El 26 de febrero, Mitzaida Berroterán, madre de Oliver Sánchez, un niño de ocho años con un linfoma de Hodgkin, decidió asistir a la protesta de los enfermos convocada el día siguiente en la Plaza Venezuela. Era una forma de protestar por la tragedia que significa en estos días enfermar de gravedad en la nación sudamericana ante la carestía de medicinas. Mitzaida lo recordaba el jueves pasado, en el funeral de su hijo, fallecido el martes tras una suma de complicaciones que ilustran la crisis hospitalaria de Venezuela.
Las semanas previas habían sido para Mitzaida, que empuña un crucifijo de madera y usa una gorra azul del Capitán América (el personaje de Marvel que encantaba a su hijo), la concatenación de todas las malas noticias. Su madre, Hilaria Machado, diagnosticada con cáncer de mama hace una década, había descubierto que no estaba curada y el tumor se había expandido al hígado y los pulmones. A su prima Skeila le habían hallado un tumor maligno en el colon. Y estaba el caso de su Oliver, cuyos médicos dictaminaron en noviembre, tras 40 días de fiebre, que el niño de ocho años tenía un linfoma de Hodgkin.
“Los médicos eran optimistas. Decían que los niños superaban ese problema de salud en la mayoría de los casos”, dice Mitzaida. Pero ese pronóstico se cumple siempre que el paciente tenga los medicamentos que necesita. La familia tenía una mala referencia en medio de la pavorosa escasez de Venezuela. A Hilaria Machado le costaba lograr Tykerb, el medicamento recetado para su caso. Al cambiarle el tratamiento, empeoró. Oliver había tenido más suerte. Aunque jamás consiguieron todas las medicinas en la farmacia, pudieron ubicar lo que necesitaban lanzando llamados desesperados en las redes sociales.
Al regresar a casa de Mitzaida, Hilaria y Oliver se prepararon para la protesta. Oliver escribió sobre un pliego de cartulina: “Quiero curarme, paz y salud”. La mañana siguiente, aunque temeroso por la cantidad de policías que veía alrededor, el niño se apostó a la vera de la fuente con su cartel. “Él era muy consciente de su enfermedad, pero quería sobrellevarla sin tanto sufrimiento”, dice Mitzaida. Oliver llevaba el cabello al rape tras dos sesiones de quimioterapia y una mascarilla, como había indicado el médico para evitar un resfriado con las defensas bajas. Cuando fue fotografiado, la imagen simbolizó el drama de todos los que no consiguen medicamentos en Venezuela.
Después de aquella protesta, a Oliver se le inflamaron los ganglios. Los exámenes de sangre determinaron que los valores estaban fuera de rango. Los médicos decidieron establecer un nuevo tratamiento, más agresivo, e incrementar el número de sesiones de quimioterapia. Los padres necesitaban esta vez conseguir un antibiótico, Bleomicina, y Procarbazina, que inhibe el crecimiento de las células cancerosas. Otra vez acudieron a las redes y a la búsqueda frenética del medicamento. De nuevo lo obtuvieron.
Pero el miércoles 20 de abril, tras tres días de elevada fiebre, Oliver convulsionó. Los padres, que ya se habían quedado sin dinero para llevarlo a una clínica privada, lo llevaron a la sala de urgencias del Hospital Elías Toro. Los médicos de guardia le recetaron Epamin y Trileptal en solución. No pudieron darle la dosis completa de Trileptal. Alguien había guardado en una gaveta olvidada 250 centímetros cúbicos del medicamento —necesitaba 500— y le administraron esa cantidad de momento. Ya en la noche, los padres consiguieron Epaminpara estabilizarlo. Oliver estuvo 22 días hospitalizado porque una punción lumbar determinó que estaba contagiado con meningitis bacteriana, una inflación de la membrana que recubre el cerebro. En este tramo del padecimiento, tras tantas idas y venidas, los padres del niño suponían que había podido contraerla en cualquier parte. Sintieron que no valía la pena hacer conjeturas y se dedicaron a hacer otro esfuerzo para conseguir el tratamiento que impidiera que la suma de todos esos padecimientos siguiera dilatando la aplicación de la quimioterapia.
Oliver pudo salir del hospital Elías Toro, al oeste de Caracas, porque el médico consideraba que el ambiente no le favorecía. Pero el 12 de mayo, casi ahogado entre sus propios esputos, recorrió tres salas de urgencias antes de caer en coma. En el primero, el Hospital Pérez Carreño, el más importante del oeste de Caracas, no había camas de terapia intensiva para niños. En el segundo, de vuelta en el Hospital Elías Toro, pasó toda la noche esperando una cama. Pero Mitzaida y Alexis Sánchez, su padre, se prepararon como si ese periplo solo fuera un obstáculo más. No solo les tocaba ir y venir en pos de las medicinas, sino procurarse sobre todo los utensilios de limpieza, también escasos debido al control de precios y la disputa del Gobierno chavista con la transnacional líder que los fabricaba. “Yo llevaba cloro para limpiar su lecho y evitar que él usara los baños. Era un horror”, afirma Mitzaida.
Después de sacar cuentas lo llevaron a la clínica privada que podían sufragar sus menguados bolsillos. Allí murió Oliver el 24 de mayo. Pese a ser tendencia en las redes sociales, su funeral fue casi clandestino. A los atribulados padres los acompañaban familiares, afectos cercanos y compañeros de trabajo. Nadie convirtió este fallecimiento en la excusa para atacar al Gobierno de Nicolás Maduro. Era una resignación triste y una ocasión para recordar que la muerte de un niño invierte el curso de la vida.
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