Nelson Acosta Espinoza
En el campo democrático se ha producido un cambio de carácter primordial. Ha sido “expropiada”, en cierto sentido, la estructura narrativa tradicional mediante la cual estos partidos se comunicaban con el país. El oficialismo se ha apoderado de sus “palabras fuerzas” y “enmarcado” los temas importantes en su oferta discursiva. Los significados de términos como democracia, pueblo, región, pobres, religión, asistencialismo, industrialización, etc., han sido reconvertidos y han adquirido un nuevo sentido que le es otorgado por la ordenación narrativa del socialismo del siglo XXI. El gobierno ha desplegado una operación simbólica que ha transformado hasta los signos patrios: escudo, rostro de bolívar, bandera, uniformes del ejército nacional, y pare usted de contar. En fin, han dotado de una sólida identidad política a la mayoría humilde de la población. Identidad que aún no ha sido disputada por los sectores democráticos.
Tal es la naturaleza de esta mutación que ha despojado de eficacia discursiva a los sectores de oposición; el carácter reactivo de sus tácticas y la dificultad para elaborar un nuevo relato es muy probable que se encuentren ancladas en estas circunstancias mencionadas anteriormente.
Un tema a ser abordado con urgencia sería, entonces, la construcción de esta identidad que se contraponga a la que define al sector oficialista. La pregunta salta a boca de jarro. ¿Cómo se pueden construir? ¿En dónde se encuentra la materia prima para poder modelarlas? Y, finalmente, una vez constituida, ¿Cómo puede adquirir un carácter expansivo?
Sobre este punto hemos elaborado algunas ideas. Primero, sería indispensable articular la cultura popular a la narrativa democrática. Ello implica construir identidades políticas regionales a partir de sus tradiciones culturales (federalizar el discurso). Los componentes etnográficos que definen, por ejemplo, la zulianidad, valencianidad, andinidad, etc., deben ser resignificados y “encuadrados” al interior de un nuevo relato político que se presente como alternativa al que en la actualidad hegemoniza el escenario público. Segundo, comprender que la lucha política es una confrontación simbólica: se disputan las palabras. Tercero, dotar a estas identidades de un carácter expansivo; no encerrarlas en un ghuetto discursivo, todo lo contrario, hacerlas polisémicas de modo que el mayor números de sectores se sientan identificados con sus rasgos definitorios.
Veamos, a modo de ejemplo, un ejercicio sencillo. Tomemos vocablos clave del discurso de PSUV. Al estado comunal se le opondría el federalismo integrador; al poder popular se confrontaría con las autonomías locales; economía social se resignificaría como economía social de mercados; comuna socialista se traduciría como autonomías políticas; al hombre nuevo se le enfrentaría la ciudadanía democrática.
Desde luego, estas palabras deberán ser encuadradas dentro de los marcos culturales regionales y a asociadas a nuestras convicciones morales más arraigadas. En fin, con estos y otros vocablos sería posible iniciar la construcción del nuevo relato; vinculando este “cuento” con las tradiciones, héroes, personajes populares, leyendas, etc., que proporcionarían la materia prima para la construcción de las nuevas identidades políticas.
Desde luego, estas palabras deberán ser encuadradas dentro de los marcos culturales regionales y a asociadas a nuestras convicciones morales más arraigadas. En fin, con estos y otros vocablos sería posible iniciar la construcción del nuevo relato; vinculando este “cuento” con las tradiciones, héroes, personajes populares, leyendas, etc., que proporcionarían la materia prima para la construcción de las nuevas identidades políticas.
Para poder construir con éxito el nuevo proyecto de país sería imperativo derrotar “esta anomia identitaria” que padece la oposición.
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