Nelson Acosta
Espinoza
A finales de la
década de los ochenta tuve la oportunidad de asistir a un seminario en el cual
se debatiría sobre el presente y futuro de la democracia de aquellos años. En este
taller se encontraban representadas las distintas parcialidades que hacían vida
política en el país. Evento, desde luego,
que se daba en el marco de una situación conflictiva. Paros, inflación, fuertes
demandas salariales y políticas. De hecho,
un escenario muy parecido al que estamos confrontando hoy en día. El
tema predominante, en esa ocasión, era de carácter económico. Se pensaba que en
la economía se encontraba la clave para poder desatar el nudo de la
conflictividad social. Los actores en pugna, coincidían, desde sus respectivas
perspectivas, que este era el campo donde debían desplegarse las posibles
soluciones racionales a la crisis.
Traigo a
colación este hecho, porque un sector importante de la dirigencia política de
la época “pensaba” sus propuestas al interior de una marco cognitivo
racionalista. La teoría de la elección racional era el instrumento utilizado
para entender y, eventualmente, modificar el comportamiento social y económico
del país. No voy a explicar o refutar esta opción teórica. El espacio no lo
permite. Basta señalar que esta teoría ha sido
disputada por muchos autores, como Amartya
Sen quien en Los Tontos
Racionales: Una crítica sobre los fundamentos conductistas de la teoría
económica, sostiene que los principios de ese homo economicus, son los de un
imbécil social, “un tonto sin sentimientos que es un ente ficticio sin
moral, dignidad, inquietudes ni compromisos”. La estrategia diseñada dentro de
esta óptica resultó equivocada y, porque no, desastrosa.
El
punto que deseo resaltar que ayer, al igual que hoy, existe una tendencia en
nuestra clase política de no admitir en sus análisis la dimensión emocional y
apostar fuerte por los marcos racionalistas. En general, quienes así piensan, se
encuentran anclados en una concepción desapasionada de esta actividad. Visión subsidiaria de una
relectura parcial y radicalizada del pensamiento ilustrado. Ello explica el
interés por concitar “consensos racionales” o defender la representación de
grupos o individuos desde la categoría de intereses, individuales y/o
colectivos.
El
socialismo del siglo XXI es un ejemplo de este racionalismo. Se pretende desde
el estado organizar a la sociedad sobre bases lógicas y racionales que
garanticen la llamada “vida buena”. Ya sabemos hacia donde conducen estas
políticas. Los venezolanos ya están sufriendo sus consecuencias.
Por otra parte, en otro
extremo del espectro político persiste un gran desconocimiento del “cerebro
político”. Esta ausencia se expresa en un prejuicio: la idea que la política es
razón. En consecuencia, se asume, que las emociones distraen o alteran el
núcleo principal de su planteamiento, vale decir las ideas, ideologías y
propuestas. Sin embargo, el desarrollo de las neurociencias apunta en dirección
contraria. En forma breve, esta orientación cognitiva podríamos resumirla en
esta frase: el cerebro piensa lo que
siente. En consecuencia, la clave para llegar al cerebro es acceder al
corazón. . Si no llegas al corazón, difícilmente llegarás al
cerebro. Esto es lo que se conoce como política de las emociones.
Las implicaciones de este concepto para la
actividad política práctica son múltiples. Por ejemplo, ya no es posible pensar
que una condición objetiva (clase, ingreso, etc.) por si misma genere conductas
electorales comunes y previsibles.
Compartir el mismo ingreso o posición en la cadena de producción no presupone
compartir las mismas emociones y sentimientos. El “cerebro político” no
funciona de esa manera. Insisto, pensamos lo que sentimos. En consecuencia, se
hace indispensable emocionar para convencer. Aquí se encuentra la clave para superar
la polarización y alcanzar el éxito político.
Volvamos al punto inicial. El país se encuentra
sumido en una crisis política, social y económica. El dispositivo político, en
su versión socialista, se ha agotado. Se requiere formular un nuevo modelo. El
necesario acuerdo que requiere su implantación pasa por construir un piso
emocional que lo sustente. La oposición, entonces, deberá gestionar
apropiadamente la política de las emociones. Esta fórmula proporcionará el
impulso que lleva a la acción y a la
construcción del nuevo pacto político.
En fin, cuidado con los tontos racionales.