La historia
política de los dos últimos siglos parecería reducirse a una especie de
enfrentamiento metafísico entre izquierdas y derechas. Lo que empezó siendo
solo el reflejo de una coyuntural ubicación espacial en la Asamblea Nacional
francesa de 1789, izquierda y derecha del salón de sesiones, ha acabado
convirtiéndose en expresión de dos formas de ver y entender el mundo que
abarcaría todos los aspectos de la vida individual y colectiva. Una manera de
ser tanto como un posicionamiento ideológico.
Visión maniquea
que recrea el enfrentamiento entre los hijos de la luz y los hijos de las
tinieblas de la retórica cristiana. Una forma teológica de entender la política
sorprendente en el contexto de sociedades desacralizadas para las que el marco
de los debates debiera ser el de una discusión racional sobre medios y fines y
no el de un pensamiento mítico con el bien y el mal como protagonistas. Más, si
consideramos que los conflictos políticos difícilmente pueden ser reducidos a
un enfrentamiento dicotómico global. Los posicionamientos no son respecto a una
sola variable sino a varias y con líneas de fractura no siempre coincidentes.
El sociólogo alemán Claus Offe propone, para el caso del mundo
contemporáneo, distinguir entre conflictos interest-based (reparto
de recursos),ideology-based (derechos y organización social) eidentity-based (definiciones colectivas).
Tenderían a solaparse pero sin definir campos homogéneos. Una misma persona,
grupo o partido puede ubicarse en un conflicto de un lado y del contrario en
otro; a la izquierda sobre reparto de recursos y a la derecha sobre
definiciones colectivas y/o derechos y organización social. No solo puede sino
que en muchos casos es lo habitual. Los afiliados, simpatizantes y votantes de
los distintos partidos políticos no se ubican en un continuum de extrema izquierda a extrema derecha,
o viceversa, sino en puntos distintos según la variable que se tome en
consideración.
Un dilema que,
en la práctica, se resuelve en función de cuál de los tres tipos de conflicto
se convierta en hegemónico y, como consecuencia, en eje de los posicionamientos
políticos tanto de electores como de partidos. En un debate polarizado en torno
al reparto de recursos y/o derechos y organización social difícilmente los
grupos que apoyaron la investidura de Carles Puigdemont como presidente de la
Generalitat habrían estado del mismo lado; sí, que es lo que ha ocurrido, en
uno polarizado en torno a definiciones identitarias.
No se trata de
una discusión académica sobre categorías de análisis sino de un problema con
importantes implicaciones prácticas. Entre otras, el cuestionamiento de esa
especie de lugar común de que no se puede ser nacionalista y de izquierdas. No
solo se puede sino que en las últimas décadas ha sido lo habitual. El discurso
identitario, en su versión nacionalista, ha desempeñado un papel determinante
en la mayoría de los movimientos de izquierdas de la segunda mitad del siglo
XX, desde Fidel Castro a la izquierda abertzale. Otra
cosa es que esta deriva identitaria pueda resultar sorprendente en una
izquierda que, aunque nacida definiéndose respecto a derechos y organización
social (1789), encontró desde muy pronto sus señas de identidad en la búsqueda
de mejores condiciones de vida para las clases trabajadoras, reparto de
recursos y, de manera secundaria, derechos y organización social; no en las
definiciones colectivas, consideradas patrimonio de la derecha. Una deriva cuya
posible explicación habría que buscar en la importancia que lo identitario ha
ido adquiriendo en los conflictos políticos del mundo contemporáneo, desde la
guerra de los Balcanes al yihadismo islámico. No sería tanto un problema de la
izquierda como de evolución política general. Aunque dejaría sin explicar por
qué en los conflictos identity-based los
posicionamientos de la izquierda se han ido decantando por un organicismo
identitario, de marcada matriz conservadora, que contradice buena parte de su
trayectoria anterior.
Pero no es este, a pesar de su importancia, el aspecto que me interesa aquí
sino otro que tiene que ver con las políticas de pactos en Parlamentos
fragmentados, como el recientemente disuelto español y, probablemente, como el
que vaya a salir de las elecciones de junio. Momentos en los que las lógicas de
división izquierda/derecha tienden a jugar un papel determinante. Es lo que ha
ocurrido en las fracasadas negociaciones para la formación de Gobierno en las
que desde el primer momento se dio por entendido que los acuerdos solo eran
deseables, y posibles, entre partidos que compartieran fronteras ideológicas,
PP-Ciudadanos, Ciudadanos-PSOE, PSOE-Podemos…; no entre aquellos en los que
hubiese que saltarse un escalón partidario, Ciudadanos-Podemos o PSOE-PP.
Recurriendo incluso en muchos casos a la dicotomía maniquea más estricta, con
alianzasnaturales, partidos del mismo campo ideológico, y antinaturales, de campo ideológico distinto. No han
sido pocos, de hecho, los que han considerado el pacto PSOE-Ciudadanos
antinatural o, peor todavía, prueba de que uno de los dos, dependiendo desde
donde se hacía el análisis, se había pasado al lado del mal. El único acuerdo
posible, y deseable, habría sido el de PP-Ciudadanos o PSOE-Podemos. El
bipartidismo elevado a la categoría de teología política: existen dos partidos
al margen de lo que los electores digan.
Una división
dicotómica que es más una construcción narrativa que una realidad. Tanto los
partidos políticos como sus electores tienen posicionamientos distintos en
función del tipo del conflicto de que se trate. Es posible que la cercanía
entre el PSOE y Podemos respecto al reparto de recursos haga de ellos aliados
naturales. Pero solo en este campo, no en otros como el de la definición
identitaria en el que la incompatibilidad de sus propuestas es casi absoluta.
Serán, como consecuencia, aliados naturales o no en función de lo que ambos
consideren prioritario en cada momento, organización de un referéndum en
Cataluña o derogación de las leyes laborales del PP; también de las estrategias
para desplazar, eliminar o fagocitar al otro, pero ese es obviamente otro
problema.
Cada partido representa
alternativas globales que dan respuesta no a uno sino a múltiples aspectos de
la vida individual y colectiva. La negociación de alianzas poselectorales, como
consecuencia, no consiste tanto en buscar puntos de encuentro entre propuestas
distintas como en privilegiar aquellas en las que hay coincidencia dejando para
mejor ocasión las que no. No hay aliados naturales sino acuerdos coyunturales
en función de las prioridades de cada momento. La política como una actividad
racional y no como una teología sentimental.
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