Humberto García Larralde
Es aborrecible la crueldad con que los jerarcas del chavismo se niegan a cambiar sus políticas, no obstante el terrible sufrimiento causado a sus connacionales. No les importa las inmensas colas que se forman a diario frente a supermercados en espera de uno que otro alimento a precio regulado, ni el tormento provocado por el hambre, que lleva a muchos a tomar carreteras o a acciones aun más desesperadas. Tampoco levantan la ceja ante los relatos documentados, cada vez en mayor número, sobre niños (u otras personas) fallecidos que hubiera podido salvarse de existir los medicamentos y/o las disponibilidades de tratamiento en hospitales y clínicas. Les tiene sin cuidado robarles años de vida a jóvenes inocentes que condenan a prisión con juicios amañados, ni la humillación y la tortura a que han sido sometidos en manos de sus captores. La única respuesta que obtenemos ante tanta injusticia es la represión con saña a quienes la protestan.
El chavismo pretende absolver su criminal responsabilidad ante esta tragedia con la estúpida excusa de una “guerra económica” que ni ellos mismos creen. Además, se burlan de los sentimientos y de la inteligencia de los venezolanos con declaraciones cínicas como la de que aquí “no hay ninguna crisis humanitaria” (Bernardo Álvarez), que Venezuela importa alimentos suficientes “para abastecer tres naciones” (Delcy Rodríguez), que la escasez de medicamentos es culpa de los venezolanos porque “los usamos irracionalmente” (Luisana Melo) y con otras manifestaciones de desprecio a nuestra dignidad y condición humana, que nos hace hervir la sangre. Para mayor provocación, el presidente Maduro niega la ayuda humanitaria de organismos internacionales como Cáritas, para no dejar entrever el fracaso de su “revolución” en atender los padecimientos de sus gobernados.
En cualquier régimen democrático, la profundidad de una crisis como la que agobia hoy a la familia venezolana hubiera obligado al gobierno a enmendar sus desastrosas políticas y a buscar ayuda. Pero Maduro permanece inmutable. ¿Por qué tanta maldad? Su gobierno no es democrático, pero esta observación, por sí sola, no responde satisfactoriamente la pregunta. Claro está, el fascismo no se caracteriza por ser precisamente humanitario, pero queda la interrogante respecto a qué cosa hace que los fascistas, como individuos, exhiban tanta crueldad al provocar el sufrimiento de sus congéneres. ¿Por qué tanta sevicia de parte de quienes detentan el poder?
Una primera explicación estaría en la “selección adversa” de los que terminan conformando la estructura de poder en este tipo de regímenes. Cuando se destruyen las instituciones y el manejo personalista y discrecional de la cosa pública desplaza las reglas de convivencia basadas en el respeto a los derechos humanos, la rendición de cuentas y el equilibrio de poderes, y cuando todo se subordina a la concentración de tal poder, cobra peso la lealtad para con el líder y la disposición por cumplir de manera implacable sus órdenes a la hora de ocupar posiciones de mando, por encima de toda consideración ética, moral o humana. Los “incentivos” en tal hervidero premian a los
más inescrupulosos, a las mentes verdaderamente enfermas. Jorge Rodríguez pues, quien se deleita provocando a los venezolanos y manifestando gozo por los atropellos a que son sometidos.
Una segunda explicación, no incompatible con la anterior, estriba en la defensa de las enormes fortunas y privilegios acumulados, que se ven amenazadas por el avance de las fuerzas democráticas. Es la conducta despiadada del mafioso, dispuesto a actos de violencia para preservar su exclusivo “coto de caza”. Ello conecta con las pasiones violentas con que, en sociedades primitivas, se dirimían los conflictos entre personas. Es el reino de la barbarie, en el que sobresale un Diosdado Cabello, pero también aquellos generales señalados de traficar drogas y otras pillerías.
Pero quizás la explicación que viene más al caso está en lo que Hannah Arendt denominó la “banalidad del mal”, refiriéndose al caso de Adolf Eichmann. Este funcionario nazi fue responsable de la logística de envío de los judíos a su muerte en los campos de concentración a través de las redes ferroviarias europeas. Capturado en Argentina, es llevado a juicio en Jerusalén en 1961. Arendt, enviada a cubrir el proceso para la revista The New Yorker, encuentra, no al monstruo sanguinario y demoníaco que esperaba la opinión pública, sino a un hombre gris que alegaba que simplemente cumplía con su trabajo. Registra a un sujeto totalmente carente de criterios morales con los cuales distinguir entre el bien y el mal, quien admitía que volvería a cumplir con sus deberes si las circunstancias se repitieran. Pero la “banalidad” con que fue ejecutado tanto horror contra el pueblo judío expresaba una perversidad diabólica, la de estar alienado a un mal profundo, absoluto; el que justifica el aplastamiento y liquidación del ser humano en nombre de un supuesto fin trascendente, superior. Lo espantoso de la observación de Arendt reside en que cualquier persona insulsa que tomamos como apacible vecino podía sucumbir a convencimientos ideológicos que lo impulsaran a cometer este tipo de crímenes, ¡con la conciencia “limpia”! Se impone la razón de secta, llámese Inquisición, Islamismo radical (ISIS) o “revolución” fascio-comunista, sin consideración alguna por el sufrimiento de la población.
Maduro, escasamente capacitado para conducir un país, puede sentirse reconfortado por no tomar decisiones y evadir los cargos de conciencia ante tamaña irresponsabilidad al repetir ad nauseaum los clichés malamente aprendidos. Es el poder balsámico de la ideología sobre la mente de quienes cometen estas transgresiones. Lo insólito es que la autocomplacencia así construida, manipulando de forma maniquea símbolos patrioteros a su favor, hacen sentir a Maduro y su combo poseedores de una superioridad moral sobre sus detractores (¡!). Cabalgando el proceso corrupto que forjaron, se burlan de las aspiraciones legítimas de cambio de las mayorías, violando el espíritu y la letra de la Constitución, para entorpecer, con triquiñuelas de la más baja estofa, la realización del referendo revocatorio. Carecen absolutamente de los criterios éticos y morales que llevarían a respetar al otro, a sus aspiraciones, y a sentir alguna empatía para con sus padecimientos.
Pero todo esto los tiene sin cuidado, ¡porque ellos obran en nombre de una revolución que defiende al “pueblo” y asegura la justicia a los más humildes!
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