sábado, 19 de marzo de 2016

Béisbol, diplomacia y tragedia*



Los dos primeros países del mundo donde se jugó beisbol fueron Estados Unidos y Cuba y, desde el siglo XIX, el deporte que los cubanos llamamos “el juego de pelota” forma parte intrincada de la espiritualidad e imaginarios de ambos países. Sin el beisbol no se podría contar la historia de ninguna de las dos naciones, porque el beisbol está en el alma y la identidad de estos países tan próximos y en ocasiones tan distantes. En Cuba, por ejemplo, se dice que según esté su pelota así está el país…
Tras el anuncio de la visita del presidente Barack Obama a Cuba como parte del proceso de fortalecimiento de las retomadas relaciones diplomáticas bilaterales, todas las informaciones coinciden en asegurar que durante su estancia en La Habana el presidente participará del juego de exhibición de los equipos de de los Rays de Tampa y la selección nacional cubana. Obama, dicen, tendrá el honor de lanzar la primera bola de ese evento deportivo, que alcanzará, de inmediato, proporciones históricas y alto valor simbólico dentro de la nueva diplomacia. Porque, definitivamente, el juego de pelota es algo muy serio para los que nacimos a uno y otro lado del Estrecho de La Florida. Y porque el beisbol ha sido una de las muchas manzanas discordantes en las relaciones entre los dos países en las últimas seis décadas.
La última vez —luego de una pausa de cuarenta años— que un equipo del circuito profesional de las Grandes Ligas norteamericanas visitó Cuba fue en 1999. En aquella ocasión, como en muchas otras a lo largo de estos años de tensión, los partidos celebrados se vivieron por los directivos y jugadores cubanos como batallas de una guerra. Porque todavía en ese momento la rivalidad política entre los sistemas se expresaba incluso a través de los conceptos de la práctica deportiva, encarnada en la existencia o no de profesionalismo y de mercado. A una victoria por bando se cerró aquella exhibición y para el sistema deportivo cubano el juego ganado fue una demostración de la estatura y competitividad de la fórmula socialista.
Y es que desde la década de 1960, cuando el gobierno cubano decretó la eliminación del profesionalismo deportivo, cada desafío sostenido por los amateurs cubanos y los también amateurs norteamericanos, devenía una manifestación de rivalidad deportiva e ideológica. Los éxitos cubanos en campeonatos panamericanos, mundiales e incluso Juegos Olímpicos (Barcelona 92 y Atlanta 96), servían para reafirmar el éxito de un concepto deportivo, económico y social.

Sin embargo, con los cambios políticos globales que se suceden tras la caída del Muro de Berlín, también en el deporte cayeron murallas, como las que separaban a amateurs y profesionales en casi todas las disciplinas competitivas. Entonces a los cubanos les tocó enfrentar a jugadores de un nivel más alto que el confrontado hasta entonces… Y las habituales victorias comenzaron a ser más difíciles y, en los últimos años, incluso raras. Pero, casi al mismo tiempo, había comenzado un proceso interno en Cuba que hoy ha alcanzado proporciones de crisis: la salida de peloteros en busca de contratos en ligas profesionales. Si en las décadas de 1960 a 1980 la fuga de talentos prácticamente no existió, a finales del pasado siglo comenzó un goteo de jugadores, para llegar a convertirse en los tres últimos años en un torrente. Hoy se calcula que en este lapso han sido más de doscientos beisbolistas de la isla los que han salido de Cuba por los medios más disímiles en busca de oportunidades en el béisbol profesional.

Esta situación, que ha permitido a varios atletas cubanos alcanzar éxito deportivo y económico en el béisbol más competitivo del mundo, a su vez ha entrañado diversas tragedias. La esencia problemática de la relación de los jugadores de la isla con la mayoría de los circuitos regidos por el sistema de las Grandes Ligas ha estado en la imposibilidad de pretender un contrato en calidad de ciudadanos cubanos, vetados por la Ley del Embargo. Así, para que un cubano pueda aspirar a competir en el béisbol rentado norteamericano resulta indispensable que salga del país y adopte la residencia de una tercera nación. Para conseguir esta posibilidad los peloteros han agotado todos los caminos, desde la deserción durante alguna competencia en el extranjero (considerada en Cuba una traición política) hasta la salida clandestina. Ambas soluciones, como es previsible, entrañan mil peligros y ambas han propiciado en más de una ocasión que los talentos cubanos hayan tenido que pactar con traficantes de personas, relacionados con traficantes de contratos, personajes que en ocasiones han llegado a poner en peligro hasta la integridad física de los atletas.
No obstante esos riesgos y la condena política interna que conlleva, los jugadores cubanos siguen optando por la búsqueda de una mejor suerte deportiva y económica. La diferencia entre ganar cincuenta dólares mensuales por jugar en Cuba y cientos de miles o millones cada año en los circuitos profesionales es demasiado poderosa y escapa al poder de los discursos políticos. En las últimas semanas quizás el suceso que más ha conmovido a Cuba ha sido la deserción durante un torneo desarrollado en República Dominicana de dos peloteros, por demás hermanos: uno de ellos considerado el mejor jugador que permanecía en la isla y el otro uno de los más cotizados prospectos del país. Esta fuga ha sido la guinda en uastel que ya estaba horneado: la crisis del béisbol que se juega en Cuba ha tocado una profundidad en la que no estuvo ni cuando se abolió el profesionalismo y centenares de jugadores perdieron la posibilidad de competir en el país.
Mientras se producía este descenso, varios peloteros triunfaban en diversas ligas, demostrando la calidad del jugador cubano. Y, ante las tragedias que antecedían o rodeaban esos éxitos, la estructura de las Grandes Ligas y la Federación Cubana de Beisbol comenzaron unas complejas conversaciones en busca de la única solución posible: la licencia especial del Departamento del Tesoro norteamericano que permita la contratación directa de los jugadores de la isla. Ese paso, al que las autoridades cubanas al fin se han avenido, sería el primer y gran escollo a superar, aunque luego habría que orientar sus resultados: o bien mediante contrataciones individuales o por medio de la Federación cubana, del modo en que ya se practica con la liga japonesa. Solo así sería posible conseguir unos tratos para los beisbolistas cubanos que los libren de los peligros reales de las deserciones y fugas con las que quedan legalmente desprotegidos.
Quizás el partido del 22 de marzo con la intervención honorífica del presidente Obama no quede solo como un gesto diplomático, sino que también ayude a lograr una normalidad en esa relación tan visceral y activa que por más de un siglo y medio han sostenido Cuba y Estados Unidos a través de un juego que constituye una forma compartida de ser y estar en el mundo. Porque si algo debe cambiar en las relaciones entre los dos países, ese cambio tiene que incluir algo tan trascendente como es el béisbol.
*El País, 19 de Marzo, 2016


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