PIERPAOLO
BARBIERI1
· "Populismo” es
una de esas palabras que están en todas partes pero eluden una definición. En
la Europa contemporánea muchos plantean el concepto como la solución a nuestros
males de corrupción y crisis económica. A pesar de que se evite la comparación
explícita, su ideal es aquel de las “nuevas izquierdas” latinoamericanas de
Chávez en Venezuela, Kirchner en Argentina o Correa en Ecuador. Y bajo esta
visión del “populismo como liberación” ante la injusticia de “las castas” se
encuentra normalmente el ideario de Ernesto Laclau, un filósofo argentino que
vivió la mayoría de su vida en Inglaterra y murió en Sevilla mientras disertaba
en 2014.
La liberación que
proponía Laclau no es tal. Como decía Leon Wieselthier, en un brillante ensayo
sobre la devoción moderna a la tecnología, irónicamente nunca ha existido un
universalismo que no excluya. Laclau aplaude la polarización social, sin
entender que esta destruye los pilares del desarrollo político y económico.
Es irónico que el
estilo de Laclau —acérrimo defensor de la liberación de los oprimidos— sea
inaccesible y pedante; es un producto arquetípico de la burbuja universitaria,
lejos de las minorías que defiende. Pero su diagnóstico en Hegemonía y
estrategia socialista(1985, con Chantal Mouffe) y La razón populista (2005)
merece crédito: el populismo político es síntoma de una democracia enferma de
corrupción y una economía que no brinda igualdad de oportunidades para aquellos
de diversos orígenes sociales. El error central de las “nuevas izquierdas”
latinoamericanas (y europeas) es que su universalismo no libera: primero
excluye en las urnas y cuando es necesario, lo hace violentamente. Es así que
cementa inequidades desprovistas de la meritocracia que crea clases medias y
controles institucionales. Paradójicamente Laclau propone sucumbir a los vicios
que deberíamos suprimir.
Después de todo, la
nuevas élites chavistas que trafican gasolina a Colombia, los señores de la
obra pública argentina con cuentas suizas y los apparatchicks de
las empresas estatales brasileñas, ¿se diferencian tanto de las viejas élites
que desterraron? No, representan la misma opresión con distinto opresor.
Ya decía Il
Gattopardo de Lampedusa que “para que todo siga igual, todo tiene que
cambiar.” Lo que transforma sociedades y nos libera del “determinismo cultural”
—ese que creía que en España no era posible la democracia, como hoy cree que en
Argentina no es posible el desarrollo sin crisis— no es la reivindicación de
los fallas democráticas como virtudes autoritarias. La respuesta es libertad y
educación, básicamente los reductos de la Ilustración que supo crear la
democracia liberal en Europa.
Cuando el edificio
de la economía heterodoxa y neomarxista se derrumba (porque hubiera servido
leer algún libro publicado después de la Teoría general de
Keynes), entonces se ve que los resultados de las nuevas izquierdas son de
magros a inexistentes; la excepción es una reducción de la inequidad que se dio
más por motivos macroeconómicos (el boom agricultural) que por
decisiones políticas. Europa debería ver un futuro evitable en Latinoamérica:
las estanterías vacías en la Venezuela bolivariana, que sin embargo encuentra
euros para financiar a populistas españoles, o la estanflación regresiva en una
Argentina, donde el vicepresidente está (doblemente) procesado por corrupción.
Estas no son sino las consecuencias lógicas autoritarismos que se imaginan eternos
e infranqueables.
La alternativa
populista de los años veinte y treinta del siglo pasado propuso universalismos
que acabaron mucho peor que los experimentos republicanos que derrocaron. Si
nuestras democracias están enfermas, démosles entonces más democracia, más
controles anticorrupción, más educación en vez de falsos mesías. En la Europa
de la posguerra los errores abundan. Pero los logros de la democracia social
que barrió los autoritarismos del Este no pueden negarse: la España de 2015, a
pesar de sus “contabilidades b”, es mucho más plural que aquella que despertó
en 1975 de una agonía prolongada. Lejos estamos de la perfección, pero el
desarrollo político de la Europa integrada reivindicó aquella sabiduría de
Ortega y Gasset que nos decía que la Europa de la democracia y las libertades
individuales era la solución.
El liberalismo
humanista no puede hacerle frente a las alternativas populistas y sus utopías
universalistas: se reconoce imperfecto, limitado, y, en fin, humano. No atrae
al mesías, pero sí al estadista: al que puede concebir el día posterior al de
dejar el poder, por lo que se dedica a construir instituciones en vez de
personalismos. Es aquel que reparte libros en vez de alpargatas.
Este postmarxismo
de Laclau y sus seguidores enmascara entonces en localismos periféricos el
mismo autoritarismo que se perpetúa en el poder. Este se desnuda como opresor
cuando se demoniza al opositor, ataca a la prensa, y profundiza la corrupción
que se prometió erradicar. Es aquel momento de ruptura en el que el Mussolini
que prometía en las calles obreras de Milán “ahorcar al último Papa con las
tripas del último Rey” una vez en el poder pacta con el primero y se abraza con
el último. Es el día que Kirchner viste Louis Vuitton y los Maduro viajan en
avión privado; el relato político queda vacío ante el peso de la realidad.
Defendamos el
liberalismo imperfecto que pregunta, que cede, que no demoniza, y que rechaza
las reelecciones indefinidas. Ante la duda, más humanismo. Ante la duda, más
democracia. Y los caudillos, para la historia.
Pierpaolo Barbieri es director
ejecutivo de Greenmantle y asesor del Consejo sobre el Futuro de Europa de
Instituto Berggruen para la Gobernanza. Su libro,Hitler’s Shadow Empire:
Nazi Economics and the Spanish Civil War será publicado el 14 de abril
por Harvard University Press
No hay comentarios:
Publicar un comentario