Plinio Apuleyo Mendoza
El Tiempo, Bogotá, 16/08/2012
Izquierda es una palabra que luce como una flor en la solapa. Y derecha, un rótulo sombrío que nos endilgan a quienes nos permitimos recordar unas cuantas verdades de Perogrullo.
¿Qué duda cabe? Izquierda es un bonito sello ideológico. Cobija a personalidades tan emblemáticas de esta tendencia como Ernesto Samper, Piedad Córdoba o Navarro Wolff, a un buen número de columnistas y a los dirigentes del Partido Liberal, de Cambio Radical, del Partido Verde y desde luego del Partido Comunista y del Polo Democrático, así como a buena parte del Partido de la U y ahora a quienes se congregaron en Medellín en busca de una alternativa nueva y distinta del uribismo y el santismo.
¿Qué los une? Propuestas tan atractivas para los estratos populares como la lucha contra la pobreza, el incremento del gasto social, servicios públicos a bajo costo, reformas agrarias encaminadas a quebrar latifundios y una política fiscal y una planificación económica que permitan una real redistribución de la riqueza. Todo ello, claro está, a cargo del Estado.
Sin embargo, tan ambiciosos proyectos suelen encubrir dos posiciones ideológicas opuestas: la que se identifica con la socialdemocracia y la que ahora anda tras el llamado Socialismo del Siglo XXI. La primera agrupa al liberalismo, Cambio Radical y otros partidos cercanos al Gobierno. La segunda al comunismo, al Polo Democrático y, aunque difieran en sus medios de lucha, a las Farc y al Eln.
El rasgo distintivo de todos cuantos en Colombia se consideran de izquierda es la satanización de quienes no compartimos sus concepciones imponiéndonos el rótulo de derecha o de extrema derecha y presentándonos como cavernícolas, amigos de los privilegios y enemigos de las reivindicaciones populares.
Así quedamos catalogados, por cierto, los voceros de un pensamiento liberal (no el de doña Piedad, sino el de Adan Smith, Von Misses, Hayeck o Jean François Revel). De poco valen que los liberales de Hispanoamérica intentemos demostrar cosas que deberían resultarle a todo el mundo obvias. Así, como nosotros, debieron sentirse los discípulos de Galileo cuando era vista como una herejía su meridiana verdad de que la Tierra era redonda.
¿Cuál es nuestra herejía? Decir, por ejemplo, que la pobreza se derrota mediante un modelo liberal como el de Chile o de los 'tigres asiáticos'; modelo que se apoya en el esfuerzo privado, el ahorro, las inversiones, el adelgazamiento del Estado, la supresión de sus asfixiantes trámites y regulaciones y de los monopolios estatales, empresariales y sindicales y, sobre todo, a fin de dar paso a una verdadera economía de mercado, la búsqueda de una educación de alto nivel como la que puso a Singapur en el primer mundo. Decimos también que entre nosotros el Estado, manirroto, pésimo administrador, mal empresario, genera burocracia y clientelismo y una cultura del trámite. No cumple, en cambio, las funciones que son de su exclusiva incumbencia, como el orden público y la administración de justicia, dejándonos expuestos a la inseguridad y a la violencia.
De modo que nuestro Estado no es, como cree la izquierda, el remedio para combatir la pobreza sino parte del mal. Su único y real beneficiario entre nosotros es la clase política. En sus predios, monopolios y servicios pasta una profusa burocracia, que eleva el gasto público y es entorpecedora, deficiente. "Adelgazar al Estado -dice Mario Vargas Llosa- es la mejor manera de modernizarlo y moralizarlo. Se trata, sobre todo, de poner fin al reglamentarismo kafkiano y a los controles paralizantes y al régimen de subsidios y de concesiones monopólicas, de prendas y dádivas".
Todo esto para nuestra izquierda son herejías de derecha. Los rótulos son su arma de guerra. Izquierda es una palabra que luce como una flor en la solapa. Y derecha, un rótulo sombrío que nos endilgan a quienes nos permitimos recordar unas cuantas verdades de Perogrullo.
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