El presidente de
Venezuela se refería recientemente a qué pasará en el caso de que la oposición
llegase a obtener la mayoría en la Asamblea Nacional en las elecciones del 6 de
diciembre. “Nosotros no entregaríamos la revolución y… gobernaríamos con el pueblo
en unión cívico-militar”, dijo. Como buen demócrata, Nicolás Maduro se apresuró
a aclarar que todo eso lo haría con “la Constitución en la mano”. Al presidente
se le olvidó comentar el pequeño detalle de que la Constitución no contempla un
Gobierno “cívico-militar” ni la posibilidad de desconocer los resultados
electorales. De lo que no se olvidó fue de pronosticar que, “si fracasa la
revolución, habrá una masacre”.
Pero el presidente
también ha dejado claro que la oposición no va a ganar. Esa posibilidad la
describe como un “escenario negado y transmutado” (no; yo tampoco sé qué es un
escenario transmutado). Sorprende la seguridad que tiene Maduro de que es
imposible (o “transmutado”) que la oposición gane la mayoría parlamentaria, ya
que todas las encuestas registran un abrumador repudio al Gobierno en general y
a él en particular. Entonces, ¿por qué está tan confiado? Por muchas razones,
la mayoría de las cuales no tienen que ver con eso que llaman “elecciones
limpias”. Por dar un ejemplo, Maduro sabe que cuenta con miles de funcionarios
como José Miguel Montañez, el gerente de la aduana del aeropuerto de Maracaibo.
El señor Montañez fue grabado por uno de sus subordinados cuando ordenaba a
todo el personal que votara por los candidatos del régimen y les exigía que al
día siguiente de las elecciones llevaran una foto de su voto, como prueba de
que lo hicieron “correctamente”. Maduro también sabe que puede contar con el
uso indiscriminado del dinero del Estado para apoyar a sus candidatos.
Además, inhabilitar a
los líderes de la oposición, encarcelarlos (y, a veces, asesinarlos) o que
milicias armadas ataquen frecuentemente las marchas contrarias al oficialismo
seguramente nutre su confianza de que es imposible que el “escenario transmutado”
prevalezca.
Finalmente, Maduro
sabe que controla los medios de comunicación que llegan a las grandes mayorías.
Una reciente evaluación estadística de Javier Corrales y Franz von Bergen
revela que la televisión (pública y privada) apenas menciona a la oposición
—salvo para denunciarla— mientras que el oficialismo es omnipresente y sus
iniciativas reciben calurosos halagos. Un buen indicio de la férrea censura del
Gobierno a los medios es el hecho de que la televisión no ha informado o
discutido sobre la detención, en Haití, de dos sobrinos de la primera dama,
acusados de estar involucrados en el tráfico de 800 kilos de cocaína. Tampoco
que estos jóvenes están siendo procesados en un tribunal en Manhattan.
Pero el arresto de los
sobrinos y lo que ellos están contando a las autoridades estadounidenses no son
la única preocupación de Maduro y su Gabinete. Con creciente frecuencia altos
funcionarios venezolanos piden asilo en EE UU y hacen graves revelaciones sobre
la criminalidad del Gobierno.
Por otro lado, la Organización de Estados Americanos (OEA) parece haber
despertado de su letargo y su nuevo secretario general, Luis Almagro, ha
enviado una carta de 18 páginas a Tibisay Lucena, la jefa del Consejo Nacional
Electoral (CNE), documentando las irregularidades y abusos gubernamentales que
tolera de modo complaciente y cómplice el organismo que ella —una conocida
simpatizante del régimen— supervisa desde 2006. Almagro concluye que las
elecciones del 6 de diciembre “no están garantizadas al nivel de transparencia
y justicia electoral que usted desde el CNE debería garantizar”. El nuevo jefe
de la OEA también se atrevió a condenar el asesinato de un líder opositor, lo
cual generó la inmediata y sofisticada reacción del estadista venezolano:
“Almagro es una basura, con el perdón de la basura”.
Las inéditas denuncias
de Almagro simbolizan la erosión del benevolente ambiente internacional del que
ha disfrutado durante 15 años el Gobierno de Venezuela. Cristina Kirchner está
fuera y Dilma Rousseff se tambalea. Los cubanos están “normalizándose” con
Estados Unidos. Los elogios de la izquierda del mundo a la “Revolución
Bolivariana” se han hecho menos automáticos o patentes (véase Podemos). Está
por publicarse una carta firmada por numerosos y muy prestigiosos jefes y ex
jefes de Estado exigiendo a Maduro que libere a los presos políticos y
garantice elecciones limpias. El petróleo está a la baja y en Venezuela la
inflación, la devaluación de la moneda y los asesinatos baten récords
mundiales. Desabastecimiento y desmoralización. Los problemas son muchos y las
soluciones, inexistentes.
Pero entonces, ¿qué va
a pasar en Venezuela? Hay tres escenarios:
1. La patada al
tablero: el Gobierno suspende las elecciones o perpetra un fraude masivo y
visible.
2. El Gobierno hace
milagros: Gana en buena lid y demuestra así que todas las encuestas estaban
equivocadas.
3. Maduro se da un baño de democracia: la oposición gana y Maduro le
concede la victoria. Eso lo legitima ante el mundo y suaviza las presiones
internacionales. Sus aliados declaran con alivio que, “una vez más, se
demuestra que en Venezuela hay una democracia”.
Creo que este último
es el escenario más probable. También creo que, de ganar la oposición, el
régimen le quitará presupuesto, atribuciones y poder a la Asamblea Nacional.
Este no sería un truco nuevo: en 2008 el opositor Antonio Ledezma ganó la
alcaldía de Caracas e inmediatamente el presidente Hugo Chávez transfirió el
presupuesto y las principales atribuciones del cargo a un nuevo ente bajo su
control. Después, Maduro —ya como presidente— ordenó arrestar a Ledezma, quien
ha pasado así a engrosar las filas de los muchos presos políticos del régimen.
El mensaje: una
democracia no se mide por lo que pasa el día de la votación, sino por la manera
en la que el Gobierno se comporta durante su mandato. Y una tiranía lo sigue
siendo aunque haga elecciones. Y aunque las pierda.
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