La valentía reformista de la península choca con el inmovilismo de otras socialdemocracias
Publicado en El País (España) el 6 de julio de 2014
Victor Lapuente Giné
Érase una vez un rincón de Europa con una larga tradición de guerras sangrientas. En su último enfrentamiento fratricida idearon, antes que los nazis, campos de concentración a gran escala en los que dejaban morir de hambre a combatientes y civiles del bando enemigo. Un lugar que había llegado tarde a la industrialización y que empezó el siglo XX con altos niveles de desigualdad, una emigración masiva hacia América y una fuerte conflictividad social. Un lugar donde en los años treinta los socialistas entrarían en el Gobierno tentados de dar a unas bases radicalizadas la revolución que tanto deseaban…
¿España? No, Escandinavia. Lejos de esa imagen tan extendida de un paraíso terrenal igualitario, la historia de la Europa nórdica está llena de episodios terribles. Pero en un momento determinado fueron capaces de revertir su debilidad económica y social para convertirse, unas décadas después, en las sociedades más competitivas y, a la vez, más solidarias del mundo. Hoy día lideran el planeta en innovación, igualdad (económica, de oportunidades o de género), sostenibilidad medioambiental, ayuda al desarrollo y casi cualquier otro indicador de calidad de vida.
¿Cómo fue posible la construcción de este modelo que podríamos definir como capitalismo solidario? Los partidos socialdemócratas desempeñaron un papel decisivo, pero su éxito no se basó en proponer un modelo alternativo al capitalismo o en reconectar con los ideales verdaderos de la izquierda. Por el contrario, aceptaron lo bueno que tiene el capitalismo (la idea de que el desarrollo económico viene de abajo y no de arriba, como diría Roosevelt, otro gran héroe de esa época, en 1932) y, en lugar de ahondar en las raíces ideológicas socialistas, se fueron por las ramas de la tercera vía antes de que ese concepto se hubiera inventado.
La suya fue una traición en toda la regla a una izquierda que pedía la muerte del sistema capitalista. Pero con todos los aficionados gritando con el pulgar hacia abajo, el gladiador rechazó cortar la cabeza. Esta valentía tuvo sus efectos positivos a medio plazo. Basta comparar la exitosa tercera vía de los socialdemócratas suecos en el periodo de entreguerras con las visiones estridentes de la lucha de clases por las que optaron sus correligionarios alemanes del SPD (como hace Sheri Berman en The Social Democratic Moment, 1998) o españoles del PSOE (como hacemos Bo Rothstein y servidor en la revista Comparative Political Studies, 2013). Mientras la obcecación con la lucha de clases contribuyó a hundir a Alemania y España en el totalitarismo, la colaboracionista socialdemocracia sueca se consolidaría durante décadas en el poder construyendo el Estado de bienestar más generoso del mundo.
Cada país en la Gran Depresión —como hoy en la Gran Recesión— vivía sometido a unos condicionantes muy particulares. Pero resulta obvio que hubo —como hay hoy día— posibilidad de optar por estrategias socialdemócratas distintas. Unas estrategias con impactos sociales brutalmente diferentes.
A lo largo de estas décadas, los socialdemócratas suecos no siempre han elegido bien, lo que desmonta el mito de la infalibilidad de los nórdicos. Por ejemplo, en un ejercicio de creciente autocomplacencia con las bondades de su modelo, el gasto público se les fue de las manos, disparándose por encima del 60% del PIB a finales del siglo XX. Los impuestos llegaron a ser tan distorsionadores que la venerable Astrid Lindgren, la creadora de Pippi Calzaslargas, se rebeló cuando sus ingresos fueron gravados a un tipo del 102%. Pero de estos errores, los socialdemócratas nórdicos han salido, en general, con mucho pragmatismo y poca pureza ideológica. Entre Pippi Calzaslargas y Karl Marx han elegido a Pippi.
Su valentía reformista choca con el inmovilismo de nuestras socialdemocracias. Ellos han priorizado la calidad y la eficiencia en la prestación de los servicios públicos por encima de los intereses de quienes los prestan. Cuando han entendido, tras un análisis de coste-beneficio, que había que remodelar el mapa administrativo, han acometido fusiones de municipios, reestructuraciones organizativas y todo tipo de innovaciones en gestión pública. De forma que los países nórdicos también lideran las comparativas de modernización administrativa. Han introducido competencia (regulada, no salvaje, pero competencia al fin y al cabo) tanto dentro de las organizaciones públicas —con unos empleados públicos desfuncionarizados en su gran mayoría— como entre organizaciones —a veces de titularidad pública, a veces privada.
Este coraje para enfrentar intereses particulares (como el del funcionario X, la Diputación Y o el pequeño Ayuntamiento Z, etcétera) en pos de intereses generales está ausente en nuestra socialdemocracia. Los tres candidatos a liderar el PSOE no ofrecen de momento muchas esperanzas de cambio. Dicen lo que muchos quieren oír (“unidad”, “más socialismo”, derogar la reforma laboral), pero no lo que el país necesita para construir un Estado de bienestar sostenible: por un lado, necesitamos un modelo de flexiseguridad que libere el potencial creativo de unos emprendedores y trabajadores públicos-privados españoles atados por regulaciones asfixiantes y que proteja de las inclemencias de la globalización con una fuerte inversión pública en capital humano; por otro, urge una transformación —no radical, pero sí continua— de cómo funciona nuestro sector público.
Muchos juzgarán el concepto de capitalismo solidario como un oxímoron, o como el extravagante resultado de una coyuntura histórica. Yo entiendo, por el contrario, que es la base sobre la que se sustentan las sociedades más avanzadas (miremos la dimensión que miremos) del mundo y, por tanto, la ruta más segura hacia un futuro sostenible.
No es difícil ver que el capitalismo necesita el contrapeso de la solidaridad. De hecho, un número creciente de capitalistas en EE UU son conscientes de que una economía de mercado sin un fuerte reparto de la riqueza es una receta para el colapso social. Y la solidaridad también requiere un vibrante capitalismo: a lo largo de la historia, ningún Estado de bienestar ha florecido fuera de una atmósfera económica dinámica.
Dejemos pues que capitalismo y solidaridad se quieran.
2 comentarios:
Es decir libre mercado , con una fuerte y efectiva solidaridad , como parte fundamental de un capitalismo solidario , parece ser la solución para llegar a una sociedad justa y solidaria.
Pues tal parece que así es. Desde luego, sin algún tipo de capitalismo, el progreso está negado. Al capital hay que domarlo, obligarlo a que cumpla si no lo hace de buen gusto, pero dejarlo que funcione para así generar productos (o servicios) y trabajo honrado y bien remunerado para sus trabajadores además de impuestos al estado.
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