Los dos primeros países del mundo donde se jugó
beisbol fueron Estados Unidos y Cuba y, desde el siglo XIX, el deporte que los
cubanos llamamos “el juego de pelota” forma parte intrincada de la
espiritualidad e imaginarios de ambos países. Sin el beisbol no se podría
contar la historia de ninguna de las dos naciones, porque el beisbol está en el
alma y la identidad de estos países tan próximos y en ocasiones tan distantes.
En Cuba, por ejemplo, se dice que según esté su pelota así está el país…
Tras el anuncio de la visita del presidente Barack
Obama a Cuba como parte del proceso de fortalecimiento de las retomadas
relaciones diplomáticas bilaterales, todas las informaciones coinciden en
asegurar que durante su estancia en La Habana el presidente participará del
juego de exhibición de los equipos de de los Rays de Tampa y la selección nacional cubana. Obama, dicen, tendrá el honor de lanzar la primera
bola de ese evento deportivo, que alcanzará, de inmediato, proporciones
históricas y alto valor simbólico dentro de la nueva diplomacia. Porque,
definitivamente, el juego de pelota es algo muy serio para los que nacimos a
uno y otro lado del Estrecho de La Florida. Y porque el beisbol ha sido una de
las muchas manzanas discordantes en las relaciones entre los dos países en las
últimas seis décadas.
La última vez —luego de una pausa de
cuarenta años— que un equipo del circuito profesional de las Grandes Ligas
norteamericanas visitó Cuba fue en 1999. En aquella ocasión, como en muchas
otras a lo largo de estos años de tensión, los partidos celebrados se vivieron
por los directivos y jugadores cubanos como batallas de una guerra. Porque
todavía en ese momento la rivalidad política entre los sistemas se expresaba
incluso a través de los conceptos de la práctica deportiva, encarnada en la
existencia o no de profesionalismo y de mercado. A una victoria por bando se
cerró aquella exhibición y para el sistema deportivo cubano el juego ganado fue
una demostración de la estatura y competitividad de la fórmula socialista.
Y es que desde la década de 1960, cuando el gobierno
cubano decretó la eliminación del profesionalismo deportivo, cada desafío
sostenido por los amateurs cubanos y los también amateurs norteamericanos, devenía una
manifestación de rivalidad deportiva e ideológica. Los éxitos cubanos en
campeonatos panamericanos, mundiales e incluso Juegos Olímpicos (Barcelona 92 y
Atlanta 96), servían para reafirmar el éxito de un concepto deportivo, económico
y social.
Sin embargo,
con los cambios políticos globales que se suceden tras la caída del Muro de
Berlín, también en el deporte cayeron murallas, como las que separaban a amateurs y profesionales en casi todas las
disciplinas competitivas. Entonces a los cubanos les tocó enfrentar a jugadores
de un nivel más alto que el confrontado hasta entonces… Y las habituales
victorias comenzaron a ser más difíciles y, en los últimos años, incluso raras.
Pero, casi al mismo tiempo, había comenzado un proceso interno en Cuba que hoy
ha alcanzado proporciones de crisis: la salida de peloteros en busca de
contratos en ligas profesionales. Si en las décadas de 1960 a 1980 la fuga de
talentos prácticamente no existió, a finales del pasado siglo comenzó un goteo
de jugadores, para llegar a convertirse en los tres últimos años en un
torrente. Hoy se calcula que en este lapso han sido más de doscientos
beisbolistas de la isla los que han salido de Cuba por los medios más disímiles
en busca de oportunidades en el béisbol profesional.
Esta situación, que ha permitido a varios atletas
cubanos alcanzar éxito deportivo y económico en el béisbol más competitivo del
mundo, a su vez ha entrañado diversas tragedias. La esencia problemática de la
relación de los jugadores de la isla con la mayoría de los circuitos regidos
por el sistema de las Grandes Ligas ha estado en la imposibilidad de pretender
un contrato en calidad de ciudadanos cubanos, vetados por la Ley del Embargo.
Así, para que un cubano pueda aspirar a competir en el béisbol rentado
norteamericano resulta indispensable que salga del país y adopte la residencia
de una tercera nación. Para conseguir esta posibilidad los peloteros han
agotado todos los caminos, desde la deserción durante alguna competencia en el
extranjero (considerada en Cuba una traición política) hasta la salida
clandestina. Ambas soluciones, como es previsible, entrañan mil peligros y
ambas han propiciado en más de una ocasión que los talentos cubanos hayan
tenido que pactar con traficantes de personas, relacionados con traficantes de
contratos, personajes que en ocasiones han llegado a poner en peligro hasta la
integridad física de los atletas.
No obstante esos riesgos y la condena política interna
que conlleva, los jugadores cubanos siguen optando por la búsqueda de una mejor
suerte deportiva y económica. La diferencia entre ganar cincuenta dólares
mensuales por jugar en Cuba y cientos de miles o millones cada año en los
circuitos profesionales es demasiado poderosa y escapa al poder de los
discursos políticos. En las últimas semanas quizás el suceso que más ha
conmovido a Cuba ha sido la deserción durante un torneo desarrollado en
República Dominicana de dos peloteros, por demás hermanos: uno de ellos
considerado el mejor jugador que permanecía en la isla y el otro uno de los más
cotizados prospectos del país. Esta fuga ha sido la guinda en uastel que ya
estaba horneado: la crisis del béisbol que se juega en Cuba ha tocado una
profundidad en la que no estuvo ni cuando se abolió el profesionalismo y
centenares de jugadores perdieron la posibilidad de competir en el país.
Mientras se producía este descenso,
varios peloteros triunfaban en diversas ligas, demostrando la calidad del
jugador cubano. Y, ante las tragedias que antecedían o rodeaban esos éxitos, la
estructura de las Grandes Ligas y la Federación Cubana de Beisbol comenzaron
unas complejas conversaciones en busca de la única solución posible: la
licencia especial del Departamento del Tesoro norteamericano que permita la
contratación directa de los jugadores de la isla. Ese paso, al que las
autoridades cubanas al fin se han avenido, sería el primer y gran escollo a
superar, aunque luego habría que orientar sus resultados: o bien mediante
contrataciones individuales o por medio de la Federación cubana, del modo en
que ya se practica con la liga japonesa. Solo así sería posible conseguir unos
tratos para los beisbolistas cubanos que los libren de los peligros reales de
las deserciones y fugas con las que quedan legalmente desprotegidos.
Quizás el partido del 22 de marzo con la intervención
honorífica del presidente Obama no quede solo como un gesto diplomático, sino
que también ayude a lograr una normalidad en esa relación tan visceral y activa
que por más de un siglo y medio han sostenido Cuba y Estados Unidos a través de
un juego que constituye una forma compartida de ser y estar en el mundo. Porque
si algo debe cambiar en las relaciones entre los dos países, ese cambio tiene
que incluir algo tan trascendente como es el béisbol.
*El País, 19 de Marzo, 2016
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