Simón García
Son públicas y notorias las evidencias de la galopante convicción de que hay que detener esta racha de fracasos que castiga al país. Una voluntad que, afortunadamente, comienza a marchar junto a la decisión de ir a votar a como dé lugar. Y de respetar y hacer respetar los resultados.
El descontento elemental con el gobierno nacional, la acumulación de problemas que hacen inaguantable la situación actual, la explosión de frustración entre quienes pensaron que el presidente Maduro aportaría verdaderas soluciones, el ostensible amparo de las grandes corruptelas o los denunciados vínculos de funcionarios con el narcotráfico que no se investigan son factores que están creando un clima de rechazo al gobierno.
La crisis está modificando el sentimiento de la gente. Proporciona el primer escalón hacia un cambio de opinión, de actitud y finalmente de conducta en una inmensa mayoría de ciudadanos. También justifica a quienes se han comido las verdes y soportado agresiones por parte de una cúpula cuyo sectarismo se pasa de maraca hasta con los suyos.
La necesidad de salir de la crisis brota ya de modo silvestre. Se está esparciendo una ruptura de lealtad con un gobierno cuyos errores sepultaron la devoción popular hacia Chávez. La mayoría que lo respaldó se ha evaporado, unos se han refugiado en una nostalgia inactiva y otros están mirando hacia la MUD, con la expectativa de reforzar su base popular y aumentar su capacidad para exigir e influir cuando haya que definir nuevos rumbos.
En cuanto a la clase media, las reacciones parecen ser diversas. Un grueso sector de ella, con una cultura democrática adquirida en el pasado, asume firmemente la vía pacífica y democrática. Le otorga a las elecciones parlamentarias la posibilidad de iniciar un proceso de cambios progresivos en el modelo y la gestión bajo un gran acuerdo nacional o abrirle cauces constitucionales a un desplazamiento de la actual élite gobernante, combinando consensos, presión y votos.
Sin embargo, una parte de la población está experimentando una radicalización negativa que impulsa una nueva ola de descalificación de los partidos, negación de la política y defensa eufórica de unos desenlaces para los cuales no se tiene ni la fuerza suficiente para provocarlos ni la capacidad necesaria para gobernarlos, en el caso hipotético de que llegaran a ocurrir.
La chispa que incendia esta radicalidad negativa es la desesperación y la compulsión por resultados instantáneos. En el espejismo de la protesta de calle como llave maestra del cambio se estrellaron importantes jornadas de lucha.
La radicalización negativa concluye en una posición que objetivamente favorece la perpetuación del gobierno: porque restarle votos a la MUD y neutralizar el descontento con una prédica de abstención es el mejor regalo que se le puede hacer a Maduro. No es una acusación, sólo simple matemática.
Asunto distinto, que hay que abordar con franqueza, es el crecimiento de una insatisfacción respecto a la MUD, que alcanza picos cada vez que ella se priva o se coloca por debajo del nivel de exigencias promedio de los venezolanos. El descontento no ha podido aún ser conquistado por los partidos de la oposición formalizada en la MUD.
Uno espera que la MUD sepa leer las señales críticas que se están emitiendo hacia ella y que no las deseche antes de examinar, con nuevos ojos, si contienen algo más que hostilidad inútil. Es momento para construir un discurso, no populista ni neoliberal, y adoptar un compromiso progresista con la equidad del bienestar y la calidad de la democracia.
No basta con la campaña de la crisis. La gente quiere oír ideas claras sobre cómo salir del túnel después de las elecciones. Quiere darle valor país a su voto.
El descontento elemental con el gobierno nacional, la acumulación de problemas que hacen inaguantable la situación actual, la explosión de frustración entre quienes pensaron que el presidente Maduro aportaría verdaderas soluciones, el ostensible amparo de las grandes corruptelas o los denunciados vínculos de funcionarios con el narcotráfico que no se investigan son factores que están creando un clima de rechazo al gobierno.
La crisis está modificando el sentimiento de la gente. Proporciona el primer escalón hacia un cambio de opinión, de actitud y finalmente de conducta en una inmensa mayoría de ciudadanos. También justifica a quienes se han comido las verdes y soportado agresiones por parte de una cúpula cuyo sectarismo se pasa de maraca hasta con los suyos.
La necesidad de salir de la crisis brota ya de modo silvestre. Se está esparciendo una ruptura de lealtad con un gobierno cuyos errores sepultaron la devoción popular hacia Chávez. La mayoría que lo respaldó se ha evaporado, unos se han refugiado en una nostalgia inactiva y otros están mirando hacia la MUD, con la expectativa de reforzar su base popular y aumentar su capacidad para exigir e influir cuando haya que definir nuevos rumbos.
En cuanto a la clase media, las reacciones parecen ser diversas. Un grueso sector de ella, con una cultura democrática adquirida en el pasado, asume firmemente la vía pacífica y democrática. Le otorga a las elecciones parlamentarias la posibilidad de iniciar un proceso de cambios progresivos en el modelo y la gestión bajo un gran acuerdo nacional o abrirle cauces constitucionales a un desplazamiento de la actual élite gobernante, combinando consensos, presión y votos.
Sin embargo, una parte de la población está experimentando una radicalización negativa que impulsa una nueva ola de descalificación de los partidos, negación de la política y defensa eufórica de unos desenlaces para los cuales no se tiene ni la fuerza suficiente para provocarlos ni la capacidad necesaria para gobernarlos, en el caso hipotético de que llegaran a ocurrir.
La chispa que incendia esta radicalidad negativa es la desesperación y la compulsión por resultados instantáneos. En el espejismo de la protesta de calle como llave maestra del cambio se estrellaron importantes jornadas de lucha.
La radicalización negativa concluye en una posición que objetivamente favorece la perpetuación del gobierno: porque restarle votos a la MUD y neutralizar el descontento con una prédica de abstención es el mejor regalo que se le puede hacer a Maduro. No es una acusación, sólo simple matemática.
Asunto distinto, que hay que abordar con franqueza, es el crecimiento de una insatisfacción respecto a la MUD, que alcanza picos cada vez que ella se priva o se coloca por debajo del nivel de exigencias promedio de los venezolanos. El descontento no ha podido aún ser conquistado por los partidos de la oposición formalizada en la MUD.
Uno espera que la MUD sepa leer las señales críticas que se están emitiendo hacia ella y que no las deseche antes de examinar, con nuevos ojos, si contienen algo más que hostilidad inútil. Es momento para construir un discurso, no populista ni neoliberal, y adoptar un compromiso progresista con la equidad del bienestar y la calidad de la democracia.
No basta con la campaña de la crisis. La gente quiere oír ideas claras sobre cómo salir del túnel después de las elecciones. Quiere darle valor país a su voto.
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