Nelson Acosta Espinoza
En la entrega anterior ("¿De regreso a la política?") argumentábamos que la oposición democrática carecía de una apuesta de carácter estratégico. Disculpe, el amigo lector, por la contundencia de esta afirmación. Quizá sería más justo señalar que, por ahora, este sector no ha podido generar una visión alternativa de país. Y, añadíamos, que esta insuficiencia explicaba su vocación de carácter táctico. Desde luego, esta afición tiende, por un lado, a operar como obstáculo para pensar el país en términos de un nuevo paradigma y, por el otro, explica su propensión de actuar exclusivamente en el ámbito de carácter electoral. Cuidado, no estoy afirmando que desplegarse en esa esfera sea incorrecto. Por el contrario, lo erróneo es actuar sin la debida elaboración de una nueva narrativa que sustituya la ya agotada de la IV y V república.
Llegado a este punto parece necesario puntualizar algunos aspectos de orden teórico. De entrada excusen este sesgo de carácter académico. La semiótica enseña, por ejemplo, que el signo es uno de los ladrillos fundamentales usados para construir el significado. Éste se encuentra codificado por el emisor y debe ser decodificado por el receptor en función de su experiencia pasada, colocando el mensaje en un contexto cultural apropiado. Si usted usa el orden narrativo de su adversario, (por ejemplo, la oferta de las misiones) su destinatario (votantes, partidarios, ciudadanos, pueblo, etc.) lo decodificara en términos de ese paradigma. Y, en cierto sentido, reforzará el orden discursivo que se pretende modificar.
¿Cómo traducir lo anterior en términos del accionar político? ¿Gobierno y oposición hacen uso de una gramática política común? ¿Operan ambos en el mismo horizonte y comparten el mismo paradigma? Bien, preguntas complejas que apuntan hacia la necesidad de reforzar la idea de generar un nuevo pensamiento de carácter estratégico. Veamos.
En principio parece razonable sostener que fracciones de la oposición comparten con el oficialismo una concepción monolítica del país que no se presta para la valoración positiva de las diferencias que proporcionan identidad al colectivo nacional. En el plano práctico y, articulado a esta visión, sus organizaciones ejercen un "centralismo" que resta eficacia práctica e ideológica a la lucha política; operan, por así decirlo, con herramientas conceptuales que no facilitan la creación de un proyecto político alternativo.
A lo largo del siglo XX hasta el día de hoy, este paradigma fue conceptualizado con la famosa frase, (Uslar Pietri dixit) de "sembrar el petróleo". Más allá de su obvio significado, esta expresión equivalía a la idea, de acuerdo a la cual modernizar consistiría en domar los atavismos culturales regionales que supuestamente obstaculizaban el acceso a una supuesta condición moderna, unitaria y homogénea para todo el país. Un "Santos Luzardo"(misiones) gubernamental llevaría la civilización a los espacios emblemáticos donde reinaba, una "Doña Bárbara", símbolo de la barbarie. Desde Pérez Jiménez a Hugo Chávez, con distintas denominaciones, ha prevalecido este afán voluntarista de proporcionar homogeneidad a la diversidad que nos caracteriza como pueblo y nación. Desde luego, siempre cabalgando sobre el potro de la renta petrolera.
En fin, un proyecto político alternativo debería asumir discursivamente esta relación entre lo "uno" y lo "diverso". En otras palabras, pensar al país en términos del juego infinito de sus diferencias. Federalizar el discurso político, en consecuencia, implicaría traspasar los límites de las propuestas jurídico-constitucionales y hundir sus raíces en los particularismos e identidades que alimentan conflictos y antagonismos que enriquecen nuestra complejidad cultural y política.
Como sabemos, la uniformidad no es democrática.
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