Héctor E. Schamis
Publicado en El País (España) el 21 de septiembre de 2014
Como un virus latente, el nacionalismo europeo entró en actividad. La metáfora retrata un cierto ciclo histórico. La Europa de 1918 fue un orden basado en estados multinacionales, en tensión permanente con los anhelos nacionalistas. En la entre guerra los movimientos expansionistas vehiculizaron esos anhelos, incluyendo al Fascismo en cualquiera de sus variadas, pero todas anti democráticas, versiones. El orden internacional post 1945 buscó silenciar las voces nacionalistas, y la Guerra Fría fue funcional a ese objetivo. Sirvió para congelar las identidades nacionales, disueltas en un sistema de alianzas e instituciones protectoras de seguridad. El virus volvió a su estado de latencia.
Era esperable entonces que la disolución del orden soviético fuera encabezada por movimientos nacionalistas, más allá de que el mismo fuera estrenado en una brutal, genocida y muy europea guerra en los Balcanes. Regresar el virus a su estado de latencia se hizo otra vez necesario si el objetivo era hacer funcionar aquello que llamamos “Occidente”, para que el nacionalismo fuera en todo caso como en la ex Checoslovaquia y no como en la ex Yugoslavia. La estrategia fue por una parte expandir el supranacionalismo militar, NATO, y complementarla al mismo tiempo con el regionalismo económico, político y cultural, la Unión Europea.
Es lo que muchos intelectuales europeos de principio de siglo—de siglo XXI, esto es—llamaron “glocalización”, la combinación de procesos e instituciones supranacionales en paralelo a procesos subnacionales. No es solo seguridad, comercio y una moneda común. La glocalización también incluye las normas, la cultura y el espacio físico subnacional, la geografía que toma entidad y sirve para la construcción de una identidad regional. La noción captó fenómenos sociales nuevos y la genialidad de la ingeniería institucional: disolver la centralidad del estado nación hacia arriba—la globalización—y hacia abajo—lo local. La pregunta entonces fue si alcanzaría para inmunizar a Europa del siempre latente virus.
Y por cierto que no fue suficiente, ni hacia arriba ni hacia abajo. Hacia arriba porque la ola nacionalista actual ha sido alimentada por la prolongada crisis económica europea, a su vez anclada en un dramático fracaso de la regulación y supervisión macroeconómica de la Unión. La crisis y las fallas regulatorias han abonado extraordinariamente el euro escepticismo, que refuerza el escepticismo casi genético de Westminster, a propósito de Escocia.
Hacia abajo tampoco ha alcanzado, porque solo hay que recordar que la manifestación empírica más clara de la glocalización supuestamente se vería en regiones de transición, aquellas con economías flexibles e identidades superpuestas; Escocia, el Piamonte y Cataluña, por nombrar algunos ejemplos no al azar. Es para reflexionar, justamente, porqué es allí donde lo nacional ha emergido bajo la forma independentista más intensa.
Si la historia reciente del nacionalismo está plagada de paradojas, su proyecto político—la secesión—está por su parte invadido de dilemas de difícil o imposible resolución. Un dilema es de viabilidad burocrática, del grado de capacidad estatal. Un estado tiene que cobrar impuestos, regular los servicios públicos y el transporte, además de impartir justicia y recolectar la basura, para “ser” estado. Para algunos lo pequeño es hermoso, pero en este caso la belleza depende del principio organizador de un nuevo estado, o sea, que tan pequeño resulte. Porque si la cuestión es la identidad desagregada a su mínima expresión, ese estado no podrá funcionar. En definitiva, si por cada tribu termina existiendo un estado, las fallas comenzarán a ser sistémicas.
Esas fallas también estarán localizadas a nivel del sistema internacional. Si por cada tribu hubiera un estado, Europa tendría cientos de ellos. ¿Es pensable una Unión Europea con tantos miembros como las Naciones Unidas? Lo pequeño bien puede resultar un gigante, tal vez hermoso pero inmanejable. En realidad, ni siquiera es pensable una UE capaz de tolerar una modesta propagación de secesiones. Las incertidumbres generadas por la reconfiguración de la geografía política—el mapa—no parecen ser previstas por políticos que tal vez desconozcan que esas incertidumbres se volverían contra ellos mismos a la hora de gobernar.
Si hay incertidumbre acerca del estado, esa misma incertidumbre se proyectará inevitablemente sobre la configuración del régimen político. Conceptualmente, el nacionalismo llevado a su última expresión deja de ser democrático, y a menudo lo es antes de llegar a esa “última expresión”. Es que la propia lógica tribal va en contradicción con la lógica de una sociedad plural, heterogénea, multiétnica y multicultural, es decir, como son las sociedades “realmente existentes”. En esas sociedades, las formas pacíficas de regulación de la diversidad solo pueden ocurrir bajo un orden político democrático. Paradoja y dilema simultáneo, con menos diversidad pueden haber menos incentivos democráticos.
La economía política de los nacionalismos supone diferentes reivindicaciones materiales. Los escoceses reclaman recursos que nunca les llegaron. Tal vez resulte ahora: una externalidad positiva de la derrota en el referéndum es haber obligado a Londres a prometer hacer efectiva la tan ansiada y postergada devolución. Pero esa devolución ya ocurrió en los casos de Cataluña y el Piamonte, por ejemplo, más allá de la legitimidad de renegociarlas. La reivindicación del independentismo catalán y de la Lega Nord no es recibir más recursos, sino enviar menos.
Curiosamente, la transferencia de recursos es el meollo de la tributación. Decir que los impuestos de una región subsidian la ineficiencia de otra—Andalucía o Calabria, por ejemplo, a menudo objeto de las quejas nacionalistas—es análogo a decir que los impuestos de los ricos subvencionan el desempleo de los pobres. Precisamente, de eso se trata, sea clase social o geografía. Con categorías analíticas marxistas, hasta se podría hablar de un nacionalismo proletario y otro burgués, valga la soberana heterodoxia.
Finalmente, ¿cómo conciliamos estos nacionalismos con el cosmopolitanismo dominante? ¿Cómo hace una sociedad donde es tan común encontrar familias con madre y padre de diferentes nacionalidades—e hijos de una tercera—para organizarse en base a la normatividad ofrecida por una utopía comunitaria nacionalista? ¿Y cómo escogen una sobre otra, entre todas las comunidades nacionales disponibles?
No es un absurdo. Estas son las preguntas de la vida cotidiana europea que el nacionalismo no puede responder. Mejor votar que NO, entonces, dejar los mapas como están y el multinacionalismo intacto.
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