Colette Capriles·
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¿Qué
impacto puede tener la sentencia
del Tribunal Supremo de Justicia
sobre la dinámica política nacional venezolana?
”Soberano es el que decide sobre el estado de excepción”, dice Carl
Schmitt. El Tribunal Supremo de Justicia ha creado un estado de excepción al
suspender las potestades de un poder público y la separación de poderes, que es
la arquitectura fundamental de la Constitución de la República Bolivariana de
Venezuela, y ha usurpado la soberanía popular atribuyéndose competencias
constituyentes. Y ésa es la situación actual. Independientemente de sus efectos
legales y políticos inmediatos (o mediatos) y de todos sus defectos de forma y
de fondo, la sentencia 16-0153 es un mensaje político muy simple: la soberanía
popular, esa voluntad que se expresó electoralmente el 6 de diciembre para
sustraerle al chavismo parte de su omnímodo y corrupto poder, no es considerado
por el gobierno como el criterio fundamental para la distribución del poder.
En rigor, se trata de
la traducción en lenguaje jurídico del único mensaje que ofrece el gobierno de
Maduro: no permitirá que las penurias inhumanas de treinta millones de
venezolanos alteren el destino manifiesto de la nomenklatura que
reina sobre los escombros de un país exhausto.
Es obvio que el
gobierno, fiel a su tesis de que la victoria de la oposición en las elecciones
fue apenas “circunstancial”, percibe a la sociedad y a la oposición que
representa a la mayoría en la Asamblea Nacional como incapaces de prevalecer en
una confrontación institucional. Y menos aun en un choque extra constitucional
o en una situación de facto. En fin de
cuentas, el Ejecutivo (blindado con la complicidad del TSJ y confiado en su
sustento militar) puede fantasear con sobrevivir a la catástrofe si logra, en
efecto, atravesar la “circunstancia” anulando al Poder Legislativo y, con ello,
intentando desarticular a la oposición, todo esto mientras aplica el “ajuste
con rostro socialista” a la velocidad paquidérmica que acostumbra (pero que no
hay que subestimar).
Lo que hay que examinar es cómo sería eso posible.
En efecto, la
dirección política de la oposición se concentró en la Asamblea Nacional con una
agenda múltiple, política y legislativa a la vez. Sin embargo, la agenda de
cambio político, acelerada por la notable victoria del 6D, exige la
conformación de una instancia de conducción política unitaria, distinta a la
conducción del Parlamento, que es de suyo pluralista y que recibe una serie de
demandas, agendas particulares, intereses, aspiraciones diversas y a veces
hasta incompatibles, que por fin pueden recibir escucha institucional.
La dinámica parlamentaria también ha mostrado que en el bloque opositor
siguen existiendo diferentes concepciones de la política y de la silueta que se
quiere para el país futuro, algo que cuando es leído por el gobierno resulta
una debilidad estratégica. Y, ciertamente, en el liderazgo político de la
oposición ha habido más estridencia que eficacia, junto a una preocupante falta
de focalización y de jerarquización del horizonte político de corto y mediano
plazo.
Por otra parte, el sentido de urgencia de la terrible experiencia en que se
ha convertido la vida cotidiana no sólo ha convertido el cambio de gobierno en
una prioridad para la oposición y gran parte de la sociedad: también ha
permeado a sectores oficialistas que entienden que la posición “insurgente” del
alto gobierno está propiciando una crisis de desenlace impredecible. Una
urgencia que no alcanza a Maduro ni a su entorno, confiados en que el auxilio
de aliados políticos, la subasta de concesiones mineras y la reingeniería
financiera pueden permitirles continuar con el mínimo metabolismo económico
hasta el final del periodo.
Da la impresión de que el chavismo ya no solamente es imitación de los
fatídicos socialismos reales, sino que se quiere imitar a sí mismo en un enloquecedor
círculo temporal: pretende actuar como en 2002 y como 2003, atrincherado,
pacientemente agazapado, protegido jurídica y militarmente, con diminutos
movimientos tácticos, mientras las fuerzas que lo adversan sobreestiman el
papel de la espontánea iracundia de la población en la construcción de una
solución institucional que cierre el ciclo del mal gobierno, y así se desgastan
en la microgerencia del apoyo electoral y opinático que tienen, sin ofrecer una
ruta política consistente que saque provecho de su fuerza electoral.
Bajo las actuales circunstancias,
¿qué debería hacer la oposición
y qué debería hacer el oficialismo?
En mi opinión, no hay solución puramente constitucional a la crisis, puesto
que la Constitución tal como está escrita (que no es la que emana del tenebroso
TSJ) no es, desde la perspectiva del gobierno, un marco de contención ni las
reglas políticas en ella establecidas le resultan respetables.
Y precisamente por eso la acción de la oposición debe estar dirigida a
recuperar la constitucionalidad. Algo que implica movilizar focalizadamente su
fuerza específica, aquella que justamente no tiene ya el chavismo: la del voto
popular y la demanda de cambio que hay en la sociedad.
Las fórmulas constitucionales para reemplazar en el corto plazo al gobierno
no tienen por sí mismas eficacia política alguna sin un contexto de presión
política que vaya convocando el cambio en una dirección clara y consistente.
Es evidente que el cambio de régimen operado a partir de 1999 no fue
exclusivamente el resultado de una maquinaria constitucional. El aglutinante
clima político creado por la victoria electoral de Chávez le permitió legitimar
una estrategia de desconocimiento de la Constitución de 1961 y de todas las
instituciones derivadas. Hoy se podría decir, invocando la justicia poética,
que la oposición debe hacer lo mismo para proteger la Constitución de 1999 como
marco de una transición política, en condiciones bastante más complejas.
Porque la crisis por sí sola, por más terrible que sea, no genera las
condiciones para el cambio: es la dirección política la que puede hacerlo
posible.
Por lo tanto la primera cuestión que la oposición debe resolver de manera
inmediata es la conformación de un comando político para la campaña del cambio
(por así decirlo) que conduzca ese proceso. Se debería separar este comando del
liderazgo parlamentario que hoy ocupa la escena, para poder actuar a la vez en
el tablero político y en el legislativo. Porque en el plano político no sólo
hay que dirimir la cuestión de la vía constitucional para el reemplazo del
gobierno, sino también el proyecto posterior que, obviamente, es en realidad el
punto de fuga sobre el cual se pueden enganchar acuerdos y desacuerdos.
Y, en efecto, si el activo fundamental de la oposición es electoral, parece
obvio que debería privilegiar el mecanismo constitucional que más
intensivamente se beneficia de ese activo, que es el revocatorio.
Si bien la enmienda constitucional contempla la realización de un referendo
aprobatorio, supone una infinidad de negociaciones y estipulaciones técnicas
que incluso teniendo éxito —algo supremamente difícil bajo las actuales
circunstancias— privarían al mundo del espectáculo de una población movilizada
y activada en el proyecto de terminar con el ciclo chavista. Y sin duda
contribuiría con la confección de la mitología del golpe parlamentario que
tanto anhela el chavismo.
Sin embargo, creo que lo fundamental, en cualquier caso, es la creación de
un masivo clima político de cambio que pueda generar suficiente apalancamiento
de la oposición en algún punto del proceso como para tener una política de
negociación hacia factores del chavismo (y en general de todos los actores
políticos, sin descontar a los militares) y atender la sucesión de crisis que
se van a ir desplegando ante cada obstáculo que la Sala Constitucional y los
instrumentos del Ejecutivo pondrán ante el proceso político y ante cualquier
desenlace posterior.
De nuevo: el principal
peligro político no es ni siquiera el gobierno atrincherado, sino la amenaza de
que se produzca una situación de facto en
medio de una multiplicidad de actores y grupos desarticulados, en la que el
misterioso factor militar tendría un papel impredecible.
Visto desde el gobierno, el escenario de un revocatorio puede no ser el
peor. Algunos voceros del gobierno lo han insinuado. En principio, porque
quizás el gobierno piensa que le es posible movilizar a ese 40% que obtuvo el
6D para impedir una victoria de la oposición. Pero además, como se sabe, porque
podría maniobrar para que el Referendo Revocatorio tenga lugar en 2017, en cuyo
caso, podría obtener algún oxígeno para las presidenciales de 2018, lo que de
paso supone que el chavismo-archipiélago tendría que reconstituirse con nuevos
liderazgos, algo nada fácil.
Es necesario acotar que ese escenario transicional (es decir: el chavismo
aún en el poder, pero sin la cúpula “insurgente”) podría ser menos malo para la
oposición de lo que luce a simple vista. Las elecciones de gobernadores, que
deberían realizarse este año, pueden convertirse en otro obstáculo o, por el
contrario, facilitarle la labor a la oposición si logra construir una
estrategia en torno a ellas, algo que luce complicado en las actuales
circunstancias.
Es muy difícil
recomendarle algo al gobierno. Sí le diría que, a pesar del desorden, no
subestime la capacidad de la oposición para movilizar a una población que, al
borde de la desesperación, cercada por la inflación, la escasez y la madeja que
enreda a delincuencias y cuerpos del Estado, busca ávidamente una solución pacífica.
Le diría que no solamente está en juego el transcurrir de un gobierno, sino el
devenir del propio chavismo. Y que ninguna solución de facto puede reemplazar a la solución política,
al menos no sin un costo enorme para el país.
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