Publicado en ABC el 18 de mayo de 2013
MIQUEL PORTA PERALES
«El populismo ha logrado construir un imaginario –un nosotros colectivo– susceptible de generar un nuevo sujeto del cambio –el pueblo– frente al enemigo común constituido por la alianza entre el político y el banquero. El estereotipo populista seduce, porque siempre encuentra un enemigo que combatir y siempre tiene una respuesta fácil que ofrecer al buen pueblo.»
La tentación. La pesadilla. Manifiestan que la solución a nuestros problemas –«sí, podemos», repiten incansables– está en los movimientos sociales. Ahí se encuentran –aseguran– «las voces que, a ras de suelo, proclaman lo que tantas veces habrá que repetir». Prosiguen: «Esas voces nos llenan de esperanza» y «debemos gritar con ellas, hasta convertir nuestra rabia en un único clamor». El afán justiciero –la rabia que acusa y señala– sale a escena: «Como no hay justicia formal, se organiza una justicia social, y es la ciudadanía la que, sin hacer ningún tipo de acto violento, se organiza colectivamente para señalar estas personas y que todo el mundo sepa que aquella persona, que se mueve en aquel barrio, y que va a comer ahí, que trabaja allá, es responsable de esta serie de cosas». «Un criminal», sentencian sin posibilidad de defensa. ¿La democracia? Hay que «abrir procesos para acabar con esta forma de representación rígida, en la que unas pocas decenas de personas se autoerigen (sic) la representación por haber recibido unos votos y la participación ciudadana queda excluida hasta pasados cuatro años». Proponen: «El Parlamento tendría que abrirse a procesos de reforma estructural de la participación democrática para reconocer el protagonismo social de muchas movilizaciones sociales, que conocen los problemas directamente, que están trabajando las soluciones y por lo tanto no necesitan representantes sino un espacio de participación y decisión directa». A modo de guinda, una cita –género: autoestima emancipatoria progresista– de Rosa Luxemburgo: «El que no se mueve no escucha el ruido de sus cadenas».
Los movimientos sociales como respuesta a los aprietos y tribulaciones del presente, dicen. ¿Los movimientos sociales? La demagogia. El populismo descarnado. En eso se han transformado aquellos nuevos movimientos sociales que surgieron a finales de los 60 del siglo pasado con la intención de dar respuesta a determinadas cuestiones –la protección de la biosfera, los problemas del crecimiento, la desigualdad de la mujer, los excesos del Estado, la carrera armamentista o la energía nuclear– que habían sido minusvaloradas o postergadas por los partidos políticos tradicionales. Unos movimientos –ese era su lenguaje– que pretendían «definir un nuevo ideal emancipatorio» para «cambiar la vida y transformar la sociedad». Unos movimientos que propiciaron el surgimiento de una nueva conciencia crítica. Pero, unos movimientos que, ya en aquel entonces, estaban cargados de sombras: el catastrofismo ecologista que anunciaba el fin del crecimiento y la desaparición del planeta si no se obedecían sus consignas, el pacifismo zoológico que predicaba el apocalipsis si no se consideraba la paz como un valor absoluto o el feminismo iluminado que preconizaba la lucha de clases entre el hombre y la mujer como instrumento de liberación. Una nueva conciencia crítica, de acuerdo. Pero, también abundantes dosis de fundamentalismo y autoritarismo.
Medio siglo después, quienes han tomado el relevo de aquellos nuevos movimientos sociales –continúa la obsesión: por el medio ambiente, por la energía nuclear, por la paz, por el igualitarismo, por la educación no directiva o por la dación en pago de la vivienda con carácter retroactiva–, además de heredar los peores vicios del abuelo, se han instalado en el avispero de la antipolítica. Vuelve la demagogia. Persiste –acepten la redundancia– el populismo pirómano –invención de la verdad, uso y abuso de la palabra y los sentimientos, fustigación del adversario convertido en enemigo, movilización permanente, desprecio de la legalidad, cancelación de las instituciones democráticas– que puede provocar el incendio social. Ahí está –me remito al inicio de estas líneas– la revelación de la verdad, el unanimismo ideológico, la violencia verbal, el afán justiciero, la delación, la rabia contra el adversario, la excomunión y persecución del disidente, la negación de la representación política democrática en beneficio de una denominada «democracia real» cuyos adalides no han sido elegidos por nadie. Y todo revestido de «buenismo», de ese pensamiento flácido que deviene un integrismo de rostro humano que se obstina en señalarnos el recto camino que seguir –un auténtico proyecto de ingeniería social deliberada– bajo amenaza de exclusión política, ideológica, social y moral.
El populismo crece y gana credibilidad. ¿Por qué? Porque impulsa un discurso –¿qué ocurre? ¿por qué ocurre? ¿quién es el culpable de lo que ocurre?– que necesita las respuestas –¿qué debemos hacer para evitar y corregir lo que ocurre?– que él mismo brinda. Porque, la izquierda, en su afán de recuperar el crédito perdido, avala dicho discurso. El resultado: el descrédito de la política, la –literalmente hablando– búsqueda y captura de unos culpables –el político, la banca, el empresario– que lo son por decreto, la glorificación del buen pueblo dotado de unas virtudes sin límite que es expoliado por la casta político-económica que nos desgobierna. Ante la perversidad del Sistema, el populismo –democracia real, soberanía del pueblo, referéndum obligatorio para escuchar la verdadera voz del pueblo secuestrada por los políticos elegidos según los procedimientos de la democracia puramente formal– se presenta como única alternativa. El populismo ha logrado construir un imaginario –un nosotros colectivo– susceptible de generar un nuevo sujeto del cambio –el pueblo– frente al enemigo común constituido por la alianza entre el político y el banquero. Gracias a esta demagogia, el populismo obtiene credibilidad. ¿La complejidad de lo real? No cuenta. El discurso fácil que anula el análisis riguroso gana la partida con –insisto– la anuencia de una izquierda que juega el papel de comparsa –«tonto útil», se llamaba antes– y va a salir trasquilada de su apuesta.
Los movimientos sociales y el populismo echan raíces, porque el estereotipo –característica de la sociedad post en que vivimos– ha alcanzado la categoría de figura del pensamiento. El estereotipo populista seduce, porque siempre encuentra un enemigo que combatir y siempre tiene una respuesta fácil que ofrecer al buen pueblo. Y, también, porque reafirma el «yo» e incrementa la autoestima de quien cree de haber apostado por la regeneración social. Pero, el estereotipo populista también deslumbra, ofusca, embauca y perturba. Propiamente hablando, el populismo es un movimiento reactivo. Por tres razones: por su naturaleza inquisitorial que otorga certificados de bondad y maldad a conveniencia; por su carácter prepolítico semejante al de aquellos revolucionarios del siglo XVIII que tardaron décadas en descubrir las virtudes de la democracia formal y el parlamentarismo; por la deriva parapolítica que se vale de la «verdadera democracia» y de «la voluntad del pueblo» para impulsar una movilización a la carta en prejuicio del sistema democrático. Con estos mimbres, la política resulta difícil. Por ello –para que el Sistema recupere la credibilidad perdida y las instituciones sigan articulando el Estado–, los partidos políticos tradicionales –«Sí, podemos»– han de coger el toro por los cuernos y actuar en consecuencia. Democracia y ética pública. La democracia o el sistema de control y contrapesos –cumplimiento de la ley, libertades fundamentales, división de poderes, transparencia, crítica pública– que fundamenta el Estado de derecho. La ética pública que se concreta en el derecho positivo y punitivo. Tan sencillo –tan complicado– como eso. Solo así lograremos desactivar la tentación populista –la pesadilla populista– a la que hoy nos inducen los movimientos sociales.
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