sábado, 25 de marzo de 2017

Formular un nuevo proyecto nacional



Nelson Acosta Espinoza
Cerrar un ciclo histórico. Podría decirse que aún esta tarea se encuentra pendiente. En un cierto sentido nuestras elites políticas, económicas y sociales no han cumplido a cabalidad con este imperativo. Afirmación dura. Parece conveniente, entonces, preguntarse ¿qué se quiere subrayar con esta expresión? O, en otras palabras ¿a qué periodo de nuestra historia me estoy refiriendo?


Para dar respuestas a estas interrogantes me voy a permitir hacer un ejercicio de memoria. A finales de la década de los ochenta el modelo político y económico democrático mostraba signos evidentes de agotamiento. En otras palabras, el petro estado había entrado en crisis. La sociedad, en su conjunto, experimentó una sensación anómica que demandaba cambios sustanciales en el ordenamiento económico, político y social vigentes.


Esa demanda fue asumida por un conjunto de venezolanos e interpretada como la imperiosa necesidad de producir cambios sustanciales en la manera de conducir los asuntos públicos. Se creó así la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE). En su inicio fue encabezada por el Dr. Ramón J. Velásquez y el Dr. Carlos Blanco asumió la Secretaria Ejecutiva.


Este organismo convoco a un grupo eminente de venezolanos que se abocaron al diseño de un nuevo proyecto de país a partir del agotamiento del que estuvo vigente en Venezuela a lo largo del siglo XX. Sin lugar a dudas, esta iniciativa representó el programa más completo que haya conocido el país después de la instauración del régimen democrático. Desafortunadamente la clase política de la época no lo interpretó así. No entendieron la urgencia de transformar el estado y de abrir oportunidades de cambio esencial en la sociedad de esa época. Esta incomprensión abrió camino al modelo autoritario que actualmente se encuentra vigente. Es conveniente subrayar que en la actualidad este proyecto muestra  signos irreversibles de agotamiento.


En este sentido, estamos de nuevo  ante la oportunidad dar cumplimiento a la tarea que no se pudo completar a finales de la década de los ochenta. De ahí, la expresión con la que iniciamos este breve escrito: cerrar este ciclo histórico. En otras palabras, las tesis de la reforma del estado (desde luego actualizadas a las actuales circunstancias) constituyen el punto de partida para la formulación de un proyecto de país y dotar de un nuevo significado al proyecto democrático.


Parece apropiado formular las siguientes interrogantes ¿tiene el sector democrático un proyecto estratégico de largo aliento? ¿Su narrativa contiene los lineamientos para democratizar, descentralizar y federalizar las instancias de poder en el país? ¿Da cuenta de las autonomías culturales e históricas presentes en las distintas regiones del país? ¿Han federalizado su relato político?


Observo con preocupación una dedicación, casi exclusiva, al tema electoral. Desde luego que éste es un aspecto crucial desde el  punto de vista táctico. Sin embargo, el mismo debería estar subordinado a una visión de naturaleza estratégica. Y, ese horizonte, no debe ser otro que el señalado en los anteriores párrafos.


Elaborar o poner al día la narrativa descentralizadora y federalista es una tarea imprescindible. Es el mejor remedio para curar la enfermedad restauradora y el electoralismo per se. Evitar el síndrome de las puertas giratorias. Vale decir, transitar en círculos sin una visión de naturaleza trascendental.


La oposición democrática tiene ante sí una oportunidad de naturaleza histórica: desplazar el chavismo y abrir caminos para la construcción de un país a lo largo de nuevas líneas de ordenamiento económico, político y cultural.


Cultivar la idea federal tiene profundas raigambre en la historia del país. Recordemos que la Republica debe al Cabildo su primer acto de soberanía y de independencia en nuestra historia. Los sucesos del 19 de Abril de 1810 y otros posteriores, dieron nacimiento a una República opuesta a cualquier forma de opresión, fundada en la soberanía del pueblo, en la autonomía de las provincias sin más límites que la razón y la ley justa en la sociedad.


Rescatar este legado es tarea de primerísima importancia y proporciona base para este nuevo relato de naturaleza federalista.


Sin dudas, la política ahora es así.





¿Que es el populismo?



 Bernard Henri-Lévy
Según el populismo (primer teorema), el pueblo sabe lo que quiere. Y, cuando quiere algo (segundo teorema), siempre tiene razón. Falta (postulado) que realmente sea él quien lo quiere. Falta también (corolario) que nada obstaculice esa legítima pretensión.

En otros términos, el populismo dice al mismo tiempo: confianza ilimitada en los recursos y en la capacidad del pueblo, y desconfianza hacia todo aquello que podría interpretar, desvirtuar, diferir la justa expresión de ese pueblo que, librado a sí mismo, libre de obstáculos, tiene buen criterio por naturaleza.

¿Interpretar? Los intelectuales, las élites. Y por eso el populismo es siempre un antintelectualismo, una reacción contra las élites.

¿Desvirtuar? La maledicencia. La hipocresía política. Y por eso, de Tsipras a Le Pen, de Trump a Mélenchon, el populismo siempre recurre al lenguaje vivo contra el lenguaje vacío, al lenguaje crudo, truculento, contra la lengua supuestamente muerta, constreñida por los tabúes, de lo políticamente correcto.

¿Diferir? Las leyes. El derecho. Las instituciones. La razón en el puesto de mando. La política. Todos esos ornamentos, esos suplementos redundantes e inútiles, esas formas vacías, cuyo único efecto será siempre, dicen y repiten los populistas, ahondar un poco más en la diferencia, un filósofo del siglo XX habría dicho la différance o, simplemente, la distancia entre el pueblo y sí mismo, entre su sana y santa voluntad y su expresión desvirtuada.

Hay políticos buenos y malos, dicen.

Están los que actúan de común acuerdo con el mundo del vacío y los que han sabido desvincularse de él.

Y lo propio de quien ha sabido hacer tal cosa es haber conjurado esa enfermedad que lo distancia del cuerpo social; es estar en contacto directo con los rencores, y también las esperanzas, de lo que los romanos llamaban, no el populus, sino la turba; es estar en contacto directo, también, con las fluctuaciones de esa turba tal y como se expresan, día tras día, a través de la enfermedad de los sondeos.

Ah, los sondeos...

Cuando aparecieron los sondeos, algunos dijeron: un instrumento más en manos de los poderosos que van a escudriñarnos, a evaluarnos, a manipularnos.

Pero los más lúcidos —¿y por desgracia, los populistas estaban entre ellos?— respondieron: al contrario, es la opinión pública la que triunfa; ella la que, en adelante, llevará la voz cantante; ¿qué Gobierno podría ignorarla?, ¿cómo no tener en cuenta una voluntad popular tan sabia, constante e incesantemente medida?

Y he aquí que los roles se invierten: la Opinión arrogante, el Príncipe humillado; la Opinión en los graderíos, el Príncipe en el estadio; el Pueblo rey, pues es él quien presiona, acosa y atemoriza al Príncipe, y el Príncipe recientemente rebajado.

Otro filósofo de la misma época, Michel Foucault, describió los mecanismos del poder tomando como modelo el panóptico de Bentham, ese centro invisible a partir del cual un amo, ausente, escudriña el cuerpo social: nadie lo ve, pero él ve a todo el mundo; es estructuralmente invisible, pero esa misma invisibilidad hace visible a la sociedad; y es esta visibilidad la que, al final, nos hace tan totalmente controlables.

El populismo ha dado la vuelta al dispositivo: pueblo invisible, poder visible; un pueblo que se escabulle, un poder conminado a mostrarse; ya nadie ve al pueblo, pero él ve todo el tiempo a sus amos (en los periódicos, en Twitter y en Facebook, en los programas de la señora Le Marchand, en los falsos debates, ajenos a toda voluntad de veracidad, que se organizan en nuestros días); de forma que, si el secreto del poder está en la mirada, el populismo es una de las fórmulas más elaboradas del poder en la Edad Moderna.

¡Ah, si pudiéramos reemplazar de una vez las elecciones por los sondeos!, piensa el populista.

Si pudiéramos transformar la república en concurso televisivo; las elecciones, en plebiscito; la audiencia, en audímetro; si pudiéramos terminar con el pueblo y coronar al “gran animal” de Platón o a esa plebe que, según los sofistas, debía reemplazar al demos.

¿La plebe? El verdadero pueblo.

¿El audímetro? ¿El plebiscito? Modos de una única sustancia: la sociedad concebida como un cuerpo pleno, deslumbrado por el espectáculo de su propia presencia.

Hay una psicología del populismo: el narcisismo de los individuos, ebrios de sí mismos y de su suficiencia.

Una fisiología: ese no sé qué abotargado, autosatisfecho, ahíto que encontramos en todos los Trump, Berlusconi y Le Pen varios (padre e hija).

Una metafísica: la idea de una voluntad general causa sui, anterior a toda palabra y, más aún, a todo contrato, una voluntad natural, soberana y naturalmente buena con la que volver a conectar a poco que se sepa eliminar los filtros y mediaciones que la oscurecen.

El populista será inevitablemente nacionalista: ¿el nacionalismo no es el camino más corto para ir hacia una comunidad libre de todo filtro o mediación?

El populista será implacable a la hora de fabricar alteridad y de generar enemigos: pues, si no, ¿cuál sería el medio de imaginar esa presencia en sí? Si no se dota de una exterioridad masiva y obsesivamente denunciada, ¿cuál sería el medio para reunir su propio cuerpo en una identidad recuperada?

El populismo es una propedéutica del odio, de la exclusión y, en definitiva, del racismo: véase el discurso antinmigrantes de Hungría a Estados Unidos, de Polonia a Rusia.

¿El populismo? La enfermedad senil de las democracias.

Decimos “populismo”. Y es el nombre, finalmente único, de la reacción de las democracias al pánico que les gana y a la desbandada que las amenaza.

Sálvese quien pueda: la última palabra de los populistas.

Bernard-Henri Lévy es filósofo.

El ocaso socialdemócrata



Aurora Nacarino-Brabo*


La prudencia nos sugiere no matar políticamente antes de tiempo. Sin embargo, a nadie se le escapa en Europa que la socialdemocracia atraviesa horas bajísimas. En España, el PSOE es ya sistemáticamente tercera fuerza en todas encuestas, y su apuesta de regeneración pasa por líderes con escasas opciones de recuperar el partido como condensador de mayorías.

En Holanda, donde la pasada semana se celebraron elecciones, los socialdemócratas del PvdA pasaron del 24,8% de los votos al 5,7%, en unos comicios que ganó la derecha liberal y que estuvieron protagonizados por el ascenso de los nuevos partidos de la era posindustrial: la derecha populista, que no estuvo a la altura de las expectativas, los ecologistas y los liberal-progresistas, que experimentaron importantes avances. La formación de Wilders fue especialmente competitiva entre los votantes menos cualificados, la antigua clase obrera que hace no tanto votaba socialdemócrata. Por su parte, los verdes y el D66 demostraron su capacidad para competir entre las mujeres, los jóvenes y los electorados mejor formados que comparten una visión optimista de la globalización y valores progresistas.

Es un buen reflejo de cómo el tránsito de las sociedades industriales del mundo bipolar al mundo posmaterialista de la globalización ha trastocado gravemente las alianzas de clase que configuraban la base de votantes de la socialdemocracia. Si el éxito del centro izquierda posterior a la Segunda Guerra Mundial pasó por coaligar a la clase trabajadora con las clases medias más acomodadas e ilustradas, en el siglo XXI ambos grupos de votantes parecen tener intereses divergentes.

Son varias las transformaciones que se han operado en las últimas décadas. Por un lado, la clase ha dejado de ser un elemento de adscripción ideológica y la pluralidad de los trabajadores los hace más difíciles de representar. La transformación de la estructura social ha multiplicado las líneas de fractura política y ha dinamitado la dualidad ideológica y económica en la que la socialdemocracia se desenvolvía con superioridad. Esto tiene que ver con algo que explicó Ronald Inglehart: una vez que las sociedades han alcanzado un cierto umbral de desarrollo, prestan menos atención a la economía y empiezan a dar más importancia a cuestiones que tienen que ver con el bienestar personal, la autorrealización y la afirmación de las identidades individuales.

La creciente preocupación por el medio ambiente, la protección de los animales, los derechos de las minorías LGTBI o la igualdad de las mujeres hablan de este fenómeno. Pero también el resurgir de las conciencias nacionales, las guerras culturales o la pertenencia religiosa. No es casual que en las últimas décadas se haya producido una eclosión y despegue de nuevos partidos que daban respuesta a estas nuevas preocupaciones, desde las opciones ecologistas hasta las formaciones de derecha alternativa.

En un primer momento, la irrupción de estos partidos fue abordada por los analistas desde una óptica de nicho y en muchas ocasiones se les definió como single-issue parties, esto es, formaciones que se habían integrado en el paisaje de los parlamentos mediante la defensa de un solo tema que, por alguna razón, consiguió colarse en la agenda política. Sin embargo, el desarrollo de los acontecimientos nos obliga a replantearnos la capacidad de recorrido de los nuevos partidos, que ya ganan o disputan victorias a sus rivales tradicionales, dejando a menudo a los socialdemócratas como principales damnificados.

Así es como partidos de derecha alternativa, con su defensa de un estado de bienestar restringido al disfrute de los nacionales, han conseguido hacer mella en los socialdemócratas, al tiempo que partidos de corte ecologista y también formaciones liberales o liberal-progresistas lograban pescar en los caladeros del centro-izquierda. En países como Austria, las últimas elecciones presidenciales se dirimieron entre un candidato verde y otro de extrema derecha, con victoria del primero e intriga hasta el final. En Francia, el liberal-progresista Macron se ha convertido en el candidato revelación de una carrera presidencial dominada por la amenaza Le Pen y la descomposición del PS. Sin olvidarnos de las opciones populistas de la izquierda que, especialmente en el sur de Europa, han complicado las cosas a los viejos socialistas. En Grecia, el triunfo electoral de SYRIZA vino de la mano de la demolición del PASOK, y en España Podemos parece haber desbancado al PSOE como primera opción de izquierdas.

Los socialdemócratas parecen incapaces de ofrecer respuestas a las demandas de un electorado cada vez más heterogéneo. Por otro lado, las políticas que antes satisfacían a su coalición de votantes provocan ahora la colisión de intereses diversos. Este fenómeno se observa muy bien en España, donde el PSOE debe elegir entre dirigir su programa a su electorado tradicional, formado por trabajadores con contratos estables o ya jubilados, o atender la vieja vocación socialista del compromiso con los débiles, que se cuentan mayoritariamente entre los parados y los jóvenes precarios.

Ante este dilema, el PSOE ha optado por la primera opción, siendo incapaz de ofrecer soluciones innovadoras a los desafíos de una sociedad marcada por la última crisis económica, el reto de la globalización, la igualdad de oportunidades y la dualidad del mercado laboral. Este hecho ha propiciado la ruptura entre las generaciones más jóvenes y los socialistas, así como el creciente abandono de los votantes de la clase media urbana y mejor formada. Sumido en una grave crisis de liderazgo, con serias dificultades para renovar su base de votantes y experimentando un importante deterioro en las ciudades, el PSOE hace ya mucho tiempo que dejó de parecer un una opción progresista: la formación que  acometió la modernización de España hace 35 años apenas se distingue hoy de un partido conservador.

Las inercias políticas observables en Europa sugieren la posibilidad de que estemos asistiendo al ocaso de la ideología más exitosa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. A menudo se trata de buscar responsables externos e internos que expliquen los malos resultados del centro izquierda tradicional. Quizá sea hora de dejar de buscar culpables y asumir que el mundo en el que la socialdemocracia fue concebido, sencillamente, ha dejado de existir.

*Letras Libres, 25 de marzo 2017

sábado, 18 de marzo de 2017

“Síndrome de fatiga democrática”


Nelson Acosta Espinoza
La democracia está en crisis. Afirmación que puede ser perfectamente aplicable a regímenes políticos de América del Sur. De hecho, países como Brasil, Argentina, Perú, Colombia, Ecuador y Venezuela están confrontando tsunamis políticos que han puesto en evidencia la precariedad de las bases sobre las cuales se asientan sus respectivos edificios gubernamentales. Estas convulsiones no son recientes. Han estado presentes en esos países por largo tiempo y las soluciones que se han ensayados para enfrentar estas crisis no han resultado apropiadas. En algunos casos, la medicina ha sido peor que la enfermedad.

Estas dificultades de naturaleza política no son exclusivas de esta parte del mundo. La “vieja” Europa confronta dificultades del mismo tenor: crisis de legitimidad. Con este término ha sido conceptualizada el desapego ciudadano por las elecciones, la debilidad militante de los partidos tradicionales y el hastió presente en los ciudadanos hacia los políticos de esos países. Recientemente David van Reybrouck* formula, en "Contra las elecciones", una pregunta tan interesante como terrorífica: ¿cuánto desprecio es capaz de soportar un sistema?

Este autor belga de 45 años que estudio arqueología y filosofía proporciona respuesta a esta interrogante. “Sin un cambio profundo, el sistema actual tiene los días contado. Bata con ver el aumento de la abstención electoral, la pérdida de afiliaciones de los partidos y el menosprecio por los políticos; cuán difícil resulta que se formen los Gobiernos, lo poco que duran y lo mal parados que acostumbran a salir; la rapidez con la que se abren paso el populismo, la tecnocracia y el antiparlamentarismo; el anhelo creciente de los ciudadanos por poder participar y la rapidez con que ese deseo se puede convertir en frustración; todo eso basta para darse cuenta de que estamos con el agua al cuello. No nos queda mucho tiempo".

Este certero diagnóstico puede ser aplicado literalmente a la situación política del país. No solamente a la actual coyuntura. En honor a la verdad venimos confrontando esta fatiga democrática desde finales de la década de los ochenta del siglo pasado. La ceguera de la clase política de la época y su resistencia de acometer las necesarias reformas que la sociedad demandaba cuentan como causas de la solución populista y autoritaria que se implementó y, que actualmente, padece la sociedad venezolana.

Es pertinente hacer un ejercicio de memoria. Los grupos dirigentes de la época no asumieron cabalmente los cambios que habrían permitido renovar la democracia, reconstruir las lealtades populares y generar instituciones más modernas y viables. No pudieron o no entendieron la necesidad urgente de iniciar procesos de transformación del estado. Las propuestas diseñadas por la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE), por ejemplo, no fueron atendidas debidamente. Esta circunstancia, sin la menor duda, contribuyó a crear las condiciones para la emergencia y triunfo del proyecto populista y autoritario que encabezó Hugo Chávez.

Estamos frente a una coyuntura parecida a la que prevaleció afínales de esa década. El país confronta una crisis terminal. Los arreglos políticos e institucionales que caracterizaron la IV y V república están agotados. La insatisfacción ciudadana refleja con claridad meridiana esta situación y su anhelo de cambio. La dirección política de la oposición parece no estar conscientes del momento y oportunidad histórica que le está tocando vivir.

Los diagnósticos y sus respectivas políticas diseñados por la COPRE están vigentes. Debería ser objetos de debate entre los grupos opositores y transformarse en el proyecto político de la oposición democrática del país. El electoralismo per se no proporciona respuestas a las demandas de cambio que requiere la sociedad venezolana.

Consciente de esta situación la Cátedra Rectoral sobre Descentralización y Federalismo “Ramón J. Velásquez” aspira organizar seminarios y discusiones sobre esta temática. El propósito es introducir en el debate político temas vinculados con esta problemática y, a partir de estas controversias, contribuir a la creación de una narrativa que esboce la agenda del futuro político del país. Con la esperanza que la dirección política democrática asuma esta agenda de cambio.

Voy a dar una vuelta a la tuerca y, brevemente, mencionar algunos componentes de un posible relato opositor.

Un primer paso sería “construir una novela del poder”. Elaborar una estructura narrativa donde se ubiquen héroes y villanos: descentralizadores demócratas y centralistas autoritarios. Donde los primeros encarnen los valores democráticos y, los segundos, las negación de estos principios.

Otro aspecto clave es la referencia a “valores”. El relato debe proporcionar importancia a valores que les permita, posteriormente, referenciar temas específicos

La narrativa debe estar anclada sobre una “visión”. Vale decir, el esbozo de un futuro hacia el cual se invierten las energías. “La visión es un elemento del relato que provee al líder la capacidad de inspirar, estimular a los ciudadano y conceptualizar para ellos la situación y el rumbo, remarcando valores, fortalecimiento del grupo, la generación de altas expectativas de logro y la promoción de una identidad colectiva”.

La reforma del estado, puede perfectamente constituir esa narrativa que proporcione un esbozo de futuro y una nueva identidad a los demócratas y, al mismo tiempo, excluya a los “villanos” enemigos de la modernización de las estructura de poder en el país.

Sin lugar a dudas, la política será así.

* DAVID VAN REYBROUCK “Contra las elecciones”. Taurus, 2017