domingo, 21 de junio de 2015

No es (simplemente) una dictadura


Humberto García Larralde

El atropello a los senadores brasileros que arribaron el jueves a Venezuela, como las injurias  proferidas contra el líder socialista Felipe González una semana antes –ambas visitas motivadas por la suerte de los presos políticos y de los derechos humanos en el país- revelan, una vez más, la naturaleza fascista del régimen maduro-chavista. No es simplemente de una dictadura.

Las dictaduras militares de América Latina nacieron con un complejo de culpa una vez que la democracia se asumió como marco para la modernización de nuestros países[1]. No se atrevían a definirse contrarios al régimen democrático que deponían, sino a quienes habían abusado de él, “convirtiendo sus libertades en libertinaje” para destruir las estructuras que ligaban al tegumento social. El golpe militar respondía a una emergencia extraordinaria, a un llamado a restaurar el orden y “salvar” a la nación, en gravísimo peligro de hundirse en la anarquía. Su permanencia en el poder era porque la situación de “emergencia” no cesaba, no porque no reconociesen las virtudes de la democracia. Como “mal necesario” al cual deberíamos estar agradecidos, los dictadores gorilas no tenían empacho en mostrar que “compartían” estos valores. Así, Pinochet aceptó la visita de Felipe González -todavía no era Presidente de España- para interceder por dos presos políticos. Otras dictaduras aprovecharon gestos humanitarios para liberar a uno que otro detenido político a cuentagotas, buscando limpiar la sangre que derramaron para llegar al poder. Si bien se justificaban con slogans cargados de ideología –“defendamos la patria ante el peligro comunista”-, no eran regímenes motivados ideológicamente: su interés primordial era defender las estructuras de poder de las cuales eran usufructuarios. Pero sus intentos de legitimación apelaban cínicamente a los mismos atributos que estaban destruyendo.

El fascismo no alberga sentimiento de culpa alguno. Por el contrario, pregona una superioridad moral para imponerse, invocando epopeyas mitificadas acerca del pasado fundacional del Pueblo (con mayúsculas), representadas por contraposiciones simbólicas de lucha entre el “bien” (que ellos encarnan) y el “mal” de los enemigos del pueblo. El deber ser de los fascistas, proyectado en estos términos maniqueos, se asume como artículo de fe; una verdad revelada que no se asienta en la razón -porque es indiscutible- sino en la pasión y el apego por el Nuevo Orden revolucionario que limpiaría a la sociedad de indeseables. El juego político de la democracia es reemplazado por una sucesión de batallas contra enemigos internos y externos, que galvaniza a una militancia en tensión permanente, y justifica el uso de medios violentos para doblegarlos. De ahí la necesaria militarización de la sociedad y la supresión del individuo qua ciudadano, para engullirlo en una masa informe cuya identidad y misión emanan solo de la voluntad del Líder. El fascismo busca demoler al Estado de Derecho para reemplazarlo por el ejercicio discrecional de un poder basado solo en la fuerza. Ello genera una situación de anomia que privilegia el surgimiento de mafias que se disputan los favores del jefe para posicionarse en la expoliación de la cosa pública y en el despojo de quienes no se les reconocen derechos por ser “enemigos”. Pero al cobijo de una retórica revolucionaria.
Como centro de tal universo, Chávez nunca se imaginó un mundo discurriendo sin él y no se ocupó de preparar un sucesor. Sólo en trance de muerte y por imposición cubana, unge para sucederle a un ignaro que no exhibía otro mérito para ocupar la presidencia que no fuese la lealtad absoluta e incondicional con su legado o con la versión de él formulada por sus jefes antillanos. De ahí la elevación de Chávez, el eterno, a la condición de semidiós y al chavismo en secta religiosa con sus consignas-letanías impermeables a todo cuestionamiento. Consideraciones políticas referidas al trato con el adversario, al respeto a los derechos humanos y al fair play que deberían garantizar instituciones autónomas, simplemente no existen para estos fanáticos, no están entre sus referentes. Sus reglas y normas se derivan de las decisiones del Líder, y éstas son asumidas como ley[2]. De ahí que al auto-designado custodio de la memoria de Chávez le importe un comino la reacción nacional e internacional a sus desmanes, sus agravios a ex presidentes de naciones amigas o a la agresión hecha a senadores del Brasil. El reclamo de no-injerencia en los asuntos internos del país, además de desconocer la universalidad de los derechos humanos –no mediatizados por consideraciones de soberanía-, es, en realidad, una demanda de impunidad para que lo dejen reprimir, maltratar a presos políticos y amparar negocios ilícitos. La manoseada invocación del principio de la “autodeterminación de los pueblos” se convierte en licencia para el malandraje, en una patente de corso para corruptelas y para acciones de fuerza del Estado en contra de los derechos humanos.  

Los fascistas tienen vocación totalitaria[3]. Se empeñan en imponer su verdad indiscutible a todos los ámbitos de la vida en sociedad. No está en sus mentes la idea de negociar con otras fuerzas sus fines o sus procedimientos. Su verdad es la única aceptable. Por eso es difícil entenderse con ellos a menos que se negocie desde posiciones de fuerza. Y esto es bueno que lo asuman los partidos democráticos, ilusionados –algunos- en que una victoria en las elecciones parlamentarias abriría una agenda de negociación entre un Legislativo opositor y un Ejecutivo obligado a buscar acuerdos para iniciar una transición. Lamentablemente, no se vislumbra que el juego institucional, amparado en la ley, sea reconocida por quienes no quieren desprenderse de sus prácticas expoliadoras. Sola la acumulación de fuerzas puestas de manifiesto en el resultado electoral, movilizaciones sociales de por medio, podrán presionar los cambios.

Por último, Leopoldo López y otros valerosos ciudadanos que se declararon en huelga de hambre para presionar al gobierno para que anuncie la fecha de las elecciones y libere a los presos políticos, tienen que entender que tan terrible sacrificio no moverá a Maduro y los suyos. A los fascistas les importa un bledo la vida de quienes los adversan. Se trata de labanalidad del mal registrada por Hannah Arendt en el juicio a Adolf Eichmann, en la que la imposición de una verdad absoluta como expresión única admisible del deber ser de una sociedad –es decir, la imposición de un mal absoluto, en tanto aplasta el albedrió individual y todo pensamiento independiente-, lleva a funcionarios aparentemente anodinos a llevar a la muerte a millones, sin contemplación alguna, porque eso era lo que el Nuevo Orden revolucionario esperaba de ellos. Leopoldo, ¿En verdad crees que un jefe nazi como el Coronel Homero Miranda a cargo de Ramo Verde, o Maduro, Cabello y las mafias que amparan, les preocupa tu estado de salud? Te necesitamos mucho más como líder activo, talentoso y comprometido, que como mártir.



[1] No es el caso de la dictadura de Juan Vicente Gómez, de épocas previas a la asunción de una cultura democrática. Gómez se proyectaba como el padre severo obligado a disciplinar a sus hijos díscolos “por su propio bien”: el gendarme necesario para un pueblo inmaduro y bárbaro pregonado por Vallenilla (Cesarismo Democrático), quien pacificó y puso orden en Venezuela reprimiendo toda protesta. 
[2] Hermann Göering, ante fiscales públicos el 12 de julio de 1934, afirmaba que “La ley y la voluntad del Führer son una sola”. El propio Hitler llegó a reclamar su papel como “juez supremo del pueblo alemán”, incluyendo poderes para llevar a la muerte a quien quisiera. Ingo Müller, Los Juristas del Horror, pp. 101-2.
[3] El término totalitarismo, acuñado por el filósofo fascista Giovanni Gentile, fue adoptado por Mussolini, quien declaró al Estado Fascista como totalitario. Según Hannah Arendt y otros, sin embargo, el fascismo italiano nunca lo fue realmente, como si lo fueron el nazismo alemán y el estalinismo. 


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