Nelson Acosta Espinoza
Simples, esquemáticas y
peligrosas parecieran ser las características resaltantes de las narrativas
políticas estructuradas en términos dicotómicos. El célebre Decreto de Guerra a Muerte del 15 de Junio de 1813, por ejemplo, escindía el país en dos bandos
irreconciliables: españoles y patriotas. Al
primer grupo se le prometía la muerte “aún siendo indiferentes”, al segundo, “contad con la vida, aun siendo
culpables”. La polaridad civilización y
barbarie, igualmente, podría conceptualizarse como muestra de una narrativa
organizada bajo los auspicios de esta lógica. Bajo su dictado, los problemas
que confrontaba la nación, fueron percibidos como reflejo de la tensión
existente entre tendencias hacia la integración y disgregación social. En
consecuencia, el acto de gobernar fue concebido como una escogencia entre
civilización y barbarie. Desde luego, el primer polo correspondía a los
sectores gobernantes y, el segundo, a las masas populares. En fin, sobre esta estructura
discursiva han descansado los diversos autoritarismos que caracterizaron la
casi totalidad de nuestra vida republicana.
Otros totalitarismos, los de tono fascista, estalinista, nazista,
franquista y de sesgo bonapartista organizaron, igualmente, sus relatos políticos en torno a esta
disyunción que divide el mundo entre buenos y malos. Esta operación
narrativa permitió, por un lado,
adjudicar una cierta supremacía moral al grupo que detentaba el poder y, por el
otro, facilitó la definición del oponente como
enemigo y, en consecuencia, propiciar su destrucción moral o su exterminio
físico.
La narrativa democrática, a
contrapelo de la autoritaria, ha de construirse a partir del reconocimiento de
la existencia de diferencias. En este
sentido, lejos de simplificar, este discurso
debería diversificar y hacer más complejo el ámbito de
lo político. En otras palabras ha de
promover, no cancelar, el pluralismo como expresión política.
El escenario electoral parece
estar copados por estas dos lógicas narrativas. El oficialismo intenta escindir el campo político entre socialismo o
capitalismo, poder popular o gobierno de élite, patriotas o imperialistas. Lo
abstracto de esta propuesta permite
escamotear, por un lado, la singularidad
de los problemas que afectan a los venezolanos y, por el otro, reforzar la
relación vertical que en estos últimos años el líder-presidente ha establecido con las masas.
La oposición, por el contrario, debería
intentar reivindicar el ejercicio de la política. Para alcanzar este objetivo,
sin duda alguna, ha de propiciar la pluralidad, el reconocimiento y
respeto de las diferencias. Su oferta, en consecuencia, ha de estar dirigida a rescatar el arbitraje democrático
como formula para la reconstrucción del
país. Emocionar a todos los venezolanos para atraerlos hacia su polo electoral.
Estas dos lógicas discursivas
compiten por transformar a sus destinatarios en interlocutores. En otros
términos, intentan mutar a los
ciudadanos en electores. Pero más allá de estas implicaciones, los votantes
enfrentan un viejo dilema: reconvertir lo ya vivido o, en caso contrario,
intentar transitar el sendero hacia la edificación de lo no experimentado. Esta
última opción seria la que expresaría lo revolucionario. La radicalidad autentica.
Recordemos que la democracia
tiene sentido porque estimula y permite la organización autónoma de la gente, previene los excesos y garantiza el derecho a
la disidencia. Los autoritarismos, por el contrario, celebran como épica
admirable las prácticas clientelares, vale decir, promueven el sacrificio de
los derechos políticos a cambios de los favores del poder.
Esperemos que la inmediatez de lo
táctico no apague la posibilidad de futuro
que paulatinamente comienza a vislumbrarse ante los venezolanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario