sábado, 1 de octubre de 2016

De Norbert Elias a Donald Trump: El romanticismo, otra vez








En  El proceso de la civilización, Norbert Elias cuenta cómo, en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna, tienen lugar una serie de cambios sociales y psicológicos que han marcado el proceso civilizador de la historia europea. El más importante de ellos tiene que ver con el desarrollo de los Estados, que comienzan a tejer una estructura administrativa y burocrática moderna. Son siglos en los que los Estados prosperan y sobrevivien por medio de la guerra y eso conduce a la creación de auténticos ejércitos con un mando centralizado y a la aparición de sistemas impositivos y recaudatorios eficientes que puedan sostener el esfuerzo bélico y la nueva administración.

La profesionalización y el monopolio de la violencia por parte del Estado conducirán a una progresiva pacificación y cohesionamiento de las sociedades occidentales, que tendrán también consecuencias sobre los usos, maneras y costumbres de los individuos. Se producirá un refinamiento de los valores, las convenciones y las normas de conducta, así como un aumento de la presión social para que las personas ejerzan un autocontrol de su agresividad, de sus impulsos sexuales y de sus emociones.

A este proceso, que concluye en la “sociedad cortesana”, Elias lo llama la “pacificación de los guerreros”. A partir del siglo XVII, la Corte real se convertirá en el principal agente civilizador en Europa. “Aprender las habilidades sumamente específicas del cortesano, adquirir sus maneras sociales, era una condición indispensable para la supervivencia y el éxito social en las lides de la vida en la Corte”. De este modo, “la poderosa clase constituida por los nobles guerreros propietarios de tierras, de grandes extensiones en las que gobernaban con bastante independencia, se convirtió en una clase integrada por cortesanos y oficiales del ejército dependientes por completo del rey, o en nobles que habitaban en sus propiedades rústicas privados de casi todas sus anteriores funciones militares”. 

 Esta transformación servirá primero para moldear el comportamiento de las clases altas para, después, ir permeando a toda la sociedad. Sin embargo, no debemos perder de vista que, para Elias, la “civilización” no es un concepto moral ni lleva aparejada una asunción de progreso. Se trata, sencillamente, de la descripción de un proceso sociológico histórico. Y, como tal, no es lineal.

 Así, el propio Norbert Elias cuenta cómo el proceso civilizatorio occidental se ha visto salpicado de sucesivas oleadas románticas. Estos episodios tienen lugar en momentos de cambio e incertidumbre, en los que las tribulaciones del presente conducen a la frustración de las expectativas. Entonces, surge la tentación de querer retornar a un pasado que ha sido idealizado, un pasado en el que el individuo podrá reencontrarse con las esencias perdidas, podrá despojarse del corsé normativo que le imponen el rey y la sociedad y volver a ser libre.

 La vida cortesana comienza a ser percibida como una jaula y el romanticismo, con su pesimismo melancólico y su añoranza de un mundo que ya no existe, se impone. Es así como Elias explica el triunfo del “ethos guerrero de la aristocracia” y la exaltación romántica de la violencia que darán forma al nacionalismo alemán en el siglo XIX, para desembocar en el nazismo en el XX.

El mundo occidental posterior a la Segunda Guerra constituyó un esfuerzo gigante por devolver al nacionalismo romántico a su jaula cortesana. Durante los últimos 70 años, Europa se ha volcado en la integración y la pacificación. Han sido décadas de reconstrucción, de progreso técnico y crecimiento económico. La posmodernidad ha actuado también como un juez que ha ejercido un control de lo social, imponiendo valores y censurando los comportamientos individuales que se desviaban de las convenciones establecidas, dando lugar a una nueva sociedad cortesana, que algunos han rebautizado como de lo “políticamente correcto”.

No obstante, la última gran recesión económica, sumada a los conflictos derivados de la globalización y el auge del terrorismo internacional, han hecho tambalear los cimientos de Occidente. La incertidumbre y la frustración han conducido a muchos a la melancolía y la desconfianza en las instituciones políticas y sociales del presente. En este escenario hemos visto emerger posturas y liderazgos románticos, que buscan en el futuro la restauración de un pasado idealizado. En Europa, contemplamos cómo la vieja aspiración de construir “una unión cada vez más cercana” se desvanece ante las falsas promesas que auguran un porvenir mejor si se retorna al fortalecimiento de la soberanía nacional. 
  
En Estados Unidos, el próximo inquilino de la Casa Blanca podría ser Donald Trump, un candidato cuya campaña consiste en proponer el retorno a un pasado triunfante que los americanos habrían perdido al ser pervertidos por la tiranía de la corrección política y al desatender el control de sus fronteras frente a la amenaza de la inmigración. No en vano, su lema electoral es “Make America great again”, una sublimación de los valores nostálgicos y reaccionarios del nacionalismo romántico.

El auge de movimientos populistas en todo Occidente, que trasladan el foco de lo programático a lo sentimental, que hacen gala de un discurso antirracional cuando no antiintelectual, que ponen el énfasis en la vuelta a las esencias y la recuperación de la soberanía, parece indicar que nos encontramos ante una nueva oleada romántica en el proceso civilizatorio. Vivimos también un momento de reacción antiigualitarista que no solo se percibe en el éxito de los discursos atiinmigración: han adquirido cierta popularidad las teorías que denuncian la “feminización de la sociedad”, como lo llamó Tyler Cowen, y que proponen la recuperación de espacios donde el "hombre mitopoyético" pueda liberarse del yugo social para ejercer su natural masculinidad.

El romanticismo alemán del siglo XIX se caracterizará por sus rasgos colectivistas y autoritarios. El hecho de que Alemania fuera una nación ilustrada y moderna, desde el punto de vista del progreso científico y técnico, no actuó como barrera para la contención del nacionalismo. No impidió que el individuo fuera subsumido en la colectividad nacional y que cayera en el olvido la tradición del idealismo más fraternal que encarnó Schiller. Tampoco en el Occidente actual contamos con garantías para la prevención del repunte nacionalista. No hay recetas mágicas para poner freno al populismo. Pero eso no nos condena a su advenimiento inaplazable. Lo explicó muy bien Obama, el otro día, en la Convención Demócrata, cuando el público empezó a abuchear el nombre de Trump: “Don’t boo. Vote”.

*El País, 2 de agosto 2016




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