su combate a la desigualdad y la pobreza en la segunda década del siglo XXI. Entre 2014 y 2016, en Brasil y Argentina, la desigualdad no decreció como venía haciéndolo hasta 2012, y en Venezuela y Nicaragua creció, aunque ninguno de los dos países ha ofrecido cifras oficiales en los últimos años.

En Venezuela, según el mismo informe de la Cepal, la pobreza había pasado de 21.2% en 2012 a 32.6% en 2014, mientras que en los mismos años su vecina Colombia, gobernada por la derecha, había reducido el número de pobres de 32.7% a 28.5%. Estudios más recientes, como el de la socióloga María Gabriela Ponce, de la Universidad Católica Andrés Bello, señalan que en 2017 la pobreza en Venezuela alcanzó al 61.2% de la población. Una tendencia en aumento que, con la crisis económica del último año, puede haberse disparado, junto con la inflación, el desabastecimiento y el éxodo masivo.

Durante los últimos gobiernos de izquierda en Brasil, Argentina y Venezuela no solo creció la pobreza sino que la economía se contrajo, como consecuencia del fin del llamado “boom de los commodities” alrededor de 2014. Sin embargo, en otros países donde también gobernaba la izquierda –como Chile, Ecuador, Uruguay y Bolivia– el ritmo de crecimiento de la economía y disminución de la pobreza solo se ralentizó. No es extraño que el fin del ciclo progresista haya sido más turbulento en los primeros países que en los segundos.

Las derechas argentina y brasileña supieron aprovechar el descontento popular generado por la crisis. El argumento del deterioro de los indicadores sociales se utilizó en las campañas de Mauricio Macri y Jair Bolsonaro, a pesar de que la estrategia económica que ambos ofrecían anunciaba un regreso al proyecto neoliberal. Incluso Sebastián Piñera, en Chile, reprochó al gobierno de Michelle Bachelet el estancamiento de la pobreza y la desigualdad. El efecto de esa apropiación discusiva es muy similar al de cuando la izquierda neopopulista, en tiempos de la bonanza de las materias primas, exaltaba el crecimiento económico y la estabilidad financiera de Brasil, Argentina y Venezuela con Lula, los Kirchner y Chávez.

En todo caso, Macri y Piñera se diferencian claramente de Bolsonaro porque ni en sus campañas presidenciales ni en sus gobiernos han utilizado un lenguaje racista, homófobo, chovinista y misógino como el del brasileño, y tampoco han renegado de la experiencia de las transiciones democráticas argentina y chilena de fin de siglo. A pesar de que aún no gobierna, Bolsonaro, al nivel del lenguaje y de las expectativas, se desliza por primera vez en la historia latinoamericana de las últimas décadas a una reivindicación de las dictaduras anticomunistas de la Guerra Fría.

En todos los países latinoamericanos han existido derechas que valoran positivamente los viejos autoritarismos porque “libraron a sus países del comunismo”. En Chile, por ejemplo, cerca de un 20% de la ciudadanía tiene una visión positiva del papel histórico de Pinochet, aunque se trata de un respaldo que disminuye año con año, como consecuencia de las políticas de la memoria impulsadas por los gobiernos de la Concertación en tiempos de Ricardo Lagos y, sobre todo, Bachelet. El fenómeno Bolsonaro es nuevo y perturbador: el liderazgo máximo del mayor país latinoamericano en manos de un militarista que piensa que, en América Latina, el desenlace de la Guerra Fría hay que contarlo al revés.

Antes de Bolsonaro, los líderes que planteaban un revisionismo similar provenían de la izquierda: Fidel Castro, Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Daniel Ortega. Estos políticos nunca comulgaron con la narrativa de las transiciones democráticas. Castro se enfrentó tanto a las dictaduras militares de los setenta –aunque no a todas– como a las democracias de los ochenta y los noventa. Chávez y Maduro construyeron un régimen, autodenominado “revolucionario”, para superar una democracia: la venezolana de la Constitución de 1961 o la Cuarta República. Ortega, que también propició una transición democrática en los noventa, recuperó la presidencia en 2007, con apoyo de varios políticos corruptos del periodo transicional, y adoptó una modalidad chavista, sin los elementos comunitarios y participativos del chavismo original.

Hoy por hoy, son Maduro y Ortega los políticos latinoamericanos que personifican más claramente la regresión autoritaria del siglo XXI. Venezuela y Nicaragua, con el respaldo de Cuba, han protagonizado una auténtica “degeneración de la democracia” –la expresión es del filósofo canadiense Charles Taylor– en la que al retroceso en la distribución del ingreso y el acceso a derechos sociales se suma un intento de perpetuación de un líder y una casta en el poder, al margen de la ley y con la asistencia de un aparato represivo que castiga o intimida a la ciudadanía, la sociedad civil, los medios informativos y la oposición.

Bolsonaro podría extender esa reacción autoritaria al campo político de la derecha latinoamericana. Así como el polo antidemocrático de la izquierda ha contado con su red de apoyos internacionales (Rusia, China, Turquía, Irán), el de la derecha contaría con el respaldo de Donald Trump en Estados Unidos, Nigel Farage en Gran Bretaña, Viktor Orbán en Hungría y Matteo Salvini en Italia, por solo nombrar a los que menciona Steve Bannon, exasesor trumpista, en una reciente entrevista con Patricia Campos Mello para Folha de São Paulo. Bannon ve a Bolsonaro como el representante ideal de América Latina en “El Movimiento”, una internacional de extrema derecha que el estratega neoconservador lanzará el próximo enero en Bélgica.

Si Bolsonaro se consolida dentro de esa red e intenta expandirla hacia América Latina probablemente no encuentre un dique sólido en la izquierda democrática, dada su escasa presencia en los gobiernos de la región. De plegarse el resto de la derecha a las posiciones del líder brasileño, una temible polarización entre autoritarismos de uno u otro signo podría poner a la democracia regional en su situación más riesgosa en cuatro décadas. Ese panorama sería tan favorable al giro autoritario de las derechas gobernantes como al enquistamiento de las dictaduras de izquierda.

Cualquier confrontación que reproduzca una polaridad parecida a la de la Guerra Fría es beneficiosa para el autoritarismo en América Latina. Al sentirse protegidos por potencias globales, los gobiernos de la región ven debilitado su vínculo con el marco jurídico hemisférico. La emergencia de líderes como Donald Trump, en Estados Unidos, ha resultado un soporte inesperado para los nuevos despotismos del siglo XXI, lo mismo en Europa que en América Latina. El actual clima de nacionalismo, xenofobia y racismo que Trump y otros líderes occidentales imprimen a la trama global es terreno fértil para las dictaduras. ~

*(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.

martes, 18 de diciembre de 2018

La no-crisis de los misiles de 2018

HÉCTOR E. SCHAMIS*

Fue del 16 al 29 de octubre de 1962. La inteligencia de Estados Unidos proporcionó evidencia fotográfica de misiles nucleares soviéticos en Cuba. Una crisis con todos los ingredientes de un verdadero thriller cinematográfico, fue lo más cercano que el mundo estuvo jamás a un apocalipsis nuclear. Miles de páginas se escribieron sobre la Crisis de los Misiles y se siguen escribiendo, y más de una docena de películas y documentales se filmaron.

Después de Bahía de Cochinos en abril de 1961, los misiles llegaron para proteger a Cuba de otra invasión, aunque también como parte de una ecuación más compleja. La creciente tensión en Berlín—el muro fue erigido en agosto de 1961—y el despliegue de misiles americanos en Turquía—a tiro de pedrada de la Unión Soviética—fueron el contexto. Iniciada en 1949, la Guerra Fría nunca había estado tan caliente.

Ni volvería a estarlo. Krushchev sacó un conejo de la galera. Retiró los misiles y a cambio de ello obtuvo el compromiso público de Kennedy de no volver a invadir Cuba. Mejor aún, consiguió que Estados Unidos removiera los misiles de Turquía, lo cual ocurrió en secreto. La hecatombe fue evitada.

Todos los protagonistas de aquella historia han muerto excepto Raúl Castro, quien ya entonces era parte de la elite gobernante. Tal vez se haya sentido repentinamente nostálgico de aquella crisis con mayúsculas. No como las de ahora, habrá pensado ese hijo dilecto de la Guerra Fría. Quizás se puso a mirar alguna de esas películas en Netflix y se inspiró, con lo cual seguramente haya sugerido a Maduro una puesta en escena similar, además convenciendo a Putin de ser parte del elenco.

Aparentemente con éxito, ya que eso fue lo que sucedió. Salvo por el hecho que fue unaremake mediocre, sin producción ni actuaciones convincentes. Es que no fueron siquiera trece días, tan solo cuatro. El lunes aterrizaron en Caracas dos bombarderos Tu-160, aeronaves con autonomía de vuelo superior a 12,000 kilómetros y capacidad de cargar misiles nucleares. Viajaron sin escala desde Rusia, siendo seguidos durante una buena parte del viaje por cazas noruegos.

Una nota a pie de página es que la agresividad rusa en el Báltico es seria, tanto que en Suecia reintrodujeron el servicio militar y reactivaron bases navales previamente jubiladas. En el Caribe, sin embargo, dicha agresividad parece enfocarse más en el saqueo —apropiarse de activos controlados por la organización criminal que gobierna Venezuela— que en producir una guerra con Estados Unidos. Al menos no por defender a un paria como Maduro, por cierto.

Y así lo leyó el Secretario de Estado Pompeo, quien ni siquiera dignificó la operación como una amenaza creíble no obstante las ostentosas declaraciones de los jerarcas chavistas repletas de términos extraídos del viejo manual del castrismo. De hecho, el tweet de Pompeo se concentró en remarcar que tan solo se trataba de "dos gobiernos corruptos que despilfarran recursos públicos y aniquilan la libertad mientras sus pueblos sufren".

Pompeo tiene que haber tranquilizado a quienes se asustaron, entre los que me incluyo, confirmado por el hecho que el viernes los aviones ya habían partido de regreso a Rusia. Por lo tanto no fue una película de la crisis de 1962.

Ni mucho menos. Venezuela pertenece a otro genero cinematográfico, el de esas películas de ladrones de bancos en las que el robo sale mal y se quedan adentro con rehenes. La policía los rodea, los aísla, les corta la luz y el teléfono, y los vecinos se acercan a la escena indignados, sobre todo cuando se les escapa una bala y matan a alguno de los rehenes. La tensión provoca fisuras dentro de la banda, con divisiones y traiciones varias. El final se sabe de antemano pero igual uno se come las uñas.

Como en Tarde de Perros, un clásico con Al Pacino. Dos amateurs roban un banco y encuentran solo mil dólares en la caja fuerte, el transporte de caudales ya había pasado. La desesperación se apodera de los buenos y de los malos por igual. Un rehén sufren un ataque de asma, otro un shock diabético. Cada tanto los malhechores gritan consignas anti-bélicas, era la época de Vietnam, pero solo quieren el dinero que ya no está. Todo termina con uno de ellos muerto y el otro arrestado. Intentaban fugarse en un avión.

Esa es mejor metáfora del chavismo que la crisis de los misiles, con el colapso sanitario incluido. Los que aparentan ayudar ingresan al banco para llevarse algo, pero a esta altura también saben que solo quedan mil dólares. Es un show, los ladrones no tienen amigos. Son parias, tal cual el régimen de Maduro que convirtió a todo un país en su aguantadero.
Sabemos que la historia no terminará bien, pero el desenlace se prolonga. La espera se mide en hambre y enfermedad, en vidas terminadas antes de tiempo.

*El País 16 DIC 2018 

domingo, 16 de diciembre de 2018

El estado Frankestein venezolano


Nelson Acosta Espinoza

El domingo pasado se celebraron elecciones para escoger a nuestros representantes en los concejos municipales. Más allá de cualquier otra consideración, el rasgo definitorio de esta consulta fue la abstención de más del 72% de las personas en capacidad de ejercer este derecho al voto. Este resultado confirma una tendencia abstencionista que ha estado presente en los últimos comicios realizados en el país. Me parece posible conjeturar de que la institución del voto se encuentra en franco proceso de devaluación.

Sin la menor duda, estamos en presencia de una desconexión de las agrupaciones políticas, tanto del gobierno como de la oposición, con la masa de votantes. La población se ha venido aislando de los partidos políticos. En otras palabras, sería posible asumir que los partidos no representan cabalmente la aspiración de cambio que anida en la masa de votantes.

Creo que el termino desafección política describe en forma apropiada lo que ha venido aconteciendo en los últimos años en el país. En un reciente escrito describimos esta circunstancia, como un sentimiento de alienación y distanciamiento respecto a la política. En nuestro caso, esta emoción se expresa en que la masa de electores no se siente representada por los partidos de la oposición y del oficialismo. Circunstancia esta, sin la menor duda, que ha creado una atmósfera de pesimismo que está siendo capitalizada por el gobierno. De no torcer este humor presente en la población, esta tendencia iliberal y autoritaria se irá profundizando.

Es vital poner atención a este fenómeno (desafección política). Tener conciencia de ello e intentar introducir las modificaciones en el relato político que le permita interpelar y recuperar la confianza en la mayoría de los ciudadanos que se encuentra en franca oposición a las políticas del gobierno.

Un punto de partida podría ser llevar a la presidencia de la AN a un parlamentario del partido Voluntad Popular. Y desarrollar desde esta posición una nueva narrativa que dé cuenta del estado de ánimo político presente en el electorado. De ser este el caso se podría iniciar la recuperación de la confianza y la acumulación de fuerzas para enfrentar la nueva circunstancia política a partir del 10 de enero del próximo año.

Es vital tener en mente que estamos en presencia de un estado Frankestein*. Vale decir, un gobierno que utiliza al unísono elementos de índole democrática y autoritaria. Al igual que Mary Shelley’Frankenstein monstruo que es creado con distintos componentes humanos, este nuevo estado se asienta sobre normas democráticas, sin embargo, su combinación concreta genera un estado no democrático. Como muy bien lo ilustra la experiencia venezolana.

Esta caracterización implica que la oposición no puede enfocarse en una sola característica de este esta nueva configuración. Es vital una aproximación global. Un acercamiento que incluya elementos de naturaleza económica, social, cultural y política.

En forma concreta se requeriría generar un nuevo dispositivo simbólico que inicie la creación del nuevo orden cultural que desplace este autoritarismo socialista. Desde luego, el tema electoral es básico, pero no es el único. Insisto hay que recuperar la confianza de la población en la política.

Como lo he señalado repetidamente: hay que emocionar para convencer.

*Kim-Lane Scheppel is the Laurance S. Rockefeller Professor of Sociology and International Affairs in the Woodrow Wilson School and in the University Center for Human Values at Princeton University.

jueves, 13 de diciembre de 2018

Ciudadanos con dos alas



Luis Ugalde

Nuestra República está moribunda y no puede levantar vuelo con medias verdades ni con súbditos sumisos y resignados. Tenemos que nacer de nuevo como ciudadanos para quienes “soberanía del pueblo” no sea palabra engañosa del dictador para legitimarse y dominar. Soberanía significa poder del pueblo sobre la vida nacional donde cada venezolano se sienta corresponsable de la construcción de la Venezuela que va a resurgir de las actuales ruinas.

Dos alas para volar. El renacer de Venezuela requiere dos alas: Producción y Solidaridad, que tienen que remar juntas para que el país levante vuelo. Pero son tan distintas que tienden a rechazarse mutuamente.

Producción. En cinco años el Producto Interno Bruto (PIB) se ha hundido a menos de la mitad; tragedia increíble para cualquier país, y hambre, miseria y éxodo para Venezuela. Ello no es causado por una catástrofe natural o una guerra arrasadora, sino por una demagogia reparticionista y populista del aclamado mesías militar: Venezuela - decía- es un país riquísimo, con las mayores reservas petroleras del mundo. ¿Cómo se explica que el pueblo sea pobre en país tan rico? La respuesta mesiánica gustaba a muchos: porque hay tres bandidos que asaltan nuestro ingreso petrolero: el imperio, los corruptos partidos políticos y la empresa privada de los ricos. Pero yo - continuaba diciendo el mesías - llego como vengador y acabaré con la corrupción, expropiaré a estos asaltadores y repartiré al pueblo lo que es suyo. Arrancaré de raíz la empresa privada, invento diabólico para apropiarse de la sangre y producción del trabajador. ¡Grandes aplausos y luz verde sin control!

En estos veinte años el “socialismo del siglo XXI” ha hecho el trabajo: La mayoría de las empresas están cerradas o al 25 % de su capacidad productiva, las instituciones republicanas en ruinas, en quiebra la “PDVSA del pueblo” y el país en el pódium mundial de la corrupción. Estos “socialistas” demostraron que el liberal Adam Smith tenía razón: la riqueza de las naciones no consiste en la cantidad de oro y plata (petróleo, coltan, esmeraldas…) que poseen, sino la cantidad de bienes y servicios que produce su población. Hoy la producción venezolana es ridículamente pobre, debido a que la prédica revolucionaria sembró la idea de que gobernar es distribuir (sin necesidad de producir) la abundante renta petrolera y estimuló todos los reflejos reparticionistas e improductivos hasta llegar a la ruina total.

Para reconstruir el país, todos esos reflejos condicionados deben ser sustituidos por reflejos, estímulos, capacidades e instituciones para producir la riqueza que no tenemos. Productividad y solidaridad son nuestras primeras necesidades.

Solidaridad. La República no es un conglomerado de individuos, de “yos” yuxtapuestos cada uno en su juego impulsado por su egoísmo. La República surge cuando esos habitantes descubren y deciden formar un “nos-otros”, una unión con voluntad común con raíces en el yo de cada uno. No puede haber solidaridad sin pacto social de derechos iguales y sin instituciones de bien común alimentadas y acatadas por todos. Y que todos sientan la Re-pública como una verdadera riqueza y oportunidad en su vida.

El igualitarismo en economía es romántico y gusta a las utopías laicas y religiosas, que son utopías justamente porque atraen pero no tienen lugar en este mundo. El hecho productivo no es igualador, sino diferenciador. Empeñarse en lo contrario es la causa fundamental del fracaso de todos los socialismos y colectivismos. Es diferenciador porque premia más al que produce más y mejor; todo empeño de pagar y retribuir igual a quienes producen distinto, lo mata. La retribución desigual a producción distinta no es un invento perverso del capitalismo, sino que ya practicaba hace miles de años el hombre primitivo que al salir a cazar, recolectar, pescar o sembrar sabía que a mejor trabajo mejor cosecha. En la retribución diferenciada está el imprescindible estímulo económico. La carencia de estímulos productivos mató a la economía soviética y sigue matando a la cubana. Los hechos demostraron que los intentos soñadores de suplir los “estímulos materiales” por “estímulos morales” son pecados “contra natura” económica. Fomentar la productividad, inversión, tecnología, creatividad, libre iniciativa y libre mercado, han hecho que la humanidad pase de una modesta subsistencia a la “revolución permanente de las fuerzas productivas”, como diría Marx.

La Venezuela productiva que necesitamos reverdecerá con estímulos económicos y garantías jurídicas a la inversión, a la productividad, y con un matrimonio bien avenido entre formación-educación y sistema productivo. La buena educación es para formar buenos ciudadanos y productores, no para repartir títulos para el ascenso social. Es desacertado seguir hablando y pensando en “fuerza” de trabajo, pues hoy en el siglo XXI la empresa más vale cuanto mejor sea el “talento” de todos sus integrantes, y mejor enlazados estén los talentos de todo su equipo. Con la primitiva mentalidad capitalista del siglo XIX el fracaso y el conflicto social serían insuperables.

Ahora es más fácil de entender que el divorcio entre empresa y educación, radicalizado por este insensato régimen político, trae la ruina para toda la población y todos los sectores sociales. Con las instituciones en ruinas y bajísima productividad pública, a los gobernantes reparticionistas no les duelen las suspensiones de clases, ni las largas colas de millones de personas perdiendo el tiempo en la aventura cotidiana de conseguir los servicios más básicos y elementales.

Liberalismo y Solidaridad. Cuando el liberalismo económico no se toma como una básica condición humana sino se ideologiza con el nombre de “neoliberalismo”, se cae en la ilusión de levantar vuelo sin el ala de la solidaridad y se rechaza enfermizamente todo lo que sea estado social. Es indispensable la solidaridad comprendida y querida (voluntad general) con reconocimiento mutuo entre los diversos miembros y sectores. Voluntad colectiva que se hace realidad en vasos comunicantes, en instituciones verdaderamente solidarias. Por eso cualquier sociedad de economía capitalista inteligente, ha desarrollado instituciones de beneficio común y entre un 35 y un 55 % de los ingresos individuales van al presupuesto común para garantizar a todos el acceso a los básicos y comunes bienes públicos, como salud, educación, seguridad, y múltiples servicios. Ello permite la igualdad de oportunidades que va acompañada de desigual retribución a desigual rendimiento.

Lo que demuestra la historia contemporánea es que las sociedades de liberalismo unilateral o de estatismo igualitario de sello socialista, fracasan por su intento de volar con una sola ala. Libertad sí, pero con igualdad de oportunidades y de dignidad humana, nutridas por la siempre renovada fuente espiritual de la fraternidad que alimenta a ambas.

Es un arte difícil combinar una economía capitalista con una sociedad de democracia solidaria, pero imprescindible afirmar ambos componentes de manera que el uno no anule el buen funcionamiento del otro.

¡FELIZ NAVIDAD Y RENACIDO AÑO 2019!

martes, 11 de diciembre de 2018

¿Qué es el movimiento de 'chalecos amarillos'? Las cuatro claves para comprender su dinámica de protestas*


El amarillo se ha instalado en Francia desde que el pasado 17 de noviembre 282.000 personas con chalecos de este color en un tono fluorescente, la prenda obligatoria en carretera, paralizaran el ritmo habitual de una rutina polarizada por la desigualdad: rotondas, peajes y todo tipo de caminos se convertían en escenario para la protesta.

 Desde entonces y de esta forma, los fines de semana hay una nueva rutina en el país galo: exigir el cambio político con gritos, pintadas, carreras e incluso haciendo uso del fuego y la fuerza. Los Gilets jaunes (o 'Chalecos amarillos' en español) son ahora un símbolo y una corriente, pero su ascenso eleva también las incógnitas que le rodean: ¿quién hay detrás? ¿cómo se coordina? ¿cuales son sus objetivos? 

La chispa del diésel 

Este movimiento ciudadano de protestas, que nació contra el alza de impuestos al carburante y el encarecimiento de la vida, se ha ido ampliando y fortaleciendo a lo largo de los días. Un mes después, más objetivos y menos acuerdos le sumergen junto a la actualidad francesa en una situación de incertidumbre. 

Los primeros cánticos en las protestas, que comenzaron en pueblos y provincias extendiéndose rápido a la capital (donde se han captado los enfrentamientos más impactantes entre ciudadanía y agentes de la policía) tenían como protagonista el diésel. 

Este combustible es el más utilizado en Francia, y en el último año su precio ha subido un 23%. El país europeo se ha situado así a la cabeza de la lista de países con el combustible más caro compartiendo puesto con Italia y Reino Unido. 

Medidas como esta, que Macron recalca como necesarias para combatir el calentamiento global, han generado un impacto económico que en las áreas rurales y periféricas, donde el desplazamiento con vehículo es una obligación, sus habitantes califican de "insostenible". 

 Por ello, la primera propuesta abogaba por dos cuestiones fundamentales: la reducción de este impuesto y la creación de una asamblea de ciudadanos para debatir la política ecologista.

Objetivo: la dimisión del Presidente

 Las demandas del colectivo, sin embargo, no han dejado de crecer ante la falta de entendimiento con el Gobierno: la abolición del Senado, el aumento del salario mínimo y pensiones o la reducción de contribuciones de empleados y empleadas son algunas de ellas. 

 Las protestas de París se han concentrado hasta el momento en la zona de Campos Elíseos, el núcleo urbano más asociado al poder político. En las calles que lindan con el monumento viven embajadores y diplomáticos y se alzan muchos de los edificios que albergan instituciones públicas. Entre ellas la propia residencia presidencial, el Palacio del Elíseo, el objetivo de estas marchas que exigen, además, la dimisión del Presidente, un pilar en el discurso del movimiento.

 "Les grilets jaunes triompheront", remarcaron en la pared del Arco del Triunfo algunas de las personas que integraban la protesta que el 1 de diciembre incendió el centro parisino. En la tercera jornada de chalecos amarillos, los actos se radicalizaron en la capital dejando hasta 100 personas heridas y más de 400 arrestadas, 190 incendios y numerosos edificios dañados en su totalidad, según el Ministerio del Interior. Participaron entonces más de 136.000 personas. 

Una composición social incierta 

El equipo de Macron mantiene desde ese momento que el movimiento (que en sus inicios se identificaba con la izquierda y la izquierda radical) ha sido "secuestrado" por simpatizantes de la ultraderecha que han incentivado el uso de la violencia.

 En cualquier caso, se trata de una de las muchas hipótesis que rodean a los chalecos. Lo único que se conoce hasta el momento es que esta nueva ola de indignación es transversal en su estructura, no hay voz cantante, ni líderes ni acuerdos concretos en su base pues ya se observan tendencias dentro de la misma hacia lo radical y lo moderado. Características que tampoco facilitan un acercamiento con el Estado. 

El pasado miércoles, el Ejecutivo decidió dar un paso atrás y anular la tasa al carburante como medida para suavizar las acciones de los chalecos, que a pesar de su amplitud de principios, mantenía esta y la reducción de otros impuestos como meta común.

 Entre los ocho portavoces se encuentran Eric Drouet y Priscillia Ludosky, dos de las personas que iniciaron el movimiento en Seine-et-Marne. Sin embargo, y a pesar de su condición de impulsores, "no son más que portadores de mensajes y (...) no líderes ni responsables de la toma de decisiones", según indica un texto que el movimiento lanzó a las redes el pasado 27 de noviembre a modo de comunicado. 

Desigualdades territoriales 

La socióloga Danielle Tartakowsky, especializada en estudios de movimientos sociales, destaca la complejidad sociológica y territorial de los 'Gilets jaunes', que se alejan de todos los principios que han marcado movimientos sociales anteriores.  

Hermé Le Vras, geógrafo y demógrafo, ha trazado por su parte una línea que da respuesta gráfica a la complejidad del movimiento: a pesar de que los disturbios en París han acaparado el relato, la potencia de las protestas son mayores en los departamentos franceses que el Estado ha sumido durante los últimos años en una ruralidad paralizada. 

 Se trata de zonas donde los servicios básicos cotidianos han ido siendo cerrados, obligando a sus ciudadanos y ciudadanas a depender de los kilómetros hasta las grandes urbes y entenderse de esta forma como habitantes lejos de la globalización. 

En declaraciones para El País, Le Vras ha señalado que "sin duda hay personas politizadas en el movimiento, pero ni la geografía ni la frecuencia de chalecos amarillos ni sus eslóganes corresponden a un color político".

 Una "apolitización" que, en cualquier caso, viene marcando el voto y el devenir de la República Francesa. Símbolo o corriente, los chalecos son espejo de una polaridad en el desencanto social fruto de la tendencia a un Estado cada vez más centralizado.

* 20 minutos. Edición España; 11 Diciembre 2018

viernes, 7 de diciembre de 2018

"El continente olvidado"

Resultado de imagen para michael reid the economistDaniel Gascón*

Michael Reid es editor en jefe de temas relacionados con América Latina y España en The Economist y mantiene la columna Bello en el semanario británico. En abril publicó en español la edición ampliada de El continente olvidado (Planeta), un panorama de la nueva América Latina que presenta una combinación iluminadora y rigurosa de historia y análisis político.
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La segunda edición de El continente olvidado está ampliada y reescrita, y se publica en un momento muy distinto.

En esta segunda edición, quité la tercera parte, con detalles sobre el periodo más actual, y la reemplacé. Dejé la parte histórica pero hice algunas modificaciones para tener en cuenta nuevas lecturas, para tratar de hacerla más ágil y para acomodar la parte actual sin hacer el libro demasiado largo. Los diez años entre la primera y la segunda edición incluyen el auge y la caída del precio de las materias primas; el momento económico es mucho más difícil para América Latina ahora. La marea rosa avanzó y después se replegó. Las sociedades han cambiado a un ritmo extremadamente veloz. El tema central es el desarrollo de la democracia en América Latina, aunque no he abandonado el optimismo del todo porque pienso que las sociedades latinoamericanas son muy distintas a las del 2000 o 1980, cuando comenzó este periodo democrático. Son más educadas, tienen más información, están mucho más conectadas, cuentan con una sociedad civil más organizada y exigente.

¿Qué explica entonces el fracaso relativo en la construcción de democracias sólidas y economías desarrolladas?

Es una combinación de varios factores. Destacaría una gran desigualdad, parecida a la del África subsahariana, mucho más extrema que en el resto del mundo. En parte es producto de la Colonia. Se debe a la existencia de la servidumbre indígena y la esclavitud a gran escala –en Brasil y en el Caribe sobre todo–, y a los patrones de asentamiento y propiedad de tierra. Eso tiene consecuencias en los mercados laborales, en la dificultad de construir clases medias (algo que ha cambiado últimamente) y en la tentación populista. Cuando hay una desigualdad muy grande, los conflictos distributivos son más intensos y en muchos países de América Latina se afrontaron históricamente a través del populismo y la inflación, una forma de fingir distribuir sin distribuir.

La riqueza de la historia de la región es que puedes ver todos estos factores y, a la vez, conflictos distintos en muchos casos. Hay muchas más posibilidades de las que aceptan los deterministas. Las teorías de la dependencia, el determinismo cultural y el determinismo institucional de alguna manera invitan a la resignación: yo creo que hay mucho por qué luchar en América Latina y muchas posibilidades.

El populismo ha adquirido una importancia global en los últimos años, pero en América Latina ha tenido presencia desde hace mucho tiempo.

América Latina inventó el populismo urbano. El populismo en Rusia y en Estados Unidos, en la segunda mitad del siglo XIX, era un movimiento principalmente rural. En América Latina fue producto de una industrialización que no le siguió el paso a la urbanización. Fue una forma de incorporar a esas masas urbanas en la política. En ese sentido, era creativo. Una alternativa latinoamericana a la socialdemocracia europea. Pero ocasiona una serie de problemas. Defino el populismo como un estilo de política en el que un líder fuerte concentra el poder, intenta establecer una relación directa con las masas y desdibuja las divisiones entre las instituciones, la separación de poderes. Confunde líder, gobierno y Estado y normalmente, pero no siempre, lleva a cabo una política económica expansiva y fiscalmente insostenible, que termina en inflación. El problema es su efecto de dificultar la construcción de instituciones, del Estado de derecho. Lleva a la inestabilidad política porque estos regímenes personales, por definición, son inestables; conduce a la inestabilidad económica, a una volatilidad que es una explicación importante en el fracaso relativo en América Latina. Ambas cosas se refuerzan en un círculo vicioso. Dicho esto, es importante señalar que el populismo no es sinónimo de izquierda. Ha habido populistas de derecha, como Alberto Fujimori y Álvaro Uribe (aunque este fuera finalmente constreñido por las instituciones colombianas). Bolsonaro tiene bastante de populista, aunque parece que va a ser conservador en términos fiscales, como lo son Evo Morales y Andrés Manuel López Obrador. Hay matices. Pero populista no es sinónimo de izquierda; es un error definir a Lula, por ejemplo, como populista, aunque tuviera una fase así. No es un socialdemócrata al modo europeo, pero sí es un demócrata radical latinoamericano con toques socialdemócratas.

El libro enfatiza la diversidad, la existencia de tradiciones distintas.

Hay muchísima diversidad y siempre es importante, frente a casi cualquier generalización en América Latina, decir que depende de dónde está uno. Chile tiene una desigualdad significativa pero instituciones sólidas, en términos de eficacia o de falta de corrupción. Varios países en América Latina han tenido una transición democrática extendida. Y tienes los casos de las llamadas repúblicas bananeras. Brasil derrota muchas de las generalizaciones que los mismos latinoamericanistas suelen hacer. El país solamente ha sido gobernado desde arriba, en forma de mando directo, en los casi ocho años del Estado Novo de Getúlio Vargas. La dictadura brasileña, a diferencia de todas las dictaduras de la América de habla hispana, mantuvo el Congreso. Es verdad que lo purgó, pero lo mantuvo, así como las elecciones para él y para los gobernadores estatales, aunque vetó a algunos candidatos. En el siglo XIX, la monarquía brasileña fue constitucional, parlamentaria, con un sufragio comparable al de algunos países de Europa en ese momento y esa tradición da cierta esperanza ante cualquier tentativa de Bolsonaro de cerrar el Congreso.

Ahora bien, si la diversidad es una característica muy importante, también hay ciertos elementos de unidad. Hay muchas lenguas indígenas, pero todos los que hablan un idioma indígena hablan también español o portugués. Históricamente hay un factor cultural importante. También se puede identificar un pensamiento común que ha pasado por el liberalismo, el constitucionalismo, el corporativismo, el marxismo y otra vez por la democracia liberal. Hay además una serie de acontecimientos en la región, no siempre sincronizados: independencia política; revoluciones liberales de mediados del siglo XIX; aunque el final de la esclavitud ocurrió más tarde en Cuba y Brasil, sucedió al mismo tiempo en muchos otros países; la industrialización, el consenso de Washington, el consenso que siguió al de Washington también, la democratización a partir de los ochenta. Intento mostrar esas grandes tendencias conservando el respeto a la diversidad.

En el siglo XIX, América Latina fue un gran experimento liberal, mucho más que Europa. La revolución de 1848 fue en ese continente una bomba de efecto retardado, en América Latina tuvo un efecto más rápido en algunos lugares. El liberalismo, en suma, es un elemento integral, pero no es el único. Los conservadurismos de distintas variantes, incluyendo los de la izquierda, han sido igual o incluso más fuertes.

Durante un buen tramo de la segunda mitad del siglo XX, en parte por el ejemplo cubano, hubo una izquierda latinoamericana que defendió la lucha armada.

América Latina necesita tener una izquierda exitosa. En una región que tiene una desigualdad tan grande es esencial para intentar reducir y combatir este problema. La izquierda latinoamericana le debe tanto a Mussolini como a Marx, por ejemplo en su defensa de un Estado grande, corporativista, que no ha reducido las desigualdades. La Revolución mexicana evolucionó en un Estado corporativo. Tenía muchos aspectos positivos, era un intento de integrar una sociedad muy desigual, muy diversa, creó un mito indigenista que podemos criticar, pero que fue importante y muy influyente en los países andinos. Es un elemento importante en la izquierda. También la Revolución cubana fue un hecho fundamental. Lamentablemente, introdujo en el pensamiento de izquierda la idea de que el anticapitalismo y la justicia social eran mucho más importantes que las libertades y la democracia. La izquierda todavía tiene esa idea en muchas partes de la región. López Obrador, quien empezó su vida política en el PRI, piensa que México iba bien hasta los ochenta. Puede ser verdad en parte, pero, cuando le echa la culpa al neoliberalismo de lo que pasó, olvida que los gobiernos anteriores dejaron el sistema en bancarrota. En el sentido más puro de la palabra, es un reaccionario, quiere volver a un pasado brillante e imaginario. Y Lula y el PT se casaron con el Estado corporativo montado por Getúlio Vargas y los militares. Los intentos de usar el dinero de la corrupción para mantener su hegemonía fueron desastrosos para la izquierda. América Latina necesita una especie de socialdemocracia moderna que combine la democracia, el respeto por el Estado de derecho, la justicia social y la redistribución sostenible. Es difícil en sociedades con tantos resentimientos, conflictos y desigualdades.

Critica a los liberales latinoamericanos que solo son liberales económicos, pero no en términos políticos, sociales y morales. También afirma que se necesitan Estados fuertes y mercados que funcionen.

Muchos liberales latinoamericanos son en realidad conservadores o libertarians, en el sentido de que son beneficiarios de una distribución injusta de los activos y la riqueza basada en la apropiación y no en la acumulación. Esto no se aplica a todos, hay muchas empresas modernas. Pero el debate central en la región durante los últimos veinte, veinticinco años, ha girado en torno a lo que la izquierda llama “neoliberalismo” –una palabra bastante vacía de contenido– y, por otro lado, el estatismo, cuyo ejemplo máximo sería Venezuela. Es un debate estéril. América Latina necesita mercados sometidos a mucha más competencia, regulados por el Estado para fomentar la competencia y no para suprimirla. También requiere Estados mucho más sofisticados. En algunos casos, más grandes, por la proporción del PIB que gastan: países como Guatemala, El Salvador, Honduras, son lugares hobbesianos en cuanto a la incapacidad de mantener la ley y el orden, con las consecuencias que vemos todos los días, de inseguridad, violencia, migración. Por otro lado, tienes Estados como Brasil que están gastando un porcentaje del PIB parecido a Europa, pero con resultados mucho más deficientes y sin economías lo bastante productivas como para sostener esos Estados. Se necesita que no sean corporativistas, que no subsidien a los ricos y a las empresas, que tengan que hacer un esfuerzo mucho mayor para dar mejores servicios públicos. Las tareas que requieren las sociedades, desde incrementar la productividad hasta imponer un Estado de derecho o enfrentar el cambio climático, necesitan Estados con redes, no con silos funcionales separados. Y también en muchos países de América Latina el Estado es mucho más descentralizado que hace unos años, pero no ha prestado suficiente atención a la calidad de los servicios. Hay algunas tareas básicas: incrementar la productividad para no depender de booms eventuales de materias primas; construir o mejorar el Estado de derecho, que es básico para crear sociedades seguras en todos los sentidos; modernizar y renovar los sistemas políticos: lograr que no sean corruptos, lo que conlleva preguntas acerca de cómo financiar la política democrática. En México y en Brasil, aunque en distinta forma, hay un descrédito de la clase política; la consecuencia es López Obrador y Bolsonaro.

¿Hasta qué punto le preocupan esos dos casos?

Hay una ola mundial, en los últimos diez años, de regresión democrática y de formación de democracias iliberales, autócratas electos o como quieras llamarlos. Hasta ahora América Latina había resistido bastante bien. Hay dos casos claros de regresión democrática, que son Venezuela y Nicaragua, dirigidos por personas elegidas pero, de manera más reciente, por medio de procesos electorales fraudulentos que han erigido dictaduras. Con Cuba contamos tres países con dictaduras. En Brasil y en México tenemos líderes que son potencialmente demócratas iliberales o autócratas elegidos. Digo potencialmente porque habrá que mirar sus gobiernos con atención antes de sacar conclusiones definitivas. Pero hay motivos de preocupación en ambos casos. Si nos fijamos en México, todo el discurso de López Obrador se trata de la reconstrucción del viejo sistema. Hay una demanda por la reconstrucción de la autoridad central porque los mexicanos se sienten inseguros y López Obrador representa esa demanda. Para mí la pregunta es si ese poder central que él quiere reconstruir, esa presidencia fuerte, va a ser democrática o no. Preocupa que piensa que para combatir la corrupción lo único importante es la voluntad presidencial y no las instituciones independientes, y hay motivos para pensar que va a ser generoso con la corrupción de los suyos y duro con la corrupción de los otros.

¿Y Bolsonaro?

Es en cierto sentido más preocupante. Porque López Obrador es un hombre que siempre ha jugado dentro del sistema, siempre ha participado en las elecciones. Aunque Bolsonaro ha sido elegido siete veces para el Congreso, es un militar que habla abiertamente de que la dictadura es superior a la democracia: parece que no es un demócrata. También ha dicho una serie de cosas que indican que podría ser un demócrata iliberal, que podría intentar usar su cargo para someter instituciones independientes como el poder judicial, el Congreso, etcétera. Parece que puede ser un presidente represivo, que no tenga en cuenta los derechos humanos o el bien común, como el que representa el medio ambiente. Dicho esto, no estamos en la Guerra Fría y hay más contrapesos y restricciones, sobre todo en Brasil, diría que son más fuertes allí que en México, donde la democracia es mucho más reciente y donde el federalismo fue una ficción hasta 2000. En Brasil el poder está bastante disperso y hay un sector privado que no necesariamente quiere lo que Bolsonaro quiere, hay medios de comunicación poderosos que se enfrentarán a Bolsonaro. El poder judicial y el Congreso son bastante independientes. Y casi la mitad del país está en la oposición. Con todo, me preocupa la posibilidad de las democracias iliberales en ambos países, y me preocupa que haya en Brasil una degradación como consecuencia de estas políticas represivas, que no creo que vayan a lograr su cometido de reducir la inseguridad.

¿Qué piensa que ocurrirá en Venezuela?

Venezuela es un desastre. Murió Teodoro Petkoff, un guerrillero que se hizo socialdemócrata, un ministro que implementó una agenda económica liberal imprescindible e impopular, y que en la etapa chavista se hizo editor de un periódico muy crítico pero nunca derechista. Teodoro siempre me dijo que él confiaba en que Venezuela había construido una cultura democrática que iba a resistir a Chávez. Su postura era razonable. Lo que nadie pensó es que los chavistas, Maduro y su gente, iban a estar dispuestos a destruir el país para mantenerse en el poder. Intentan hacer una segunda Cuba en la que ellos y su sistema duren aunque expulsen a una parte significativa de los habitantes y terminen con una población clientelar; intentan crear un Estado fallido, penetrado por el crimen organizado, y en la tierra firme de América del Sur. Cuba es una isla y por eso se mantuvo como colonia. Yo no pensaba que Maduro fuera a seguir unos años más. Podemos despertarnos mañana con la noticia de que ha sido derrocado por un golpe militar. Aun así, esto no habría pasado si no fuera por la actuación cubana. La pregunta que le pueden hacer los demócratas a Cuba es por qué están sosteniendo a este régimen que encierra a centenares de opositores, que tortura, que expulsa y empobrece a su población de esa forma tan dramática. 

¿Qué quieren ahí?

Habla del impacto de la Guerra Fría en la región. Dice que hay un malentendido sobre el consenso de Washington.
A muchos observadores, entre ellos muchos académicos, les cuesta reconocer que el comunismo era un fracaso y una tiranía. No basta con estar en contra del fascismo. Si eres un demócrata, debes estar también en contra del comunismo. Hubo errores en el consenso de Washington pero muchas cosas eran de sentido común para cualquier economía avanzada. Muchas eran políticas para crear economías capitalistas desarrolladas, con políticas redistributivas y de igualdad de oportunidades. Los neoliberales de verdad, que son libertarians, no admiten la importancia de la igualdad de oportunidades, que es fundamental para los liberales. También hubo errores en la implementación, que tienen que ver principalmente con la tendencia a tener tasas de cambio sobrevaloradas, lo que se relaciona con la falta de ahorro doméstico en América Latina y con la entrada de capitales al liberalizar la economía, y eso hizo que las medidas tuvieran en algunos sectores industriales un impacto más grande de lo necesario. Por otro lado, no hubo un reconocimiento específico de la importancia de las redes de protección social. Pero básicamente era un decálogo de política económica. Sobre todo por su nombre, se convirtió en el caballo de batalla, en especial para la izquierda. Está claro que faltaba la sofisticación del Estado y de las políticas industriales. Ya no estamos en esa época, pero eso no debe suponer el abandono de las disciplinas macroeconómicas básicas que han probado su virtud. Los países que las han seguido están mucho mejor que los que las han anulado, como Argentina, Brasil o Venezuela.

*Escritor y editor de "Letras Libres").