domingo, 16 de junio de 2013

El cerebro político


Nelson Acosta Espinoza

"¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio."

La frase anterior se le atribuye a Albert Einstein. Expresa una realidad inocultable: el obstáculo que pueden presentar los llamados marcos cognitivos en el proceso de conocer y modificar la realidad. Estos juicios anticipados, sin duda alguna, constituyen expresiones de determinados hábitos entrelazados con sistemas compartidos de entendimiento y comprensión.

La práctica política no escapa a la influencia de estos patrones culturales. Generalmente esta se encuentra “contaminada” por pre-juicios que impiden su conexión con la realidad y, en consecuencia, cancelan su esencia básica, vale decir, su capacidad para propiciar cambios y transformar realidades. Parafraseando al divulgador científico catalán Eduard Punset Casals, podemos sentenciar que cuando un marco cognitivo de naturaleza política percibe una explicación distinta a la acostumbrada, no solo la cuestiona, sino que también corta los circuitos de comunicación para que no penetre en el cerebro. Por esta razón, sentencia Punset, resulta difícil modificar la conducta del votante.

El populismo es un ejemplo que ilustra lo señalado en el párrafo anterior. Este marco discursivo se encuentra inscrito en el cerebro político de la mayoría de los actores que se desempeñan en los espacios públicos. ¿Cuál es su máxima? ¡Cómo se estructura su relato? La respuesta a la primera interrogante es la siguiente: el pueblo no se equivoca. Sobre el segundo tema, la versión más primitiva es aquella que cuaja en líderes políticos que se presentan como encarnación o intérpretes de la “voluntad del pueblo”, destinados, según ellos mismos, a realizar “misiones históricas”. Otra versión, más moderada, es aquella que podría definirse como “populismo de encuesta”. Defenderé lo que el pueblo quiera.” Esta frase resume la perturbante sencillez con que se asume asuntos de una alta complejidad. Esta última versión es altamente delicada. Organizaciones políticas, por ejemplo, con cierta identidad programática, caen en esta trampa cognitiva bajo el pretexto de la existencia de un consenso sobre temas engorrosos.

En el país ambos tipos de prejuicios populistas se encuentran fuertemente arraigados en nuestra cultura política. Ello explica, por que en ciertas circunstancias, no es posible establecer diferencias sustanciales entre los diversos actores políticos. Ilustremos lo antes afirmado con un ejemplo.

El país se encuentra atrapado en una crisis de carácter sistémico. Su arista más visible, desde luego, es la económica. Las medidas que la situación requiere se encuentran a la vista. De hecho, ya hemos experimentado circunstancias parecidas en el pasado. Sin embargo, ninguno de los actores en pugna, se atreven a diseñar y aplicar los correctivos apropiados. El gobierno, porque su aplicación implicaría la negación de su modelo y restaría respaldo popular. La oposición, por su parte, no expresa en forma contundente su apreciación sobre el tema, por miedo de erosionar la lealtad de su electorado. Ambas versiones, empañan la práctica y competencia democrática. Su crónico ejercicio transforma los partidos en simples recolectores de votos. La política, entonces, no se orienta a resolver sino a evitar la solución de los problemas. Pareciera que para ganar elecciones hay que olvidarse del futuro. En fin, se encuentran atrapados dentro de la red que extiende este prejuicio populista.

Si ánimo de exagerar, hemos estado sorteando la realidad a lo largo de los últimos 32 años. En este sentido, Eduard Punset Casals, tendría razón: el “cerebro político” de los actores en pugna no ha permitido que penetren nuevas ideas y discursos.

El reto parece obvio: generar un marco cognitivo que proporcione un nuevo sentido a la práctica democrática. En válido preguntarse, entonces, ¿existe voluntad política? ¿estamos a tiempo?

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