Humberto Seijas Pittaluga
Recientemente asistí a un foro acerca de la conveniencia de que se realice un proceso de transición en Venezuela que facilite el regreso a las normalidades social, institucional y económica perdidas hace tanto tiempo en el país. El evento se llevó a cabo en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Carabobo con un cuerpo de panelistas bien versados en el asunto y que representan una gama diversa de opiniones pero que están de acuerdo en lo crucial de esa iniciativa. Porque lo que está en juego es el futuro nacional. Todos coincidieron en que para que pueda rescatarse el Estado de derecho se hace necesario el cambio de la ideología que el régimen actual intenta imponer, infructuosamente, manu militari. Que, para eso, es imprescindible el relevo de los figurones que detentan el poder actualmente. Que tal acción debe hacerse apegados a la letra y el espíritu constitucionales y tratando de que la armonía de los grupos sociales no sea alterada indebidamente; que el civismo sea la norma imperante. Y que solo así se lograría evitar la caída por el despeñadero hacia la anomia nacional por la conversión del Estado en uno forajido.
Unas cifras presentadas por uno de los ponentes, el profesor Frank López, más que justificarían el relevo: en los cuarenta años de mandato de todos los presidentes del 59 al 99, las habilitaciones totalizaron menos de 5 años; ahora, en 17 años de gobierno rojo, sobrepasaron los 7,5 años. Y en ese lapso, los “decretos con rango y fuerza de ley” (para ponerlo en el lenguaje pomposo que tanto les gusta a los actuales mangoneantes) representaron el 61% de la actividad legislativa; el Ejecutivo copó esa tarea por la claudicación de los diputados de la Asamblea Nacional, quienes solo originaron el 39% de las leyes. Y eso, las menos trascendentes. La pérdida de la institucionalidad legislativa fue hasta el fin del 2015 el leitmotiv impuesto desde Cuba. Con razón los del régimen se sienten tan acongojados porque los nuevos parlamentarios han demostrado intenciones de recuperar las funciones que les impone la Constitución. Ya no habrá más despacharse y darse el vuelto. Y aparecerá el control sobre los actos del Ejecutivo, que es lo que los tiene más consternados
O sea, ¡hay que salir de ellos! Pero, en mucho, el drama que encuentran los que buscan la solución del problema se origina en el afán vindicativo de quienes quieren ver a los actuales mandatarios presos (la mitad con bragas amarillas en prisiones federales del imperio y la otra a merced de los pranes nativos) y despojados de todo lo que se robaron. Que es lo que al gran grueso de la población nos gustaría ver, pero que pudiera hacer nugatorio el esfuerzo. Porque eso solo atrincheraría más a los gamonales tras las barricadas que levantarían el poder judicial y la cúpula militar para buscar que esa sociedad de cómplices se mantenga muchos años en el goce del poder. Quizá (y lo pongo solo como un acaso), lo sensato sería aplicar eso que le ha servido tanto a la Iglesia —y que le ha permitido pervivir por dos mil años—: Omnia videre, pauca corrigere, multa disimulare, que en una traducción macarrónica mía resultaría en: “conocerlo todo, corregir poco y hacerse los locos las más de las veces”. Reconozco que eso causa rabia con “a”, pero es lo único que facilitaría el cambio hacia un gobierno más eficiente y menos ladrón y hacia un Estado más respetable.
Uno de los ponentes, el ex rector Asdrúbal Romero nos hizo partícipes de su angustia: las transiciones toman mucho tiempo. Puso el caso del lapso ocurrido desde la muerte de J. V. Gómez hasta la llegada de la democracia representativa, no sectaria, a la caída de Pérez Jiménez.
Cuando vino el turno de las intervenciones de los asistentes, me mostré de acuerdo con el profesor Romero y asomé el caso español: porque algunos opinan que la transición española ocurrió en un intervalo que va desde la muerte de Franco hasta el ingreso de ese reino en la Unión Europea; otros, que llegó hasta 1996, cuando un partido devenido del franquismo pero que adquirió legitimidad por su apego a la Constitución llegó al poder. Yo asomé que, a la luz de lo que acontece en estas semanas, todavía no ha terminado. Y que, más bien puede irse al tacho de los desperdicios si los chantajistas de Podemos —que quedaron de terceros en las votaciones, pero muestran una voracidad y avilantez enormes— logran sus objetivos: una vicepresidencia con más poderes que la presidencia, la mitad de los ministerios (los más importantes) y el control sobre los medios de comunicación públicos y la policía.
Romero y yo coincidimos en que, estando la nación venezolana en el estado de efervescencia actual, desilusionada, y hambreada, puede ocurrir —ojalá que no— un estallido social incontrolable y con consecuencias catastróficas. Que, por tanto, lo conveniente es que, en el menor tiempo posible, Nicky y sus conmilitones transen sus renuncias. Desafortunadamente, ellos son tozudos. Se parecen —como lo que sucede en un símil que aprendí de mi tío Cornelio y que asomé en un escrito anterior— al sapo que salta, choca contra la pared, cae patas arriba y le dice a la sapa: “¿te fijas, que sí pasé?” Eso puede dar al traste con las negociaciones y resultar en el remezón social que tanto tememos y que intenté dibujar con la “o” disyuntiva del título…
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