lunes, 6 de julio de 2015

Inmediatez de lo Uno


Nelson Acosta Espinoza

Simples, esquemáticas y peligrosas parecieran ser las características resaltantes de las narrativas políticas estructuradas en términos dicotómicos.  El célebre Decreto de Guerra a Muerte del  15 de Junio de 1813, por ejemplo, escindía el país en dos bandos irreconciliables: españoles y patriotas. Al  primer grupo se le prometía la muerte “aún siendo indiferentes”, al  segundo, “contad con la vida, aun siendo culpables”.  La polaridad civilización y barbarie, igualmente, podría conceptualizarse como muestra de una narrativa organizada bajo los auspicios de esta lógica. Bajo su dictado, los problemas que confrontaba la nación, fueron percibidos como reflejo de la tensión existente entre tendencias hacia la integración y disgregación social. En consecuencia, el acto de gobernar fue concebido como una escogencia entre civilización y barbarie. Desde luego, el primer polo correspondía a los sectores gobernantes y, el segundo, a las masas populares. En fin, sobre esta estructura discursiva han descansado los diversos autoritarismos que caracterizaron la casi totalidad de nuestra vida republicana.

Otros totalitarismos, los  de tono fascista, estalinista, nazista, franquista y de sesgo bonapartista organizaron, igualmente, sus relatos políticos en torno a esta disyunción que divide el mundo entre buenos y malos. Esta operación narrativa  permitió, por un lado, adjudicar una cierta supremacía moral al grupo que detentaba el poder y, por el otro,   facilitó la definición del oponente como enemigo y, en consecuencia, propiciar su destrucción moral o su exterminio físico.

La narrativa democrática, a contrapelo de la autoritaria, ha de construirse a partir del reconocimiento de la existencia de diferencias. En este sentido, lejos de simplificar,   este discurso debería   diversificar y hacer más complejo el ámbito de lo político.  En otras palabras ha de promover, no cancelar, el pluralismo como expresión política.

El escenario electoral parece estar copados por estas dos lógicas narrativas. El oficialismo intenta  escindir el campo político entre socialismo o capitalismo, poder popular o gobierno de élite, patriotas o imperialistas. Lo abstracto de esta propuesta  permite escamotear, por un lado,  la singularidad de los problemas que afectan a los venezolanos y, por el otro, reforzar la relación vertical que en estos últimos años el líder-presidente ha  establecido con las masas.

La oposición, por el contrario, debería intentar reivindicar el ejercicio de la política. Para alcanzar este objetivo, sin duda alguna,  ha de  propiciar la pluralidad, el reconocimiento y respeto de las diferencias. Su oferta, en consecuencia,  ha de estar  dirigida a rescatar el arbitraje democrático como formula para la reconstrucción del país. Emocionar a todos los venezolanos para atraerlos hacia su polo electoral.

Estas dos lógicas discursivas compiten por transformar a sus destinatarios en interlocutores. En otros términos,  intentan mutar a los ciudadanos en electores. Pero más allá de estas implicaciones, los votantes enfrentan un viejo dilema: reconvertir lo ya vivido o, en caso contrario, intentar transitar el sendero hacia la edificación de lo no experimentado. Esta última opción seria la que expresaría lo revolucionario. La radicalidad autentica.
 
Recordemos que la democracia tiene sentido porque estimula y permite la organización autónoma de la gente,  previene los excesos y garantiza el derecho a la disidencia. Los autoritarismos, por el contrario, celebran como épica admirable las prácticas clientelares, vale decir, promueven el sacrificio de los derechos políticos a cambios de los favores del poder.

Esperemos que la inmediatez de lo táctico  no apague la posibilidad de futuro que paulatinamente comienza a vislumbrarse ante los venezolanos.














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