Simón García
La crisis es una catástrofe. Una granada contra la sociedad. Sus fragmentos explotan contra la economía y la situación social. Pero hay esquirlas que impactan otros aspectos, tangibles e intangibles, como la calidad de vida, las condiciones para sentirse felices o las expectativas de futuro. Lo que subsiste a la onda explosiva es porque la resiste. Pero a los sectores con menos de dos salarios mínimos los vuela, ¿sin protesta?
Paradójicamente la crisis nos une. Los chocados cotidianamente por sus conmociones, comienzan a reconocerse como afectados. Estar en el lado de las calamidades permite distinguir a los que no los toca la crisis, amparados en beneficios y privilegios.
La nueva clase dominante, la boliburguesía, se aprovecha de la crisis y a la vez, la alimenta. La telaraña de corruptos, testaferros, despachadores de drogas, contratistas VIP, excavadores de dólares necesita el centralismo, la subordinación de los poderes, la orden de arriba, la protección y la impunidad para apropiarse de la renta del estado.
La línea que separa a esa élite de la mayoría no pasa por la condición clasista, la concepción ideológica o la pertenencia a un partido, sino por la velocidad con la que el proceso les brindó un enriquecimiento que sólo puede explicarse por medios ilícitos. En menos de diez años pasaron de vivir en Coche a tener cuentas y propiedades en otros países.
Esta es una de las oposiciones que repolariza a la sociedad. El país no está emocionalmente dividido en dos mitades, sino que las políticas económicas están creando una creciente inadecuación entre la sociedad y el Estado. La inconformidad y el rechazo al modelo aproxima transversalmente a oficialistas y opositores.
Ahora Maduro parece proponerse el fracaso terminal de llevar el proyecto oficialista a la mengua. Lo que se desenvolvió como una mayoría durante más de una década ha logrado descubrimientos liberadores: se puede ser revolucionario sin seguir el modelo que Maduro quiere mantener y socialista sin encadenarse a un poder autoritario, militarista y centralista.
Para salir del atolladero hay que contar con un liderazgo democrático fuerte, que practique una ética inexpugnable y construya una noción compartida respecto a una sociedad abierta basada en principios de solidaridad, bienestar y libertad. Una conducción plural que puede integrarse con líderes de distinta procedencia, incluso con los que vienen o aún están en un oficialismo agrietado por una sumergida pugna interna.
La MUD, la alianza más organizada y con más vínculos sociales en el conjunto de la oposición, debe resolver los puntos conflictivos entre las estrategias opuestas que alberga. Sin ese paso no hay discurso coherente ni motivación unitaria para moralizar y crear horizontes eficaces de lucha por el cambio.
Existen figuras y pequeños grupos que erróneamente asocian su éxito a la destrucción de aquella oposición que no excluye ninguna forma de lucha y que no concibe la transición como un choque de trenes. Muy activos a la hora de descalificar y notablemente pasivos para combatir el régimen con iniciativas prácticas. Alucinan con ser los opositores de la oposición y atraviesan inquinas contra la posibilidad de lograr una unidad más amplia y diversa a partir de la MUD.
Pero la crisis del modelo, el vacío de gobernabilidad y el colapso económico también pone en entredicho hábitos y lugares comunes en la oposición. Empuja a unirse, no sólo para incrementar su fuerza sino para dar el salto para hacerse una alternativa.
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