sábado, 25 de junio de 2016

Abrir o derribar las puertas del cambio




Nelson Acosta Espinoza

Bien, amigos lectores, creo que una frase puede sintetizar la jornada  de validación de firmas que finalizó esta semana: coraje cívico. La población demostró su solidez democrática y coraje cívico al imponer, por encima de numerosos obstáculos, su disposición de revocar  este régimen político responsable de la destrucción del país. Al día de hoy ya se han recogido, en cada uno de los estados del país, más de 1% necesario para pasar a una nueva fase en el camino conducente a la celebración de referéndum revocatorio.


El gobierno con la complicidad del Consejo Nacional Electoral plantaron innumerables trabas a este proceso. Por ejemplo, distribución inequitativa e insuficientes de los lugares en los que se podía revalidar las firmas, presiones a través de declaraciones públicas de funcionarios del Estado alertando que no habría revocatorio en este año. En fin, toda una campaña encabezada por el Presidente Maduro destinada a desmovilizar y desmoralizar a la población. Los resultados de esta consulta, sin embargo,  mostraron la disposición del colectivo de salir de este régimen y su rechazo al denominado socialismo del siglo XXI.


A la luz de este nuevo episodio político parece útil hacer algunas reflexiones. La primera que me viene a mi mente es sobre la solidez de nuestra cultura democrática. Puede parecer desacertada esta apreciación. Después de todo, los venezolanos votaron en diversos procesos por el régimen actual. Lo cual es absolutamente cierto. Sobre el tema se ha derramado bastante tinta. Sin embargo, esbozaré una breve explicación.


En general, hay coincidencia en atribuir parte de la responsabilidad por la emergencia del chavismo a la crisis terminal que fustigó a la dirigencia política de la IV república y  al agotamiento del proyecto democrático inaugurado en el año 1958. En síntesis, se podría señalar que no hubo una renovación de los ya agotados discursos y prácticas políticas. La responsabilidad, entonces, es atribuible a la “casta” que ejercía la dirección política y cultural de la sociedad venezolana en esos años. De hecho, la población expresó en diversas ocasiones su malestar. Síntomas, hay que recalcarlo,  que no fueron procesados debidamente por el estamento político de la época.


Ahora bien, ¿porque predico sobre la permanencia de nuestra cultura ciudadana o democrática? Bien, la respuesta es obvia. La población, a todo evento, salió a cumplir con un deber ciudadano. Las predicas anti democráticas del gobierno no amilanaron este espíritu cívico formado a lo largo  del ejercicio democrático pasado. Después de todo, los parámetros básicos de esta cultura están presentes y la crisis los ha estimulado en la dirección apropiada.


Sin embargo, parece pertinente elevar una alerta. Este espíritu ciudadano no pertenece a ningún grupo político en particular. Se encuentra ahí. Materia prima para ser procesada por nuevas narrativas que marquen distancias con las que prevalecieron en la IV y V república.


Lo que intento señalar o alertar es sobre los peligros restauradores. La reposición de lo ya vivido. La idea gatopardiana de, “cambiar para que todo siga igual”, es un riesgo que está presente y, de no ser combatido apropiadamente, pudieran conducir al país hacia una nueva frustración histórica.


No tengo la menor duda que un nuevo país está tocando las puertas. En la semana que acaba de culminar sus golpes retumbaron a lo largo de toda nuestra geografía. Ojala sean interpretados correctamente y se comience a trazar el camino hacia la conformación de un nuevo país.


En fin, la disyuntiva que enfrentamos los ciudadanos, a mi manera de ver, es simple: o se abren las compuertas del cambio  o éstas serán derribadas. Y, el pasado evento de confirmación de firmas, demostró la existencia del coraje ciudadano necesario para acometer cualquiera de estas dos opciones.


No tengo la menor duda que la política, hoy día,  es así.

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Campaña narcisista



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Victor Lapuente Giné
 La campaña electoral es una fiesta narcisista. Pero no porque los candidatos se paseen por los platós de televisión exhibiendo sus dotes seductoras, artísticas o culinarias. Los narcisistas somos nosotros, los votantes. Y los candidatos lo saben. Los más listos dedican sus esfuerzos a ponernos un enorme espejo delante que, como a Narciso, nos recuerde qué bellos y bellas somos.

Los políticos nos piropean. Trabajadores por cuenta propia, autónomos, emprendedores, pensionistas, urbanitas y gentes del mundo rural, nos emocionan hasta vuestras alcachofas. Y qué injusto ha sido el país con vosotros. Pedid y os será concedido. No, yo no voy a exigiros nada a cambio. Faltaría más, con todo lo que ya habéis sufrido ya. Os han “machacado a impuestos”, habéis sido “víctimas de la austeridad”. Merecéis que alguien compense vuestros esfuerzos.

¿Cómo es posible que, con lo hermosos que sois, el país esté tan feo? Pues porque habéis estado gobernados por malos representantes, unos políticos que no han escuchado vuestras voces cristalinas. No necesitáis ningún representante excepcional. Vosotros sois los excepcionales. Necesitáis políticos que os escuchen, que atiendan vuestras demandas en lugar de perseguir sus mezquinos intereses.

Las campañas electorales han cambiado de naturaleza. Durante la época de los partidos de masas, los candidatos ponían el énfasis en el programa. Se votaba a aquellos que mostraban unas propuestas programáticas más atractivas. Con la llegada de la televisión y los grandes medios de comunicación de masas, el foco giró al candidato. Se premiaba a quienes proyectaban un candidato más atractivo. Guapo como Kennedy, carismático como Clinton, o campechano como Bush (hay equivalentes en España, pero seguramente no nos pondríamos de acuerdo en quién ha sido qué). La eclosión de las nuevas tecnologías y las redes sociales ha movido el protagonismo de la campaña hacia los votantes mismos. Se confía en los candidatos que presentan a una ciudadanía más atractiva. En quienes nos ensalzan más. 
Y estén más dispuestos a mimarnos.

Hoy no nos interesan mucho los programas. Aunque todos nos quejemos de la poca sustancia de los debates políticos, la comunicación política del 26-J —responsabilidad colectiva de medios y de los asesores de los candidatos que, de hecho, son perfiles profesionales muy similares— se basa más en “relatos íntimos” o en la “trastienda de la campaña” que en la discusión programática. Cuentan más las interacciones entre candidatos y votantes (o, mejor aún, sus niñas y niños) que entre los propios candidatos. Los debates públicos donde los candidatos pueden mostrar la fortaleza y debilidad de sus propuestas en contraste con la de sus oponentes son sustituidos por encuentros entre candidatos y gente corriente. Quienes interrogan a los candidatos son familias sentadas en el sofá de sus casas, estudiantes en sus clases o presentadores afables que tratan de reproducir el lenguaje, y la escenografía, de la calle en sus programas de entretenimiento. Estos programas no versan sobre el político entrevistado, sino sobre nosotros mismos. No revelan cómo es el político en la intimidad, sino cómo es nuestra intimidad. 

El objeto no es retratar a Mariano, Pablo, Pedro o Albert; sino reflejar nuestra cotidianidad. Un espejo.
Las pantallas no revelan cómo es el político en la intimidad, sino cómo es nuestra intimidad

Y es que, a pesar de la insistencia de tantos analistas en que la política se ha personalizado mucho, en el fondo no nos interesan los candidatos. No nos importa demasiado cómo son. No les votamos porque tengan un carácter sólido. Nos da igual si antes se declaraban comunistas, luego posideológicos y ahora socialdemócratas. Como a los votantes de Trump les da igual que éste defienda que vuelvan las tropas y que se deporte a todos los inmigrantes indocumentados y al día siguiente que se bombardee Siria y que se legalice a muchos indocumentados. No les votamos porque nos caigan bien. Más bien, tendemos a juzgarlos como excesivamente soberbios o planos. Ni tampoco porque sean moralmente rectos. Toleramos que sean pillos o incluso laxos con la corrupción.

Les votamos por lo que dicen, explícita o implícitamente, sobre nosotros mismos. Confiamos en un candidato no porque nos caiga bien, sino porque nos hace caer bien a nosotros mismos. No votamos a un gran político, sino al que nos hace sentir grandes. No al político más preparado, sino al que nos hace creer que nosotros somos los más preparados.
En la nueva política, los candidatos que más estimulan nuestro ego son los más exitosos. Y hay dos fórmulas para conseguirlo. La primera es empoderarnos: elevarnos a la categoría de decisores políticos. Es ideal para los asuntos controvertidos, desde la pertenencia a la UE y la vertebración territorial del país al diseño de la política de defensa. Como Poncio Pilatos, los políticos se lavan las manos y dejan que sea el pueblo quien decida. Los procesos participativos y referendos proliferan en toda Europa, tanto en la radical Grecia como en el conservador Reino Unido, tanto para decidir qué hacer con un tranvía como para permanecer en la UE. Y si hay una característica que une a los seguidores de Trump es que consideran que su voz no cuenta a la hora de tomar las políticas públicas. Con lo que, si accede a la presidencia americana, no es descartable que las decisiones más controvertidas se acaben tomando vía SMS de los telespectadores como en Eurovisión o en un concurso de belleza.

Vivimos un tiempo de ideologías delgadas. Y lo importante son nuestros intereses egoístas

La segunda estrategia es regalarnos políticas customizadas. Sí, desde siempre los políticos han prometido mucho. Subrayaban los beneficios de sus políticas y dejaban la financiación para la letra pequeña. Pero debían ofrecer paquetes estandarizados, para todos por igual. Eso eran las ideologías. Ahora, parcelan sus productos para cada nicho de votantes. Desgravaciones para los autónomos, rebajas fiscales para los jóvenes emprendedores, horas de trabajo semanal para los funcionarios, actualización de las pensiones de acuerdo con el IPC… Los políticos se reúnen con representantes de los grupos de interés, constatan lo “legítimas” que son sus demandas, y las incorporan en sus programas, que se convierten en un mero reflejo de las mismas. Un espejo.

La nueva política es un tiempo de ideologías delgadas. Pero también de candidatos delgados. Pues lo que importa no son los programas ni los políticos, sino nosotros. Y nuestros intereses más particulares y más egoístas. Esos sí que han engordado.

 Victor Lapuente Giné es profesor de ciencias políticas de la Universidad de Gotemburgo.

sábado, 18 de junio de 2016

Voluntad Popular

Nelson Acosta Espinoza

Una novedosa iniciativa está siendo desarrollada por la dirección regional del partido Voluntad Popular. Me refiero a la idea de constituir un consejo consultivo integrado por profesionales de una diversidad de disciplinas (ingenieros, economistas, antropólogos, politólogos, médicos, entre otros). Es importante resaltar que la participación en esta instancia no implica militancia en esta organización política. Se trata, y ahí reside su originalidad, de crear un espacio para el dialogo cuyas propuestas puedan ser acogidas por esta dirección de VP en materia de formulación de políticas tanto para el ámbito regional como el nacional.

Me voy a tomar la libertad de formular algunas consideraciones en torno a este novedoso ofrecimiento. Mi intención es contribuir, modestamente, a despejar algunas dudas que esta intencionalidad pudiera suscitar. Ojo,  estas incertidumbres resultan normales habida cuenta de la cultura política que ha prevalecido en el país.

En fin,  a primera vista esta invitación apunta a romper con un viejo hábito que ha caracterizado la existencia política en Venezuela a lo largo del siglo pasado y parte del tiempo actual. Los partidos políticos tradicionales asumieron, desde sus orígenes, una conducta de naturaleza endogámica.

A ver, que quiero señalar con el uso de esta expresión. Primero, definamos lo que significa esta práctica: concertar uniones matrimoniales entre personas de la misma etnia o de la misma clase social. Costumbre esta que provoca la disminución de la diversidad y genera un empobrecimiento de naturaleza genética y cultural. En el ámbito político, por ejemplo, esta conducta conlleva al rechazo de las ideas actitudes y valores ajenos a un grupo determinado. Expresa exclusión, segregación, clientelismo y constituye un obstáculo poderoso que impide institucionalizar una verdadera democracia.

La extrema polarización que ha experimentado la sociedad venezolana es un buen ejemplo de los efectos de esta práctica endogámica. Situación altamente peligrosa pues puso en peligro los esquemas de convivencia social y achicó los espacios comunes y necesarios para la negociación y resolución de los conflictos presentes en la sociedad.

La iniciativa de Voluntad Popular, es bueno recalcarlo, apunta  hacia una apertura con personalidades de la sociedad civil y esquemas de pensamientos distintos. La idea de organizar este consejo consultivo implica, en el plano de las ideas, que esta organización está atenta a los nuevos desarrollos del pensamiento teórico y no tiene objeciones de asumir propuestas que se deriven de estos adelantos. De concretarse, en estos términos,  constituiría un signo de modernidad que debería fortalecerse.

Me voy permitir hacer algunas sugerencias. Un línea de reflexión a desarrollar  pudiera definirse como el diseño de iniciativas tendentes a superar los restos de polarización aun presente en el ámbito de lo político: transitar de la conflictividad polar a la del antagonismo político (Fernando Mires dixit). Para lograr este cometido, me atrevo a sugerir, la formulación de una “política del relato”. Construir una narrativa que interprete, que le dé sentido a nuestra realidad y que convierta en comunicación este proyecto político.

Igualmente un tema de análisis, con evidentes consecuencias prácticas (electorales), es el de la transversalidad. Parece interesante reflexionar sobre la posibilidad de elaborar un relato que renuncie a identificarse con el espectro político tradicional basado en la distinción izquierda-derecha. Lo federal, lo urbano, el federalismo fiscal, lo ecológico, por ejemplo, escapan a la distinciones clásicas y es transversal a estas polarizaciones de corte ideológico.

Desde luego, temas de naturaleza económica, cultural, sociológica, etc., deberán ser objetos de tratamiento en este consejo consultivo. Y servirán de aportes para dotar de sustento intelectual a la formulación de iniciativas a este nuevo partido político.

Bien, para finalizar, ojala sea exitosa esta iniciativa y constituya un signo de apertura hacia las nuevas formas de encarar la práctica política.

Sin lugar a dudas, la política es así.



"La lógica escondida.Que nos den un Golpe”

                                                                                                                
 
                                                                                                                Asdrúbal Romero M.

No poseo información acerca del debate político que pueda estar desarrollándose al interior de la cúpula del Régimen. Ahora bien, con la finalidad de identificar su función de transferencia política, uno puede dedicarse a observarlo como si fuese una “Caja Negra”. Con sus entradas: los estímulos que debe procesar, provenientes de una realidad externa en sus múltiples y diversas facetas -económica, social, política, etc.-, y sus salidas: las respuestas que genera a dichos estímulos. En las más recientes semanas, le he prestado selectiva atención a las salidas políticas. Como cualquier observador que desee visualizar alguna vía de resolución posible a este atolladero político en el que estamos entrampados, por encima de todo me interesa la  función de transferencia política del Régimen, es decir: cómo procesa éste toda esa abigarrada cantidad de estímulos que le llegan para convertirlas en respuestas políticas. Todos los días las genera, a diferentes niveles y en diversos frentes, algunas de ellas notablemente contradictorias entre sí, pero aun así me he dicho: debe existir una lógica escondida y unificadora de criterios para producirlas.

¿Cuál es? Pues bien, ese proceso de observación- identificación del Régimen como una “caja negra” me ha permitido arribar a una conclusión susceptible de ser enunciada con sorpresiva simplicidad. La dividiré en dos apartados:

1.     La facción que, claramente, prevalece en la toma de decisiones políticas del Chavismo es la identificada como el ala radical. Son Cilia, Jaua, los hermanitos Rodríguez, acompañados seguramente por algunos militares, los que vienen imponiendo la línea dura dentro de ese archipiélago de posiciones encontradas que, suponemos, deben estarse moviendo dentro del Chavismo que continua dándole soporte al Régimen. Insisto en la denominación: ¡Chaviiiismo! Que no se nos olvide nunca que la crueldad de este régimen es parte de su legado; ni incurramos en el error, por favor, de calificar como chavismo auténtico a los que ya abandonaron el barco –o los fueron-.
2.     La decisión política que se ha impuesto es reducible, coloquialmente, a un “preferimos que nos tumben”. Así de sencillo: “que nos den un golpe de estado, que nos persigan”. Observen bien: todas sus decisiones y acciones están orientadas a provocar ese escenario de salida.



 ¿Por qué esa línea aparentemente ilógica? Ellos están perfectamente conscientes que conformen los días transcurran más se agravará el panorama social y económico del país. Saben que ellos ya no están en capacidad de torcer el inequívoco rumbo hacia el desastre humanitario; que el Régimen no tiene futuro; que forzosamente tendrán que salir del poder.

 Siendo ese el seguro escenario que avizoran, la decisión política se reduce a darse una respuesta sobre el cómo preferimos salir. ¿Retratados en una confrontación democrática como los muy malqueridos por una apabullante mayoría del pueblo? No luce razonable, de allí que recurran a cualquier estratagema traída por los pelos para impedir la realización del Referéndum Revocatorio. En contra de toda lógica convencional que en un análisis, fuera de contexto, pareciera indicar que su celebración les permitiría ganar tiempo; aliviar tensiones; aquietar los ánimos.

¿Ganar tiempo para qué? Ya ellos se hicieron esa pregunta y la respuesta es evidente: en cualquier escenario en un futuro inmediato les irá peor. ¡El Tiempo del Futuro ya se lo gastaron! Corrieron tanto la arruga, alienados por una explosiva mezcla de irresponsabilidad, ineptitud, insensibilidad social y crueldad, que alcanzaron el punto de no retorno en el que es imposible aliviar tensiones y aquietar los ánimos de un pueblo hambreado. Ellos, perfectamente, lo saben. Conocen al detalle las verdaderas cuentas de la República. Esas que seguro estoy estarán en un saldo mucho más rojo que el que cualquiera se pueda imaginar, porque eso es en síntesis lo que han sido ellos: ¡dilapidadores; ladrones; ocultadores y tergiversadores de la realidad!

Por eso, pensemos bien, pongámonos en su lugar. Opción preferida: Dejar el poder a consecuencia de un coup d’état. Deben estar trabajando para que sea lo suficientemente blando que les permita exiliarse en sus respectivos paraísos de refugio político donde eso de ser perseguido sea algo muy relativo, con sus familias y una jugosa cantidad de extraídos recursos fiscales en buen resguardo.  Sueñan desde ya con incorporarse  a esa narrativa política anacrónica, tipo allendista, de la izquierda bien intencionada que trabajó denodadamente en favor de los más pobres; que su logros y avances eran tan notables que tenían que ser detenidos por una infernal guerra económica, maquinada desde los palacios del maligno imperio, porque si no se convertirían en referencia universal; que estaban derrotando a los infames capitalistas porque, aún en medio del fragor del heroico combate, producían alimentos suficientes para exportar a tres países y la FAO se los había reconocido; que….que, finalmente, el Imperio, no teniendo más remedio, habíase visto obligado a urdir y ejecutar el nefasto golpe de estado en su contra, pero que ellos volverán.

No sé si los acontecimientos den para que puedan incorporar a su épica fabulada la participación protagónica en el golpe del Gran Jefe de los adecos, aquellos cuyas cabezas su profeta había prometido freír, pero que por bondadoso no había honrado su promesa y fíjate con qué maldad retribuyeron tan piadosa conducta. Este es el relato político en el que ellos desean verse como protagonistas y campeones de un retorno que Dios quiera nunca ocurra. Algunos lo soñarán como manifestación de su fanatismo ideológico, los menos, y otros por visualizar en esa “huida hacia adelante” el mecanismo para salvarse de tener que pagar sus deudas con la justicia.

Esta conclusión, que a algunos parecerá un tanto retorcida, es el resultado de mi interpretación hecha, como les dije,  a partir de observar con una intención precisa el comportamiento político externo del Régimen, desde el momento en el que Maduro, en tono amenazante, nos anunció a todos en cadena nacional: ¡Dólares No hay! El tener que admitir esa realidad constituyó para mí un importante hito de reconocimiento de que no podrían evitar lo que ya se encuentra en trágico desarrollo. Por supuesto, que el análisis está contextualizado a una crisis sobre cuya magnitud, naturaleza y evolución dinámica en múltiples ocasiones he escrito. No deseo redundar, pero ya es incontrolable para ellos. No la pueden detener, ni siquiera amortiguar. Sólo les queda buscar cómo operar en los oscuros pasillos de la política para que su “huida hacia adelante” les resulte lo más benigna y conveniente a sus propósitos. El reconocer como motivación política principal del Régimen el “que nos den un Golpe de Estado”, sí, pero con algún margen de negociación o cuota parte de influencia sobre él -o toda-, es un buen punto de partida para el análisis de consecuentes escenarios.


Populismo contra democracia

Populismo contra democracia
                                                             
FRANCESC DE CARRERAS           

No se habla hoy de populismo por una moda desconectada de la realidad, sino porque está ahí, en Europa y en España. Para muchos viejos demócratas españoles, el populismo es hoy una gran tentación: ya que la democracia liberal y pluralista no funciona bien y no se hacen esfuerzos suficientes para regenerarla, demos pasos hacia una democracia populista que será de mejor calidad, más directa y participativa, con el ciudadano como auténtico sujeto.

¿Es ello cierto? Es más, ¿podemos hablar de “democracia populista”? ¿El populismo es una forma de democracia tal como en Europa la entendemos desde la II Guerra Mundial? Pienso que no, creo que el populismo es algo bien distinto, tanto en sus fundamentos como en sus valores y fines. Es más, el populismo es una degeneración progresiva de la democracia misma y, si llega a ganar unas elecciones, siempre intenta hacerse con todo el poder del Estado y cambiar las reglas del juego político para instaurar un sistema distinto que, probablemente, ya no puede ser denominado democrático.

Por todo esto, en España el populismo pone en cuestión la Transición política, considerándola un simple cambio cosmético del franquismo, una mera continuidad del mismo, y se propone iniciar un nuevo proceso constituyente cuyo fin es aprobar una nueva Constitución. El populismo, así, no es una nueva manera de entender la democracia, sino un movimiento que pretende acabar con ella.

Ciertamente, el término populismo ha sido usado con distintos significados en diferentes contextos históricos y geográficos, algo que no es casual. ¿Hay alguna semejanza entre el populismo de los narodniquis rusos del siglo XIX con el fascismo y el nazismo, del anarquismo con el peronismo, del jacobinismo con el nacionalismo, de Pablo Iglesias con Artur Mas? Sin duda la hay, a pesar de tener contenidos tan diferenciados. Lo común a todo populismo no es una ideología substancial —derechas o izquierdas, por ejemplo— sino una estrategia para acceder y conservar el poder, lo cual le permite cobijar ideologías muy distintas, siempre que coincidan en que la causa de todos los males es una y sólo una, sea el zar o el rey, la propiedad, la religión, la oligarquía financiera, las élites políticas o la opresión nacional. Siempre debe ser una causa simple, emocionalmente sencilla de entender y racionalmente difícil de explicar con buenos argumentos.

Si es así, si se trata de algo tan simple, emocional y poco argumentado, ¿cómo es que el populismo prende con tanta facilidad? La razón está en su origen. Se justifica porque el sistema político de un determinado país funciona mal, no soluciona los problemas de amplios sectores sociales ni da respuestas a sus demandas. El éxito inicial de Podemos no se explica sin la crisis económica, el paro, la corrupción política y el desprestigio de los grandes partidos. Por tanto, hay causas para el cambio; la cuestión es si este cambio debe consistir en una reforma del sistema o en una ruptura del mismo.

Ciertamente, el populismo, con sus pretensiones de radicalidad democrática, lo que quiere es cambiar el sistema de raíz aplicando unos criterios muy simples. Se trata de contraponer los malos a los buenos: el mal está en las élites, el bien en el pueblo; el objetivo es que dejen de gobernar las élites y pase a gobernar el pueblo. “Nosotros, los populistas, representamos al pueblo, no porque este nos haya votado, sino porque lo conocemos bien ya que somos parte del mismo y, por tanto, sabremos defender sus —nuestros— auténticos intereses”. Este es el planteamiento inicial, sencillo de comprender por la vía emocional.

¿Quiénes forman parte de las élites? Los grandes poderes económicos, especialmente la banca y las grandes empresas globalizadas, y los políticos que alternativamente van ocupando los sucesivos Gobiernos. A ambos, a empresarios y políticos, a los que forman la casta, los unen intereses entrecruzados que son distintos y contrapuestos a los intereses del pueblo. ¿Y quién forma parte del pueblo? El resto de españoles, aquellos que no son casta, los expoliados por esta, la buena gente perjudicada por la voracidad de las élites económicas y políticas, corruptas por naturaleza. El pueblo, así, está unido porque tiene un enemigo común, la casta, y las contradicciones que pueda tener en su seno son de carácter secundario si las comparamos con la principal: el antagonismo casta/pueblo, élite/gente.

No hay que darle muchas vueltas a la cuestión, resolver el problema es sencillo: basta con que gobierne el pueblo y deje de gobernar la casta, hay que sustituir la una por el otro. Por ello, los populistas empiezan como partido pero enseguida quieren constituir un movimiento, no quieren ser parte de un todo sino el motor de ese todo. El pueblo, aquello que no es casta, no está dividido sino unificado por un interés común: su antagonismo con la élite. Este partido que debe convertirse en movimiento será el único capaz de defender ese interés, de defender al pueblo. Para ello no basta con tener representación en el Parlamento, ser oposición, coaligarse con otros partidos, en definitiva, hacer política: es preciso ocupar el Estado, hacerse con todo el poder, no en vano es el verdadero representante del pueblo.

La siguiente tentación de que el movimiento lo encarne un líder con el argumento de que el pueblo quiere rostros conocidos, confía más en las personas que en las ideas, necesita dirigentes que sólo con mirarles a la cara ya se adivine que se trata de hombres buenos y honrados, igual que quienes forman parte de la casta, sólo también con mirarles, ya se ve que son aviesos y corruptos, simples aprovechados, la pura encarnación del mal. Todo debe ser sencillo, transparente, al alcance de todos, como son la vida y la política en los malos canales de televisión.

La democracia, tal como la conocemos, es lo contrario. Se trata de un sistema político muy defectuoso, necesitado de correcciones, consciente de que nunca alcanzará la perfección. En la democracia, nada es sencillo sino que todo es complejo, es lenta en sus actuaciones pero segura en sus decisiones, tomadas tras un proceso público racional y argumentativo. Para la democracia, el pueblo no es un todo unificado sino un conjunto plural de personas y grupos con intereses diversos, conflictos internos continuos que, precisamente, intentan resolverse por las vías democráticas previstas, mediante componendas a veces nada fáciles. El Estado, por su parte, es un conjunto de órganos sometidos a normas jurídicas, no representa al pueblo —sólo uno de estos órganos, el Parlamento, es su representante—, y cada órgano emite mandatos vinculantes y, además, se controlan mutuamente desde el punto de vista político —el Parlamento al Gobierno— y jurídico —los jueces y magistrados a todos los demás—.

Por tanto, la democracia no es sólo el poder del pueblo sino, además, un sistema orgánico de controles mutuos. Las decisiones políticas no son producto de una sola voluntad sino de un proceso en el que actúan voluntades diversas con funciones —legislativas, ejecutivas y jurisdiccionales— muy distintas. Para la democracia el Estado es un engranaje complejo, un instrumento cuyo único objetivo es que las personas sean libres e iguales. Para el populismo, el Estado es un instrumento que conoce previamente cuáles son los intereses del pueblo y, por tanto, no necesita debates ni controles para garantizarlos.

El Estado democrático, además, es liberal, es decir, su objetivo sólo es asegurar la igual autonomía de los individuos; el Estado populista tiende a ser totalitario, es decir, sabe de antemano aquello que conviene a estos individuos y utiliza su poder para tomar las decisiones oportunas sin necesidad de utilizar procedimientos para consultarlos. No se trata, pues, de dos formas de gobierno distintas, sino de dos formas de Estado diferentes: la una, democrática, y la otra, no.

Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.


sábado, 11 de junio de 2016

¿Gobierno y oposición renunciaron a la política?


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Nelson Acosta Espinoza

Bien, amigos lectores, se profundiza cada día más la crisis económica y social que confrontan los venezolanos. La población se encuentra experimentando situaciones absolutamente inéditas en la historia del país. Analistas, como Juan Vicente León, afirman que un deterioro de este calibre solo puede compararse con lo sucedido en el marco de la guerra federal. En un reciente artículo publicado en el portal Prodavinci señala lo siguiente: “Con una caída brutal de la producción, sumada a una reducción severa de las importaciones, es obvio que no hay productos suficientes para abastecer el mercado. La escasez en Caracas supera el 82% en los anaqueles y 40% en los hogares. Y es la ciudad mejor abastecida del país”.

En paralelo la conflictividad social va en aumento. La ONG que se encarga de monitorear esta situación (OVCS) apunta que en el mes de mayo “se registraron 172 protestas en rechazo a la escasez y desabastecimiento de alimentos que representan 320% más con respecto a igual mes de 2015”. Igualmente, los saqueos en contra de abastos, supermercados y establecimientos comerciales van en aumento. Todos estos acontecimientos ocurren en el marco de un significativo desequilibrio fiscal. El déficit alcanza a un 20% del PIB; inflación de tres dígitos; reducción significativa de las importaciones y contracción del PIB en más de 40% en el lapso que cubre el gobierno de Maduro.

En forma resumida este sería el contexto social y económico en donde se desplegarían las acciones de naturaleza política. Aquí, amigo leedor, me voy a permitir hacer una digresión de naturaleza teórica. Esta breve incursión me parece útil para intentar comprender la coyuntura y visualizar los escenarios futuros.

Me atrevería afirmar que la política se encuentra ausente en el tablado actual del país. Bien, ¿qué queremos decir? ¿Explica esta ausencia el incremento sostenido de los actos de violencia?

En lo que sigue intentaré esbozar una respuesta a estas interrogantes. Entiendo por política el ámbito a través del cual se administran y morigeran los conflictos que siempre se derivan de los antagonismos que son consustanciales con lo político. En toda sociedad existen controversias (económicas, sociales, étnicas, culturales, etc.) que separan a sus distintos grupos (lo político). La consensualidad y el equilibrio se restablecen a través del accionar de la dimensión política. Tengo la impresión que la oposición en Venezuela asume que las viejas reglas de la política son apropiadas para enfrentar estos inéditos niveles de conflictividad que se encuentran presentes en la Venezuela de hoy día.

Voy a intentar explicar la afirmación anterior. Estamos en presencia de una doble complejidad. Por un lado, el gobierno ha decidido no impulsar la vía de los acuerdos como instrumentos para dar salida a la actual crisis. Ha renunciado a la política y está permitiendo que la conflictividad inherente a lo político emerja en forma brusca y violenta. De ahí su estrategia de evitar, a toda costa, la celebración del referéndum revocatorio. Suena duro, pero en mi opinión esa es la realidad. La oposición, por el otro lado, tiende a observar esta situación con los viejos instrumentos hermenéuticos a través de los cuales interpretaba la realidad en la IV república. Sus insuficiencias unitarias podrían ser atribuidas a su envejecida narrativa que no descifra apropiadamente  la excepcionalidad de la actual coyuntura política. De ahí su dificultad para convertir el actual descontento social en movilización masiva con el propósito de garantizar el referéndum y las elecciones de gobernadores.

¿Qué hacer desde el campo democrático? Esta interrogante no se despeja con facilidad. Y, es así, debido que estamos asistiendo a un cambio brusco de época. A lo cual debemos agregar la devaluación de los instrumentos del accionar político del pasado. En la búsqueda de respuestas, en consecuencia,  se requerirá de mucha imaginación y originalidad.

Un punto de partida pudiera ser  iniciar la construcción de un relato que rompa con la polarización (gobierno/oposición). Seria indispensable, entonces, elaborar iniciativas de naturaleza transversal que puedan dotar de un nuevo sentido a la política y, en este orden de ideas, crear las bases para la construcción de un nuevo sentido democrático que supere a los que predominaron en la IV y V república.


Aquí vale acuñar la frase de Simón Rodríguez: “inventamos o erramos”.