Simón García
La cúpula oficialista mira la crisis como un arma. Su prioridad no es resolverla sino usarla para atacar a quienes califica de enemigos, entre los cuales incluye a todo el que no se subordine a su plan o exprese libremente una opinión. El gobierno, metido en la lógica inversa de su ideología, esta llevando a cabo una guerra contra el país. Y le impone rigores que ninguna otra sociedad de la región esta viviendo, con la excepción de Cuba.
Detenerlo y evitar que continúe su labor de destrucción está pasando a ser una exigencia de nación y no sólo una tarea que se le delegue a la oposición. Incluso, no es impensable que una parte de su base social de apoyo, sin abandonar sus convicciones, le haga saber que no comparte ni está dispuesta a protagonizar un salto colectivo al vacío.
Quien tenga ojos con vista propia habrá apreciado que el territorio rojo está minado de contradicciones y con pequeñas explosiones cada vez más frecuentes, especialmente por reclamos sociales y denuncias de incumplimientos. Habrá también distinguido que los enfrentamientos no ocurren sólo por el control del poder o el pugilato entre comisionistas, sino que existen, aunque todavía no salgan de cuerpo entero a la superficie, desacuerdos políticos con las líneas en las que se mueve la pugna Maduro/cabello.
El gobierno de Maduro empuja hacia una fase de subsistencia que continuará generando su inestabilidad, particularmente si se pone en evidencia que electoralmente es una minoría. Incapaz de producir un dólar más sobre la renta petrolera y de hacer obra de gobierno, optó por una gran operación populista para crear artificialmente una sensación de bienestar. Pero la falsa fiesta es un episodio más de retroalimentación de la crisis.
Frente a esa "viveza" populista no tiene sentido machacar que la causa de la inflación y la escasez no está en la especulación. Es una prédica que queda sin efecto cada vez que un dependiente nos cobra la inflación. Y menos si uno puede constatar, al comparar el precio del mismo producto en otro negocio, que si hay especuladores. Por eso, pagar con la gente sólo ayuda a invisibilizar las responsabilidades del gobierno.
¿Mejorará la percepción popular sobre el gobierno? ¿Podrá contener y revertir la pérdida de apoyo? No parecen existir respuestas automáticas porque quien está satisfecho por lo que pudo adquirir, también tiene temor por lo que vendrá un día después. Pero además, la crisis de fondo persistirá mientras se intente imponer un modelo que sustituye la propiedad privada y la democracia por el Estado comunal autoritario.
No hace falta acudir a las encuestas para verificar que la cúpula roja conmociona, pero no emociona. No tiene los méritos ni los conocimientos para gobernar, como lo han demostrado durante su primer semestre de desaciertos. Ahora están tiroteando el camino electoral porque lo intuyen adverso.
La élite eufórica celebra y recuenta sus privilegios. Goza con su jugada sin importarle las consecuencias posteriores. Pero en medio de su regodeo está a punto de cambiar definitivamente la imagen de Robin Hood por la del Rey Juan, acosado por su ilegitimidad y el desborde de la paciencia popular. El resto está en manos del empeño progresista para volver a reunir al país en una mayoría irrefutable.
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