Asdrúbal Romero M.
Por estos días leo de nuevo a Juan Carlos
Méndez Guédez. La que creo es su última novela: “Y Recuerda Que Te Espero”. En la página 38 leo un pensamiento que es el
condensado de una sensación que experimenta su personaje principal: “A lo
mejor hubo aquí una guerra que nadie ha visto, que está siendo y nadie nombra”.
Lleva días hospedado en mi cerebro y, por lo visto, se niega a abandonarlo.
Fermín, así se llama, es
un venezolano que muy poco ha vivido en Venezuela. Conserva entre sus
pertenencias una foto de su infancia tomada en Barquisimeto. No recuerda si fue
su padre, un diplomático de carrera, quien se la tomó. Su vida atraviesa un
momento crucial, quizás de desengaño, uno de esos momentos en los que sientes
un inexplicable llamado a reencontrarte con tus orígenes. Ya casi sepultados en
el fondo de su memoria inconsciente. Emprende su viaje desde New York, entra
por Maiquetía y así comenzamos a acompañarle en su sutil descripción del país
con el que se encuentra.
Pero su voz narradora la
dictan unos ojos normales, como los de cualquier ciudadano de un mundo del que
los venezolanos nos hemos distanciado a rauda velocidad. Unos ojos externos, no
acostumbrados a percibir como normal una chocante realidad esculpida a lo largo
de un proceso que lleva más de dos décadas. A la que ya nos hemos habituados.
Por eso su visión es como la de Superman: tiene el poder de ver lo que ya
dejamos de ver. Preocupados, como todos andamos, por los nuevos desafíos que nos
deparará una realidad que no se detiene en la degradación de nuestras vidas.
Todo lo contrario: avanza inclemente con una rapidez que supera al asombro de
la inmensa mayoría.
De esta reflexión surge
el poderoso impacto sobre mi conciencia del
pensamiento casi profético de Fermín- Juan Carlos. ¿Será que nos
encontramos en medio de una guerra de la cual no hemos tomado conciencia ni
cuándo ni cómo comenzó? ¿Cuándo mutó de “Revolución” a Guerra?
Debo suponer, en atención
a los tiempos asociados a la gestación y publicación de una novela, que la
realidad detectable en el tiempo de aquel imaginario viaje de su alter ego
distaba un mundo de lo mal que estamos ahora.
Aun así, en su cerebro se disparó la neurona responsable del
reconocimiento de un patrón con un tenebroso poder prospectivo. Cuando un
taxista le lleva a recorrer por la noche los alrededores del Parque Ayacucho,
en su extraña intención de rememorar una fantasmagórica leyenda urbana, Fermín
comienza a recordar su paseo, años atrás, por el Argel de Camus casi destruido.
Es cuando se produce la asociación. Oxidadas conexiones neuronales, soldadas al
calor de ese conocimiento vivencial que nunca se olvida, operan para producirla
de manera casi inconsciente. Como si fuese una pompa de jabón, el pensamiento
invocado por una “sensación tenuemente parecida” sube desde la profundidad a su
nivel de conciencia. No encuentra a la dama fantasma, sólo ese terrible
pensamiento sobre una guerra que está siendo y nadie nombra. Es el invalorable
aporte de unos ojos externos cargados de cultura.
No se trata de presentar
el análisis crítico de una novela, ni de hacerle propaganda aunque mucho se la
merezca. Sino de destacar el impacto de la interrogante que me suscita su
poderoso pensamiento. Me ha aportado una perspectiva distinta sobre cómo
gestionar en mi mente este conflicto. Ahora, cuando el fantasma del hambre
comienza a tocar, amenazadoramente, la puerta de hogares que, otrora, se
consideraron de clase media –imaginemos lo que debe estar ocurriendo en
estratos más desprotegidos-, reitero la pregunta, ya con escaso valor
prospectivo comparado con el que ha quedado plasmado en la novela: ¿No será que
estamos inmersos en una guerra que nadie quiere reconocer por su nombre?
Es una pregunta para ser
respondida desde la soledad de cada cual. Piense en su calidad de vida, cuando
todo esto comenzó –si no puede determinar con precisión su inicio, escoja una
fecha de su preferencia-. Piense en el potencial que tenía para hacer planes
sobre su futuro y el de sus hijos. ¿Cuánto le queda de todo aquello? Si alguna
persona, o un grupo de personas, le hubiese infligido una pérdida tan grande,
como la que usted, seguramente, ha valorado: ¿No se sentiría agredido? ¿No se
habría declarado en un estado de conflicto directo con esa o esas personas?
¿Habría sido un exabrupto reconocer que le habían declarado la guerra?
La agresión ha sido y
está siendo incuantificable e injustificable.
Nos tomará muchos años recuperarnos del daño que nos han ocasionado. Y
este no se detiene. Continúa. Pueden hacer una proyección sobre lo que nos
viene en el corto plazo, ¡así salgamos de este gobierno ya! No vienen barcos
cargados con comida. Ni medicamentos. Los industriales, ganaderos y
agricultores lo dicen a viva voz: no podemos producir sin materia prima. Ni
insumos. Ni equipos. Ni repuestos. El
Presidente lo dice, casi con orgullo, como si fuese nuestra culpa: dólares no
hay. Cuando la hambruna se extienda, están preparados para decirnos que ellos
nos lo advirtieron. Que es nuestra culpa que nos muramos de hambre por no haber
sembrado unas cuantas maticas de cilantro en algún rincón de nuestras
viviendas.
Para mí no hay duda. Debo
reconocer que me han conducido hacia un estado de guerra, aunque no disponga de
armas: sólo palabras. Me importa un comino que unos tipejos irresponsables,
desvergonzados, me hagan parte de una conspiración golpista. Están plenamente
conscientes del perjuicio que han causado y no quieren pagar por ello.
Continúan causándolo. Saben de los setenta saqueos por mes este año. Del
estallido social en pleno desarrollo. De los niños y neonatos que mueren
diariamente en los hospitales. Si tuvieran aunque fuese un ápice de vergüenza,
renunciarían.
Pero no, han decidido
atrincherarse en el poder. Y escudarse detrás de una narrativa política
golpista, que ya no tiene ningún sentido. En el exterior lo saben. Las
circunstancias son demasiado extremas. Ya lo que está en juego es la vida
misma, la subsistencia. Quisiera, en consecuencia, que a nuestros
representantes de la oposición también les importara un comino la fulana
acusación de golpismo, con la que, lo poco que queda de Régimen, desea enmarcar
el cuadrilátero político. ¡A vaina tan descaradamente fofa! Quiero líderes para
la guerra, que asuman, sin tapujos, que de este gobierno hay que salir ya. ¡Que ya: es tarde! Las razones
abundan y son demasiado contundentes.
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