Ramón Piñango
Estamos mal y vamos de peor en peor. Es inmenso el número de ciudadanos
que ven las cosas de esta manera. El optimismo ha desaparecido incluso entre
quienes hasta ahora han sido fervientes creyentes de lo que otrora llamaban “el
proceso”. Somos presa del pesimismo.
Las manifestaciones de ese pesimismo se expresan con dos frases por
demás elocuentes: “Me voy de aquí”, “todo el mundo está resignado”. La primera
afirmación se refiere a un hecho directamente constatable: todos los días nos
enteramos de alguien que decidió marcharse del país. La segunda no es más que
una percepción, posiblemente con mucho de proyección, que expresa pesimismo al
mismo tiempo que lo refuerza.
El pesimismo es la cara más visible, prácticamente tangible, de la
desesperanza. En Venezuela la desesperanza y su rostro, el pesimismo, no son
meros caprichos de los ciudadanos, tienen base en una cotidianidad cada vez más
cruel, indigna y peligrosa en la cual, por decir lo menos, el salario se
desvaloriza día tras día, y, por decir lo más, también día tras día aumenta la
probabilidad de morir asesinado; constatando el hecho de que entre la gente de
menos recursos ambas cosas son peores.
Tanto el pesimismo como la desesperanza constituyen un formidable
obstáculo para la construcción de un país mejor. Ni quienes detentan el poder
ni quienes aspiran a desplazarlos podrán hacer nada mientras seamos prisioneros
de esos dos poderosos factores. No hay duda de que el régimen en el poder es el
responsable fundamental de la aniquilación del futuro de los venezolanos, pero
esperar que rectifique sería una manifestación de disociación con la realidad.
No tiene sentido abundar sobre este asunto. En un país democrático, cuando un
gobierno lo ha hecho mal, lo usual es que el cambio de gobierno se convierta en
fuente de esperanza, y la oposición, en quienes la encarnan con sus propuestas.
Para eso es fundamental que quienes desde la oposición predican optimismo y
esperanza tengan un mensaje que llegue a los ciudadanos, para lo cual es
imprescindible que sean creíbles. La credibilidad es lo que puede hacerlos
convincentes.
Sin duda, la oposición venezolana, la de la MUD, se ha esmerado en
llegarle a la gente, ha tratado de hacerse creíble para convencer. ¿Lo ha
logrado? A medias. Ciertamente, un alto porcentaje de los probables votantes
manifiestan su disposición a votar por la oposición, pero la MUD no parece
haberse convertido en poderosa fuente de esperanza, de ser capaz de construir
un país significativamente mejor del que hoy todos sufrimos.
¿Por qué ocurre tal cosa? En buena medida por un discurso centrado, de
manera casi absoluta, en la noción de que ganar con una gran votación las
elecciones parlamentarias hará que prácticamente todo sufra un vuelco radicalmente
positivo. El problema es que este planteamiento parece cada vez menos realista
porque, consciente o inconscientemente, crece en la población la convicción de
que, por una parte, estamos ante un régimen que no da señales de tener una
mínima vocación democrática como para aceptar una derrota electoral, y, por
otra, no contamos con una oposición que haya dado señales convincentes de su
capacidad de lucha para que le reconozcan un triunfo en las urnas,
especialmente cuando no se cuenta con una separación de poderes que sirva de
defensa ante cualquier disparate del régimen.
En esta perspectiva, inexorablemente los llamados opositores a votar se
han tornado en llamados a “tener fe”, a creer contra toda esperanza, como le
exigió Dios al patriarca Abraham. Descansar en la fe ciega, y no en la
esperanza sustentada en hechos, es una receta para el desastre.
La oposición puede
corregir el rumbo siempre que tenga la disposición y el guáramo para hacerlo.
¿Tiene la voluntad? ¿Tiene la valentía? No lo sabemos, pero todavía está a
tiempo para demostrarlo,
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