domingo, 24 de marzo de 2019

Ideas sobre la posibilidad de otorgar el Doctorado Honoris Causa al Dr. Luis Almagro


“La corrupción desmesurada y sin precedentes en Venezuela está violando los derechos fundamentales a la salud y la vida de todo un pueblo. Debemos actuar para poner fin a esta catástrofe”.
Luis Almagro

I.-Breve esbozo biográfico.

Luis Leonardo Almagro Lemes (Cerro Chato, Paysandù, 1 de Junio de 1963) es abogado, diplomático y militante político. Desde el 26 de mayo de 2015 es el secretario general de la OEA. También fue el Ministro de Relaciones Exteriores de Uruguay durante el gobierno de José Mujica y embajador de su país en China (2007-2010) durante el primer gobierno de Tabaré Vázquez.

II.- Justificación.

El Dr. Luis Almagro ha mantenido, a lo largo de su ejercicio como secretario general de la OEA, una conducta coherente y responsable en la lucha por el rescate del Estado de Derecho y la democracia en nuestro país y el hemisferio. Sus actuaciones lo ha colocado al lado del débil jurídico, los venezolanos, condenando las violaciones de nuestros derechos humanos y a sus cómplices necesarios.

Igualmente, ha impulsado iniciativas como el informe que debe servir de base para investigar a Nicolás Maduro y otros jerarcas del régimen chavista por crímenes de lesa humanidad.

III.- Doctorado Honoris Causa.

Es obvio que en las actuales circunstancias no se le permitirá su entrada al país. Ello hace obligante, una vez aprobado este doctorado, designar la (s) persona (s) que recibirán esta distinción en su nombre. Se sugiere que deberán ser candidatos de alto relieve académico y político. Igualmente, se podría organizar una actividad académica de alto perfil asociada a esta actividad. Desde luego, una vez que las circunstancias políticas cambien, se debe proceder a la entrega de esta distinción en la persona de Dr. Luis Almagro.

IV.- Varios.

Designar una comisión RECTORAL que se encargaría de la organización y ejecución de esta actividad.

Nelson Acosta Espinoza.
Valencia 24 Marzo 2019

domingo, 10 de febrero de 2019

Un contrato social para Venezuela


Kamal Antonio Romero*

Cuando observamos la evolución de la economía venezolana durante los últimos años, lamentablemente resulta difícil escoger qué dimensión ha presentado un mayor deterioro. Más allá de las cifras meramente económicas como la mayor inflación del mundo en los últimos años (el 10.000.000% para 2019, según el FMI), un déficit fiscal superior al 20% o una contracción acumulada del PIB de casi el 50% desde 2013, la dimensión social del problema es desgarradora.

Lo que observamos es un completo descalabro institucional que ha convertido al país en la principal fuente de emigrantes de la región, donde más de la mitad de su población ha perdido peso por problemas de acceso a una alimentación adecuada, el que presenta mayores incrementos en Sudamérica de enfermedades como difteria, malaria y sarampión y coloca a dos de sus ciudades entre las 10 con mayores tasas de homicidio del planeta.

Cualquier intento de reconstrucción debe pasar necesariamente por un programa de estabilización económica que reduzca la tasa de inflación, elimine el esquema de control de precios, restablezca los flujos de divisas y recupere del estancamiento la industria petrolera que genera alrededor del 50% de los ingresos fiscales y el 90% de las divisas, y cuya producción de crudo ha caído en más del 50% desde 1998.

No obstante, lo que muchos analistas han planteado (y comparto) es que gran parte de los problemas de la economía venezolana no sólo requieren un plan de estabilización estándar, sino la recuperación y construcción de instituciones económicas básicas, que impliquen redefinir el modelo de Administración pública e incluso las relaciones Estado-ciudadano.

Para restablecer las operaciones de la industria petrolera se deben reorientar sus funciones principales hacia la gestión de las actividades de manejo y gestión de las diversas etapas de producción y comercialización del petróleo, las cuales habrían sido desviadas en los últimos años hacia una supuesta política social, al mismo tiempo que ha sido empleada como herramienta diplomática mediante convenios de venta de crudo por debajo del precio de mercado a países amigos, afectando negativamente su flujo de caja. Pero, además, es necesario definir los canales institucionales con el Fisco nacional que le permitan tener la suficiente independencia para gestionar de la manera más eficiente sus recursos, a la vez que genere suficientes ingresos fiscales que financien la labor del Estado.

Para estabilizar la hiperinflación es necesario no sólo restablecer una política monetario-fiscal ordenada, sino crear mecanismos institucionales que, por un lado, recuperen la independencia del banco central y, por otro, creen reglas fiscales que suavicen la pro-ciclidad del gasto público; es decir, la tendencia a incrementar en exceso el gasto en épocas de altos precios del petróleo y la poca capacidad de ajuste del mismo cuando éstos descienden. En relación a este último, Venezuela es un ejemplo de voracidad fiscal: las demandas y conflictos de los sectores sociales y grupos de presión durante los booms de ingresos suelen solucionarse no mediante la práctica político-institucional, sino mediante el reparto clientelar de la renta petrolera.

La historia de controles de precios y de flujos de capitales en Venezuela es extensa y va más allá del período chavista. Han representado una de las principales herramientas a través de las que los altos ingresos fiscales se transforman en subsidios a la población. Pero en cada experimento que se ha realizado con esta política, el resultado ha sido el mismo: escasez, desincentivo a la producción local a favor de las importaciones y el no control de la inflación.

Como observamos en los párrafos anteriores, gran parte de las políticas económicas que han llevado al colapso social han tenido un objetivo primordial legítimo (hacer llegar a parte de la población los beneficios de la renta petrolera), pero esto se ha hecho estableciendo políticas clientelares como único mecanismo de redistribución en un entorno de debilidad institucional, con lo que los resultados han sido completamente opuestos a los esperados.

Acemoglu y Robinson (2006) señalan que la diferencia principal entre instituciones y políticas es que las primeras son duraderas, mientras que las segundas son reversibles, así como el hecho de que las instituciones determinan cómo las preferencias de varios grupos son agregadas en elecciones sociales. Partiendo de esta idea, la construcción de instituciones sólo es posible mediante pactos que generen amplios consensos y que sean aceptados por toda la sociedad, ya que determinan las reglas del juego. Es decir, las obligaciones y restricciones a las que van a estar sujetos los distintos grupos sociales; no sólo hoy, sino en el futuro.

El actual diseño institucional venezolano está basado en una idea que se ha probado caduca, un estado clientelar que se apropia y se reparte la renta petrolera. Esta idea sólo ha generado inestabilidad económica, debilidad institucional, ausencia de mecanismos de rendición de cuentas y actores sociales que invierten gran parte de su tiempo en la extracción de rentas en lugar de en la actividad productiva. 

Hace falta un acuerdo social que defina un nuevo modelo político-económico que abandone definitivamente este estado de cosas, basando la resolución de conflictos en la práctica de la política dentro de una democracia funcional.

Cualquier transformación que cambie los equilibrios de poder político sobre quien detenta la atribución de apropiarse y repartir la renta petrolera genera tensiones, de ahí que es necesaria la participación de todos los sectores.

Este nuevo contrato social no sólo debe circunscribirse a los puntos ya señalados. Además, es necesario replantear un nuevo sistema fiscal por el lado de los ingresos no petroleros que saque a Venezuela de la cola de la recaudación fiscal de la región, una normativa laboral que ataque el enorme sector informal y el establecimiento de un sistema de protección social que permita resguardar a la población de menores ingresos, que ha soportado gran parte de los ajustes en las fases bajas del ciclo petrolero, generando una brecha social inaceptable.

Se dice que las dificultades traen consigo un rayo de esperanza. La grave coyuntura actual puede que haya generado la reflexión y los apoyos necesarios para abandonar las cosas que no han funcionado en el pasado y construir entre todos un nuevo futuro de consolidación democrática y estabilidad económica.


*Economista y Profesor de Macroeconomía en el Centro de Enseñanza Superior Cardenal Cisneros-UCM

LA GAYA CIENCIA Y LAS REDES SOCIALES


Pedro Villarroel
Los seres humanos adoptamos distintas actitudes al leer un texto. Algunos leemos los textos para responder, otros, para comprender y esa diferencia establece la línea de división entre una lectura que se piensa desde los sentimientos y aprehensiones y otra, dirigida a estimular el pensamiento y la reflexión.

Es necesario entender que el cerebro comprende conceptos y después los convierte en imágenes. El cerebro no comprende palabras sino conceptos. Muchas veces leemos sin lograr establecer la diferencia entre el texto leído y el autor. En muchas ocasiones, intentando dar respuesta a un texto escrito, nos colocamos en posición de ataque y exterminio en relación al autor.

Las redes nos ofrecen hoy día un excelente territorio de análisis para comprender los grandes problemas que en la comunicación se nos presentan en este momento. Distingamos una gama infinita de grupos de contacto, que van desde afiliaciones familiares, grupos de conexión ciudadana, grupos de afiliaciones de profesionales, entre ellos las universitarias y los grupos de afiliación propiamente política.

Estos grupos reproducen en su interior tópicos y temáticas que giran en torno a sus centros de interés, observando en algunos de ellos, especialmente los conformados por políticos y profesionales, una forma muy particular de leer, de entender y comprender los textos que allí circulan.

En este sentido, quiero destacar dos actitudes que inundan el pensamiento y producen distorsiones entre el texto escrito, el autor y el lector: El resentimiento y la arrogancia, actitudes que obnubilan la serenidad necesaria que se requiere para analizar adecuadamente un texto escrito.

La labor hermenéutica es profundamente racional y debe ser construida quirúrgicamente, tratando de evitar la intermediación de análisis emocionales que perturben la lectura adecuada del mismo.

*Cambiar la cartografía del ojo* que tenemos y comenzar a ver, más que persona, contextos, es una tarea ineludible. Aprender a separar uno de otros, sería un gran avance y un aporte significativo en medio de esta gran crisis del lenguaje y la comunicación.

Esto me lleva a reflexionar en un eje que transversaliza las actitudes y comportamientos humanos, me refiero al campo de la ética. Para ello voy a tomar el texto La Gaya Ciencia, de Friedrich Nietzsche, en el aforismo 341, referido al eterno retorno como guía para esta reflexión. Cito:

*“El peso más grande. ¿Qué ocurriría si, un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: Esta vida, como tú ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla aún otra vez e innumerables veces, y no habrá́ en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, y cada pensamiento y cada suspiro, y cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá́ retornar a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión -y así́ también esta araña y esta luz de luna entre las ramas y así́ también este instante y yo mismo. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito del polvo! ¿No te arrojarías al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te ha hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu respuesta habría sido la siguiente: Tu eres un dios y jamás oí́ nada más divino? Si ese pensamiento se apoderase de ti, te haría experimentar, tal como eres ahora, una transformación y tal vez te trituraría; la pregunta sobre cualquier cosa: ¿Quieres esto otra vez e innumerables veces más? pesaría sobre tu obrar como el peso más grande. O también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que esta última, eterna sanción, este sello?”*

Como podemos ver, el eterno retorno no es estar condenado a vivir siempre lo mismo, cual mito de Sísifo. En la esencia del texto citado se desprende una profunda reflexión sobre el sentido de la vida, sobre los propósitos, sobre la afirmación de la existencia, en esa vida que valga la pena ser vivida irrepetiblemente. Una reflexión que debe superar los elementos (resentimiento y arrogancia) que condenan a los seres humanos al eterno retorno de lo mismo, que no permite la superación de esos estadios irreflexivos y rutinarios.

El eterno retorno sería entonces ese llamado de la conciencia que penetra nuestra vida y nos dice “Vas a vivir eternamente la vida que has vivido y la que vives". Ese eterno retorno es lo que le permite al ser humano poder reflexionar sobre su existencia y revisar si ésta vale la pena repetirla infinitamente. Esa es la pregunta que hace Nietzsche en el aforismo citado. Entonces el planteamiento allí es ético, porque ahí el hombre entra en razón y reflexión sobre esa vida vivida y las posibilidades de cambio.

Todo este pensamiento debe convertirse en un trabajo permanente de revisión y de autocrítica, con el propósito de crecer como persona y como ser humano: comprensivo, atento y sensible. Dejar atrás la máquina de exterminio del pensamiento y las personas en la que hemos convertido las redes. Yo diría ¡No trabajemos para el fracaso, trabajemos para el éxito propio y de los demás!

sábado, 2 de febrero de 2019

GRUPO DE PENSAMIENTO UNIVERSITARIO (GPU) Y LA TRANSICION POLITICA. RESPALDO A LA AN Y AL PRESIDENTE INTERINO.


 

El Grupo de Pensamiento Universitario (GPU), espacio que reúne a profesores en el debate plural de ideas, como contribución ala investigación y la docencia, ya la función rectora que la Ley prevé para las Universidades, actuando en nuestra condición de ciudadanos, en ejercicio del derecho a manifestar nuestra opinión y en cumplimiento de los artículos 2 y 3 de la Ley de Universidades, tomando en consideración la situación de crisis que hoy vive Venezuela, en los ámbitos social, económico y político; en el marco de una conflictividad sin precedentes que ha horadado la necesaria cohesión social, y especialmente ante la actual confrontación en el ejercicio del poder público; hacemos la siguiente declaración pública:

La crisis, expresada en la destrucción de la economía y la infraestructura, y en el deterioro de las condiciones de vida del venezolano, es consecuencia del desarrollo de un proyecto político que privilegia sus intereses corporativos en detrimento del ejercicio de los derechos democráticos. Siendo que, en lo que va de siglo, el rentismo se ha exacerbado con la consolidación de un Estado patrimonialista, prebendario, nepótico y corrupto, de corte militarista y autoritario, al extremo (paradójico) de crear las condiciones para el agotamiento del modelo rentista. Lo que ha derivado en una crisis de gobernabilidad que afecta hasta la sostenibilidad del régimen mismo, con el agravante de la conexión práctica del régimen con sectores de dudosa legalidad fuertemente cuestionados por la comunidad internacional.

A su vez, el deterioro producido por la crisis ha conducido a una inmensa diáspora, motivada por la búsqueda desesperada de mejores condiciones de vida. Proceso de migración masiva que incide de manera preocupante en la situación de países vecinos, afectados por ella. Lo que, en términos de globalidad, convierte el caso venezolano en una importante preocupación para la comunidad internacional.

En tales condiciones, y en vista de la actuación de la Asamblea Nacional (AN), único órgano del poder público que goza de legitimidad, declarando la inexistencia de Presidente electo, por lo cual se hacía imposible la realización del debido acto de juramentación. Y siendo que el ciudadano Nicolás Maduro decidió usurpar el cargo de Presidente de la República, juramentándose ante un Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) también ilegítimo, considerándose electo en acto írrito realizado el 20 de mayo de 2018, el cual fue convocado por la igualmente ilegítima Asamblea Nacional Constituyente (ANC), en el marco de una ruptura de las reglas del juego democrático, la que se expresaen una constante y progresiva violación de la Constitución, desarrollando un paralelismo institucional y estatal que ha derivado en la conformación de un gobierno de facto, paralelo al legítimo que se ha constituido como interino, lo que consolidaun golpe de Estado que venía desarrollándose desde que el Ejecutivo Nacional y el TSJ desconocieron a la AN, quebrantando el necesario equilibrio entre los órganos del poder público. Teniendo en cuenta que ese acto de usurpación implica la ineficacia de la autoridad usurpada y la nulidad de sus actos (art. 138 de la Constitución), declaramos públicamente nuestro respaldo a la Asamblea Nacional y su Directiva encabezada por el Diputado Juan Guaidó.

También reconocemos y respaldamos que, en aplicación de los artículos 233, 333 y 350 de la Constitución, se hayan asumido interinamente las competencias que corresponden al Presidente de la República, mientras se realizan elecciones libres y democráticas para escoger un nuevo Presidente, quien asumirá el cargo por el resto del periodo constitucional. Interinato que, por las circunstancias del momento político, no durará el tiempo señalado en el artículo 233, aunque será lo más breve posible.

Asimismo, consideramos que el proceso de transición, que se inicia de conformidad con los artículos constitucionales antes señalados, deberá realizarse con el propósito de rescatar la república democrática y emprender la reconstrucción del país en lo económico, social e institucional; atendiendo al desarrollo del denominado Plan País, proyecto que ha de buscar la construcción de una nueva Venezuela, sin restablecer el modelo de la segunda mitad del siglo pasado, pero tomando lo bueno de las experiencias vividas. Proceso que debe incluir la necesaria reconciliación de los venezolanos, para superar los efectos de la conflictividad y emprender la búsqueda de la necesaria seguridad para el bienestar general, sin obviar la nueva correlación de factores en torno aldesarrollo de ese proyecto. Razón por la que tambiéndeclaramos nuestro respaldo a la Asamblea Nacional en la definición de la ruta para la transición con tres fases: 1) cese de la usurpación, 2) gobierno de transición y 3) elecciones libres, las que pudieran desarrollarse sin seguir un orden estricto, debido a las circunstancias del momento político y a posibles acuerdos. Siendo que el desarrollo de esa ruta descansa en la ciudadanía como pilar fundamental para la recuperación de la institucionalidad, el restablecimiento del orden constitucional y del estado de derecho. Lo que requerirá el acercamiento sectores diferentes y cierto grado de consenso, y de allí la importancia, en esta fase, de la ley de amnistía como instrumento para esa reconciliación.

Igualmente, consideramos importante destacar la modalidad asumida para la toma de decisiones en esta coyuntura, impulsando y motivando la participación ciudadana con la convocatoria de los cabildos abiertos, como expresión de asamblea ciudadana, acompañada de una diversidad de movilizaciones y el desarrollo de instancias de discusión vecinal, lo que fortalece el liderazgo de la AN en la conducción del proceso político de transición, y contribuirá al restablecimiento de la cohesión social. Y no hay que olvidar que restablecer el Estado de derecho implica rescatar el respeto de los derechos fundamentales, lo que incluye los derechos políticos.

Finalmente, y en consideración a la obligación institucional que tenemos las Universidades de “…colaborar en la orientación de la vida del país mediante su contribución doctrinaria en el esclarecimiento de los problemas nacionales” (artículo 2 de la Ley de Universidades), manifestamos nuestra disposición, como parte de la institución universitaria, a contribuir en la orientación del necesario proceso de reconstrucción del país que ha de iniciarse en esta fase de transición y que habrá de continuar durante el periodo presidencial. Contribución que se haría desde la Universidad y con los órganos que lo requieran.



Desmitificando la transición democrática en Venezuela*


Maryhen Jiménez Morales
Venezuela ha estado en crisis durante décadas, y la lucha por restaurar la democracia ha tenido sus avances y retrocesos. Sin embargo, es conveniente anotar que un conjunto de factores –oposición unida, presión de la comunidad internacional y movilización de masas- han confluido de forma tal que es presumible pensar que un proceso de democratización no parece estar muy lejos. La literatura de ciencia política ha conceptualizado las transiciones como el intervalo entre un régimen político y otro. Visto desde este ángulo en Venezuela la transición implicaría pasar de un régimen autoritario a "algo más" y, en el mejor de los casos, a una democracia. El tema crucial aquí es que este proceso se caracteriza por un alto grado de incertidumbre, lo que significa que las reglas del juego no están establecidas, por lo que los principales actores, el gobierno y la oposición, luchan por definir las reglas y los procedimientos de esa transición y el régimen posterior.

Sin embargo, esta incertidumbre no solo ocurre en un nivel de élite. Básicamente se transpira en todas partes. Los ciudadanos, reporteros, OIG y ONG e incluso la comunidad internacional no pueden estar seguros de lo que está sucediendo y sucederá en un futuro próximo. En última instancia, esta incertidumbre conduce a interpretaciones erróneas del proceso de transición en desarrollo.

¿Un golpe de estado por otros medios?.

Una cuestión que se plantea, probablemente para desacreditar las acciones de la oposición, es si el juramento de Guaidó como presidente interino representa solo otro intento de golpe de estado por diferentes medios. Vamos a revisar esta afirmación.

Nicolás Maduro 'ganó' unas elecciones sesgadas en mayo pasado, que la oposición decidió boicotear porque no hubo una contienda electoral libre y justa. Lo cual genero un razonable nivel de incertidumbre sobre quien gano finalmente la elección. Como resultado, la oposición del país y gran parte de la comunidad internacional no reconoció su falsa victoria. Si no hubo una elección legítima, no puede haber un presidente legítimo. En consecuencia, esto significa que el plazo constitucional de Maduro finalizó oficialmente el 9 de enero de 2019 a la medianoche.

De acuerdo con la constitución venezolana, el 10 de enero, un presidente elegido legítimamente y democráticamente, debía ser juramentado. Debido a que Venezuela no tenía un presidente debidamente electo y democráticamente legítimo, la Asamblea Nacional declaró vacante la presidencia. Tras la vacante de la presidencia, y de acuerdo con el artículo 233 de la Constitución venezolana, el presidente de la Asamblea Nacional, Guaidó, asumió la presidencia interina con el propósito de convocar elecciones libres y justas con el objetivo final de elegir un nuevo ejecutivo.

Si bien puede parecer un detalle menor distinguir entre "ser juramentado como presidente interino" y "declararse a sí mismo como presidente", es esencial hacerlo porque no diferenciar implica 1) ignorar el marco constitucional del país 2) y abordar a conclusiones erróneas en relación a lo que está sucediendo en Venezuela.

¿Otra instancia de intervención estadounidense?

Otra narrativa prevaleciente señala que lo que está sucediendo en Venezuela es el resultado de una intervención de los Estados Unidos. Esta falsa narración tiene solo dos propósitos: 1) desacreditar a la oposición y 2) darle a Maduro tiempo para diseñar los próximos pasos que le permitirían aferrarse al poder. Si bien es cierto que los Estados Unidos han tenido una larga historia de intervención internacional en América Latina, los eventos que se están desarrollando en Venezuela en este momento no son el resultado de la intervención de los Estados Unidos o la imposición externa. Otorgar todo el crédito, o la culpa, a la administración de Trump se aleja de la lucha y los sacrificios de los venezolanos para restablecer la democracia.

La presión internacional sobre el gobierno para que se respeten las normas democráticas, sanciones por violaciones del derecho internacional y apoyo a los partidos de la oposición y los grupos de la sociedad civil ha sido a menudo benigna. Especialistas en el tema han señalado que la presión internacional ha sido a menudo crucial para lograr la democratización. Es así como que después del claro movimiento de Venezuela hacia un autoritarismo total, una mala gestión económica, una crisis humanitaria en crecimiento exponencial y un éxodo masivo, el hemisferio occidental ha decidido cambiar su discurso. Ahora, las potencias mundiales, incluidas la UE, los EE. UU. Y Canadá, así como la mayoría de los países latinoamericanos, han reconocido a Maduro como un presidente ilegítimo, al mismo tiempo que respaldan en gran medida a Guaidó como presidente interino.

Sin embargo, para ser claros, esta participación internacional no es igual a la intervención internacional. Estas son dos cosas diferentes que el régimen y los simpatizantes internacionales han tratado de equiparar. Es cierto que algunas transiciones a la democracia, como en América Central, han sido el resultado de una intervención internacional abierta, sin embargo, eso no es lo que está ocurriendo en Venezuela hoy en día. Nombrar y avergonzar a la administración de Maduro y reconocer y reforzar la legitimidad de Guaidó son cualitativamente diferentes de las aventuras militares y los golpes de estado orquestados por la CIA en el siglo XX.

Si bien no podemos estar seguros de que todos los actores dentro de la oposición rechacen una posible intervención, la mayoría de los miembros de la oposición y la población venezolana no quieren ni han pedido una intervención internacional. Lo que aspiran es una clara refutación internacional de las prácticas autoritarias del régimen de Maduro, la identificación de su falta de legitimidad y la presión diplomática para finalmente celebrar elecciones libres y justas.

La eflorescencia de la oposición.

Si no estamos en presencia de un golpe de estado de élite o una imposición externa de cambio de régimen en Venezuela, ¿qué está pasando?

Yo diría que el resurgimiento de la acción estratégica por parte de una oposición unificada y la movilización masiva son componentes clave del nuevo escenario que estamos presenciando hoy en Venezuela. Es importante recordar que la desmovilización, atomización y desmoralización de la oposición en el pasado en gran medida fue resultado de las acciones específicas de Chávez y Maduro para evitar que surja una alternativa política.

Igualmente, las luchas internas también acarrearon una falta de transparencia y credibilidad. Por otro lado, la represión de la protesta, encarcelamiento de los líderes de la oposición y otras medidas debilitaron la oposición organizada al régimen. Sin embargo, este sector político está ahora en mejor forma por dos razones.

Primero, el nuevo liderazgo ha ayudado a unir a una oposición altamente fragmentada. Está siendo dirigido por alguien joven, aparentemente intrépido pero cauteloso al mismo tiempo. Por primera vez, es la oposición quien está estableciendo las reglas del juego, que Maduro y su coalición nunca vio venir. Al ser juramentado como presidente, Guaidó elevó las apuestas a un máximo político con el objetivo de romper las coaliciones gobernantes. Como lo ha señalado la literatura sobre la negociación de la élite durante la transición democrática, los cismas internos son a menudo centrales para romper el control del poder de un titular.

En Venezuela, en este momento, casi todo está en manos de los militares, que hasta hoy han sido leales a Maduro por razones muy obvias. La tortura, las violaciones de los derechos humanos y la corrupción son solo algunas de las muchas violaciones que han cometido. Ahora les toca a ellos decidir si seguir la constitución y reconocer a Guaidó como el presidente legítimo o continuar bajo el control de Maduro. La forma en que estoy describiendo estas dinámicas no refleja la realidad compleja que muchos funcionarios están viviendo. Mientras que los altos rangos sí apoyan a Maduro, aparentemente en forma incondicional. Los rangos medio y bajo estarían dispuestos a cambiar, particularmente después de que la Ley de Amnistía, aprobada por la Asamblea Nacional, proporcione inmunidad a todos los oficiales militares y civiles si ayudan a restaurar la democracia. Sin embargo, precisamente estos rangos y sus familias han sido vigilados, atacados e incluso encarcelados en los últimos meses.

Segundo, Guaidó ha podido asegurar un amplio apoyo de los venezolanos comunes. Sus movimientos estratégicos no serían tan desafiantes, ni siquiera creíbles, sin el apoyo de los miles de venezolanos que tomaron las calles pacíficamente el 23 de enero. A pesar de la miseria, el hambre y la falta de servicios públicos que los venezolanos viven todos los días, decididamente escucharon a su nuevo líder y se unieron con demandas muy simples: el cese de la usurpación, la creación de un gobierno de transición y elecciones libres.

Partes de la literatura sobre transiciones democráticas apuntan a la presión desde abajo. Sabemos que la sociedad civil, los trabajadores, las clases medias y altas, los movimientos estudiantiles, en fin, "las personas" de un país son un motor extremadamente importante para lograr la transición.

Una transición sui generis.

El hecho es que la oposición venezolana ha iniciado un proceso de transición sui generis que América Latina no ha visto antes. Peculiaridad que se soporta en el propio marco constitucional del país. Esta transición no es un golpe de estado ni una instancia de imposición externa. Más bien, es el resultado de que los venezolanos toman el destino de su país en sus propias manos y claman por un cambio democrático.

Ha comenzado la transición. No sabemos a ciencia cierta si este proceso culminara un cambio sustantivo de régimen. Sin embargo es posible afirmar que en Venezuela están presentes varios factores que la ciencia política ha identificado como necesarios para las transiciones. En primer lugar, la oposición ha recuperado su credibilidad y capacidad de movilización . En segundo lugar, miles y miles de personas han tomado las calles para exigir la democracia, a pesar de la violenta represión de protestas en el pasado. En tercer lugar, la presión internacional ha ayudado a deslegitimar al régimen de Maduro y dar visibilidad y credibilidad al recién jurado presidente Guaidó. Finalmente, los eventos dramáticos de los últimos días podrían llevar a la deserción y divisiones internas. De unirse todos estos factores cruciales la pregunta no sería si va a haber una transición a la democracia en Venezuela, sino cuándo.

Venezuela lidera la cuarta ola de democratización en América Latina. La presión conjunta de una oposición unida, de la mano de la comunidad internacional y la gente, está creando nuevos desafíos para el régimen de Maduro. En este momento de alta incertidumbre, lo único que de hecho es cierto es que la transición ha comenzado en Venezuela.

*Demystifying the Democratic Transition in Venezuela
Maryhen Jiménez Morales es Doktorandin en el Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de Oxford.



domingo, 20 de enero de 2019

¿Por qué nos interesa el caso Zimbabwe?Cuando el Dinero Destruye Naciones (primera de dos entregas)






Asdrúbal Romero M


1-Nuestro futuro escenificado en otras latitudes

“When Money Destroys Nations” es el título de un libro cuya lectura me propuse como objetivo en cuanto supe de su existencia. Acometí una verdadera cacería en la nube de descargas digitales hasta conseguirlo. Mi empeño por conocer a mayor profundidad lo acontecido en la republica africana de Zimbabwe –anteriormente conocida bajo su nombre colonial de Rhodesia del Sur-, desde la perspectiva de la destrucción de su economía, motivó tan inusual cacería. Dos de las interrogantes que sus autores, Philip Haslam y Rusell Lamberti, proponen en su portada como señuelo para motivar a los lectores, han sido, precisamente, dos de las cuestiones sobre las que había ansiado indagar a fin de intentar un análisis comparativo con el caso de nuestro país: ¿Cómo la hiperinflación arruinó a Zimbabwe? Y la segunda, más interesante al menos para mí: ¿Cómo la gente ordinaria logró sobrevivir?

Para quienes no conozcan de tan interesante precedente de nuestra propia dinámica destructiva, quizás sea propicio introducir este texto con un par de datos bastante indicativos de los muy nefastos niveles hasta donde podría llegar el hundimiento de nuestra situación económica y social. Queriendo decir con esto, que por muy infernal que nos parezca la paila en la que ya nos encontramos, todavía hay rango para hundirnos en más dantescas profundidades, a juzgar por los records negativos que se produjeron en Zimbabwe. Todavía continuamos en el recorrido de una trayectoria conducente a superar esos records que ningún país quisiera superar.

La dinámica de gestación, intensificación y arrase final de la tormenta económica en ese país duró dos décadas. Comenzó a intensificarse después del “Black Friday” en 1997 –sí, también ellos tuvieron su viernes negro-. En la siguiente tabla se presentan los datos de inflación anual arrancando desde ese año.


Evidentemente, todavía nosotros no hemos alcanzado tan astronómicos índices inflacionarios, pero vamos en la vía. Algunas proyecciones sitúan nuestro porcentaje de inflación para el próximo año en el orden de los veinte millones. Veinte más seis ceros a la cola. En Zimbabwe alcanzó 89,7 más veintiún ceros a la cola. Una magnitud que se pierde vista. Que es difícil imaginar que pueda alcanzarse cuando ya estamos sufriendo una hiperinflación que percibimos como insoportable. Es posible que ese estimado de porcentaje de inflación nuestra tenga que revisarse varias veces en el 2019, tal cual observamos ocurrió en el país africano a lo largo del 2008. Ese fue el año en el que la moneda de curso legal de ese país dejó de utilizarse. El dólar zimbabweano quedaba finalmente sepultado.

Esta afirmación nos conduce de manera natural a aportar el otro dato que viene a ser un correlato de la dinámica inflacionaria. A lo largo de todo ese proceso de destrucción de su moneda, el banco central de Zimbabwe le quitó ceros a su unidad monetaria en tres oportunidades. ¡Para un total de veinticinco ceros! Es decir: un billete de Z$1, al final de todo el lapso hiperinflacionario se habría convertido en uno por un valor de Z$10 000 000 000 000 000 000 000 000, de no haberse removido todos los ceros que se vieron obligados a trasquilar. En Venezuela, vamos por ocho y, tal como van las cosas, con signos claros de agotamiento de la pertinencia del cono monetario recientemente puesto en vigencia y la muy probable aceleración en las fechas venideras de remoción de ceros del bolívar sin apellido.

Los dos indicadores aportados son tremendamente reveladores de una crisis que se comenzó a cocinar lentamente y fue ganando momentum hasta explotar con letal exponencialidad. ¡Cómo ha ocurrido en Venezuela! Como lo dicen los autores: “La Hiperinflación no es algo que acontece así como así. Tú no te levantas una mañana y consigues que tu país se ha deslizado en ella. La dinámica de hiperinflación se va armando en el tiempo, va creciendo en momentum mientras va generando señales de alerta claves”. El Régimen Chavista no sólo las ha desestimado sino que reiteradamente se regodea echándole leña al fuego.

Adicionalmente, los dos indicadores deben motivar en todos los ciudadanos una profunda reflexión. Una recomendación que enfatizo para aquellos que hemos creído, me anoto en primera fila, que la destrucción de todo el andamiaje económico y social sobre el que se sostenía el país conduciría de manera casi espontánea a la caída del Régimen. Esta creencia, en lo personal, yo la sintetizaba metafóricamente bajo la idea- imagen a la que acuñé la denominación de “Teoría de la Liguita”. Ocurrió que en mis frecuentes intercambios con analistas serios de la situación política nacional, no faltara quien sacaba a relucir el caso de Zimbabwe como el contra ejemplo perfecto a lo que yo postulaba sustentándome en mi teoría. Se entenderá entonces mi inusual interés en darle cacería al libro de Haslam y Lamberti, a fin de informarme detalladamente del proceso de destrucción que ha plagado a esa nación africana desde la asunción de Robert Mugabe a la Presidencia en 1980.

Debo reconocer que mi aproximación al libro estaba preñada de un cierto prejuiciado interés: confiaba que mis hallazgos condujeran a la determinación de cruciales diferencias, entre los dos países, que permitieran explicar el porqué en nuestro caso la liguita se rompería antes, es decir: no sería tan elástica para permitir que se alcanzaran tan devastadores signos de destrucción como los que se produjeron en Zimbabwe. Pero antes de entrar en el análisis de las similitudes y diferencias entre ambos casos, considero necesario, a los efectos de facilitar una mejor comprensión por parte del lector, incorporar una presentación de los argumentos subyacentes a la metáfora de la “liguita”.



2- Viaje hacia el “No Fondo” y la Teoría de la Liguita

Desde finales del año 2012, tomamos consciencia que el Régimen estaba gastando muchas más divisas de las que estaban ingresando al país. El economista Ricardo Hausmann sintetizó esta verdad en una excelente frase: “Venezuela está gastando como si el barril de petróleo tuviese un precio de doscientos dólares”. Visto este creciente desequilibrio o déficit en la balanza de pagos y la carencia de los indispensables correctivos, sino más bien todo lo contrario, un sencillo análisis apelando a la teoría de control de sistemas dinámicos nos permitió pronosticar, perfectamente, lo que a la postre ha ocurrido con la tasa cambiaría real del bolívar frente al dólar. Esta variable, que en definitiva se ha convertido en la marcadora de los costos y precios en el país, salió fuera de control y como tal ha venido teniendo un comportamiento de inestabilidad exponencial.
La tasa sube a velocidades incomprensibles para la gente, con la consiguiente pérdida de valor real de la moneda en un país cuya capacidad de producción de los bienes que consume ha sido insuficiente y progresivamente reducida. La ineluctable consecuencia: el empobrecimiento radical de los ciudadanos y de los organismos públicos responsables de gestionar funciones fundamentales del Estado, tales como educación, salud, justicia, etc. Comenzamos pronosticando a la Universidad Inviable, pero hoy día este calificativo se puede extender a toda la administración pública. Haslam y Lamberti hablan en su libro de “Government Shutdown”, lo cual podríamos traducirlo como “Cierre Técnico del Gobierno”. Esto es lo que viene sucediendo en Venezuela. De mi lectura concluí que nosotros estamos viviendo una especie de etapa previa a lo que aconteció en Zimbabwe.
Lamentablemente, el libro no ha sido traducido al español, porque todos los compatriotas interesados en conocer la proyección a corto plazo de la crisis que estamos sufriendo, podrían encontrar en capítulos como el octavo –titulado “Government Shutdown”-: un retrato bastante fiel de un probable futuro nuestro, pero escenificado en otras latitudes. Cito textualmente: “Los dos únicos servicios del Gobierno que fueron mantenidos: la policía y los militares. Sabían muy bien, los jerarcas del Gobierno, que estos servicios eran clave para continuar en el poder. Hicieron todo lo que podían para mantener estos dos departamentos provistos de fondos y operativos, aun al costo de dejar sin recursos a los otros servicios”.
De resto: los servicios de agua potable y servida colapsaron. Los zimbabweanos pudieron sobrevivir a la escasez crónica de agua mediante la utilización masificada de pozos perforados –el alto nivel freático en ese país les ayudó-. Se llegó a establecer un mercado negro del agua. El servicio eléctrico también colapsó. Los pocos negocios que quedaban debieron retornar a la era del lápiz y papel para llevar sus cuentas. No se podía depender de computadoras. El hurto de cables de cobre y transformadores se convirtió en práctica usual. Los electrodomésticos se convirtieron en aparatos de museo: cómo utilizarlos sin disponer de energía eléctrica. Los arboles eran cortados para usar la madera como medio de calefacción y cocinar alimentos. El libro contiene innumerables testimonios de los zimbabweanos de cómo hacían para ingeniárselas en medio de tantas carencias.

Las municipalidades fueron a bancarrota. Los semáforos dejaron de funcionar. El sistema de prisiones colapsó y miles de prisioneros murieron porque las cárceles no estaban en capacidad de proveerles ni de alimentos ni de agua. Los hospitales públicos tuvieron que paralizar sus servicios. Y de los servicios privados de salud, la mayoría también fue a quiebra. Los costos de los pocos que quedaban eran impagables por los ciudadanos. Las escuelas se convirtieron en instalaciones ruinosas. Muchos maestros abandonaron el país, porque allá también se produjo una diáspora, pero este tema lo trataremos al comentar otros capítulos.

Este apretado resumen que he seleccionado del capítulo octavo nos permite avizorar lo que nos promete nuestro futuro de no producirse un cambio radical en el corto plazo. En el relato del desmantelamiento del aparato público de servicios a los ciudadanos en Zimbabwe, se encuentran innumerables rasgos de inconfundible similitud con lo que viene derivándose de nuestra propia crisis, que bien podría calificarse de incipiente al compararla con aquellas manifestaciones de una crisis mucho más agravada a causa de su nefasta prolongación en el tiempo. Cualquier parecido de nuestra realidad proyectada con la que ellos han vivido no es producto de la casualidad, todo lo contrario: obedece al estricto cumplimiento de tendencias dinámicas perfectamente predecibles. Nadie puede albergar ni un microgramo de duda, de no producirse un viraje: hacia allá vamos.

En virtud de esta afirmación y queriendo distanciarme un tanto de las matemáticas exponenciales que explican los efectos de las retroalimentaciones positivas que refuerzan y le dan vigor a este tipo de dinámicas destructivas, he apelado en mi comunicación a metáforas. Como la de los venezolanos yendo encerrados en un autobús que cae por un precipicio o despeñadero, cuya inclinación va in crescendo y desplazándose cada vez a mayor velocidad. El asunto es que este desvencijado vehículo de transporte no se dirige hacia una planicie en la que, finalmente, podamos descansar del prolongado descenso. Es un viaje hacia un “No Fondo”. En este sentido, siempre he diferenciado nuestro caso del de Cuba. En ese “Paraíso de la Felicidad” los cubanos tienen muchos años siendo muy pobres, pero el Régimen presidido por los Castro logró con ayudas externas de alguna manera estabilizar la miseria. Es como si hubiesen conducido su otro autobús a una planicie de crónico empobrecimiento, pero estabilizado. Y la prueba es que ellos han logrado mantener instituciones de servicio público, continúan teniendo escuelas y hospitales, con unos niveles de calidad muy distantes de lo que publicitan, pero los tienen.

¡Acá no! Todo va en vías de un desmantelamiento total. Nuestros jerarcas han sido mucho más ineptos y estúpidos creídos en su propia salsa. No han sido capaces de conseguir la receta para estabilizar la caída. Para, al menos, conducirnos hacia el aterrizaje en algún otro paraíso similar al cubano, que bien podría admitir era su objetivo. Han errado en su propósito, han perdido el control de su viaje programado y nos pilotean en un viaje hacia un “No Fondo”. Por eso es que ya no puede postergarse más la concreción de una vigorosa reacción ciudadana y hago mío este mensaje leído en un tuit: ¡O salimos todos. O perdemos todo!

La otra idea- imagen que he utilizado para este singular viaje es la de asimilar el proceso de deterioro económico social al de una liguita que se estira y estira. Y como la liguita no es de ningún material de elasticidad infinita, ya que lo que está comprometiéndose en su elongación son vidas de seres humanos, ésta tendría que reventarse provocando la salida del poder del régimen dominante. La lectura del libro de Haslam y Lamberti nos permitió entrar en contacto con un caso real que contradice mi fallida teoría.

El deterioro social y económico puede continuar profundizándose más y más –la liguita estirándose hasta producir dantescos escenarios como el de Zimbabwe- sin que ello provoque la caída del régimen dominante. Razón tenían analistas como Benigno Alarcón Deza y mi estimado amigo Nelson Acosta, en sacarme a colación el ejemplo de la nación africana como ilustración de que las crisis económicas por sí solas no tumban regímenes. Después del 2008, año del pico inflacionario y de la muerte de la moneda del país (el libro analiza sólo el periodo hiperinflacionario hasta ese año), Mugabe se mantuvo en el poder hasta noviembre de 2017 cuando es depuesto por un golpe de estado militar. La dolarización por la vía de los hechos trajo algún alivio al largo sufrimiento de los zimbabweanos: la inflación se redujo ostensiblemente; en los supermercados reaparecieron los productos, pero el común de los ciudadanos no tenía poder adquisitivo para comprarlos. El desempleo ha continuado siendo crónico -94% en 2008-.

Un respetado académico y analista político de ese país, Ibbo Mandaza, en un artículo de 2015 señaló que mientras Mugabe continuara en el poder habría pocas esperanzas de que la economía reviviera. “Espero que no retornemos allá (al 2008). Espero que algo podamos hacer. Claramente, necesitamos una solución política porque en la medida que Mugabe esté en el poder, no hay esperanza”. El anciano dictador en 2016, a sus 92 años, en una de sus rabietas por no poder ya ordenar al Banco Central emitir dinero inorgánico para darse sus caprichos, amenazó con retornar a la moneda original del país –cualquier parecido con nuestro personaje…-. Los zimbabweanos salieron despavoridos a retirar los pocos dólares que tenían en los bancos. Todavía hoy día, después de haber sido depuesto, el drama de Zimbabwe continúa.

Lo clave a destacar es la necesidad del dispositivo político para provocar la ruptura con lo fracasado y comenzar a salir de la crisis. Además, añadiría, que el dispositivo sea lo suficientemente limpio como para garantizar una transición impulsadora de un viraje con la visión correcta y la energía política para concretarla. En la medida que las crisis se prolongan más allá de lo impensable, es de suponer que la gestión del quiebre sea más dificultosa, tanto en la dimensión política como en la económica y social. Creo firmemente que este es un elemento muy a tomar en cuenta en nuestro caso, porque a pesar de la masificación de todo tipo de penurias, tampoco hemos sido capaces, como colectivo, de armar el rompecabezas para acertar con el dispositivo político que detuviese este penoso viaje hacia el “No Fondo”.

Por ello, en estos tiempos de resurgimiento de las esperanzas ciudadanas, la cautela y el inteligente diseño de la estrategia política son vitales a los efectos de construir una vía de solución adaptable a los diversos escenarios que se puedan presentar en un contexto de caótica complejidad. Los ciudadanos tendremos que meterle el pecho a este 2019. Exigir, pero también hacernos parte de la construcción de una solución política. De no hacerlo, no nos quejemos cuando acontezca lo que el nuevo oráculo erigido en Zimbabwe nos ha anunciado.

En la segunda entrega continuaremos comentando “When Money Destroys Nations”. ¿Por qué ese título? Y más de las diferencias y similitudes con el caso Venezuela, porque también nuestro país ha pasado a ser un digno caso de estudio.

Cuidado con el síndrome “Ramos Allup”


Nelson Acosta Espinoza
Cuidado con el síndrome “Ramos Allup”, vale decir apresuramiento, adelantarse a los acontecimientos políticos y apostar por intereses particulares sobre los de interés nacional. Sin la menor duda, la coyuntura ofrece la oportunidad para formular una apuesta desprovista de intereses particulares. Es propicio el momento, entonces, para enunciar un nuevo proyecto político que rompa con el pasado y se comprometa con el futuro.

La observación, un tanto dura, obedece a la necesidad de sortear las tentaciones y apresuramientos que podrían desarrollarse en el marco de los actuales acontecimientos. No debemos olvidar lo característico de la coyuntura pasada: reflujo de las masas; desencanto con la actividad política y una cierta desconfianza en el liderazgo partidista de la oposición.

Sin embargo, tengo la impresión que estas tres características enunciadas en el párrafo anterior comienzan a diluirse. Es así como las últimas demostraciones se han caracterizado por su carácter masivo; la gente ha vuelto a la calle a reclamar sus derechos. Por otro lado, los niveles de confianza en la actividad política han ido creciendo y el liderazgo opositor comienza a recuperar la confianza de los ciudadanos. Desde luego, la figura y el desempeño de Juan Guaidó aiPresidente de la Asamblea Nacional, ha contribuido significativamente en esta recuperación del fervor oposicionista. Creo que es posible concluir que en la actualidad la desafección política presente en el pasado reciente está siendo derrotada.

El momento es crucial. Su proyección hacia el futuro dependerá del desenvolvimiento de los acontecimientos por venir y de la conducta que asuma el presidente de AN. Hasta el momento  Guaidó ha tomado una actitud de prudencia y ha desestimado las consejas de fervor extremista. Ha señalado en forma clara que a la AN no le correspondía hacerse del poder mientras no contara con la mayoría del pueblo movilizado y con el apoyo de las FANB.

En un acto de malabarismo político dejo asentado que estaría dispuesto a asumir la presidencia provisional. Pero para poder acceder a esta posición requería la confluencia de tres factores de poder: el pueblo unido, la FANB y la Comunidad Internacional. Articular en una sola dirección estos tres poderes no es tarea fácil. De hecho es vital esta confluencia para dar pasos hacia una salida pacífica a la crisis de naturaleza política presente en el país.

El 23 de enero, fecha que se conmemora la caída del régimen del General Marcos Pérez Jiménez, se ha convocado ha demostraciones de masas en todo el país. Se espera una participación masiva de la ciudadanía y una expresión de fuerza democrática. Entiendo que estos actos constituirán el inicio de una nueva forma de construir oposición en el país. Vale decir, reorientar la lucha en términos de cuatro puntos cardinales: pacifica, constitucional, democrática y electoral. Estas orientaciones deberán estar conectadas a la posibilidad de construir una alianza entre los partidos de la oposición, las fuerzas armadas no adictas al régimen y el pueblo organizado. El factor articulador de este frente político seria la Asamblea Nacional bajo el liderazgo de su actual presidente.

Hasta aquí este relato fluye sin obstáculos. Sin embargo, soy de la opinión que sería necesario agregar otros elementos para poder mantener el entusiasmo militante de la población. Desde luego esta exaltación la veremos en las calles el próximo 23 de enero. La incógnita es como mantener vivo este entusiasmo después de esta fecha. En pocas palabras ¿cómo conservar este entusiasmo y ponerlo al servicio de las nuevas tareas políticas después de esta fecha?

La interrogante es legítima. Después de este día se abrirá un nuevo campo de lucha que debería ser traducido en un nuevo relato que, por un lado, procese afectivamente las severas condiciones socio económicas que padece la población y, por el otro, lo enlace con la demanda de cambio de régimen político.

La advertencia con que iniciamos este breve escrito se encuentra vigente. Hay que sortear dos desviaciones. El fundamentalismo oposicionista y el tacticismo coyuntural.

La tarea inmediata es construir un nuevo relato que permita volver a la política.

2019, el año en que Venezuela podría alcanzar a Zimbabue


Gloria M. Bastidas

Los oráculos, cuando se trata de Venezuela, son falibles. ¿Quién se hubiera imaginado que Nicolás Maduro concluiría su primer período presidencial? Allí está: invicto. Acaba de juramentarse para un segundo mandato. Pero… ¿de verdad invicto? El escritor Javier Marías dice en su novela Mañana en la batalla piensa en mí que todos tenemos un episodio ultrajante en nuestra biografía. Maduro acumula demasiadas manchas en su expediente. El balance de su gestión durante el año pasado resulta patético: una inflación de siete dígitos y una diáspora propia de un país en guerra. No es todo: las fraudulentas elecciones celebradas el 20 de mayo, de las que, en teoría, emergería la “legitimidad” de Maduro para el próximo sexenio. Otra mancha en el pavimento socialista: hasta diciembre, la nómina de presos políticos ascendía a 288 personas. El año cierra mal. Y las perspectivas para el 2019 están marcadas por una gran incertidumbre. El segundo período de Maduro no cuenta con la venia del grueso de la comunidad internacional y, mucho menos, con la de la oposición venezolana. El menguado rating de Maduro no es razón para subestimarlo. Goza de un aval geopolítico clave: Rusia y China. Y lo apoya la cúpula militar. El entramado es complejo. Un relato de suspense. ¿Qué significó el 2018 para Venezuela y qué se prevé para este año?

La economista Tamara Herrera, directora de la firma Síntesis Financiera, hace un arqueo:: “El 2018 fue el cuarto año del desplome de la economía venezolana. Cada uno de los cuatro años, la caída ha tendido a ser mayor: -6% en el 2015; -17% en el 2016; -16% en el 2017; y -19% en el año que acaba de concluir. Durante esos cuatro años, la inflación se aceleró sin pausa hasta pasar el umbral de la hiperinflación a finales del 2017. El Gobierno no supo ni prevenirla ni afrontarla. De allí que entráramos de lleno en ella en 2018: la inflación llegó a 2 millones por ciento. El bolívar perdió valor tanto en el ‘mercado’ oficial como en el paralelo: el dólar oficial aumentó 1,900,000 % y el dólar paralelo subió 75,000%. Los descomunales incrementos del salario mínimo fueron devorados por la inflación, conjuntamente con la reconversión monetaria de cinco dígitos que entró en vigencia en agosto. A comienzos del 2018, el ingreso mínimo legal de Bs 4.56 era equivalente a 4.4 dólares y, tras incrementos de 109,000%, cerró el año en Bs 4,950, equivalentes a 6.4 dólares. Hoy, luego del aumento de 300 por ciento anunciado por Maduro este 14 de enero, equivale apenas a 6.5”.

Herrera pone el ojo en lo que constituye la espina dorsal de la economía venezolana: el petróleo: “Quizás el más impensable de todos los resultados fue que la industria petrolera pasara de la declinación al descalabro. En 2018, la caída de la producción fue de 34%. Desde finales del 2017, Venezuela no paga su deuda externa en bonos (a excepción del bono de Pdvsa que tiene como garantía a la empresa CITGO). En 2018, dejó de pagar $ 8.5 millardos. El frente económico externo se agravó también por razones políticas: las faltas a la Constitución llevaron al Gobierno a ser sujeto de sanciones financieras internacionales. Hablamos entonces de un 2018 de mortalidad de empresas, de pérdida de puestos de trabajo, de caída del ingreso. En fin, de pobreza dura y pura. Hablamos de un cuadro nacional de colapso que todavía no se detiene. Si las medidas económicas no comienzan a ser más certeras, coherentes y convincentes, el 2019 será peor que el 2018. Sin cambios eficaces y sinceros en la dirección de la política económica, el PIB caerá nuevamente cerca de 20%; la hiperinflación podría resultar impredecible (hasta ahora la hemos estimado entre 8 y 10 dígitos, como ocurrió en Zimbawe); la mortandad de empresas proseguirá y, con ello, el desempleo, la pobreza y la migración”.

Con esta cifras tan terribles como telón de fondo, Maduro se dirigió al país a principios de semana. Se suponía que diría algo contundente para apagar el incendio. Al menos una señal. Un boceto. Nada. La directora de Síntesis Financiera se pregunta: “¿Está dispuesto el Gobierno a abandonar el modelo de control económico y social que llevó a Venezuela a este grado de desinversión y precariedad? No parece ser el caso. El mensaje que transmitió el 14 de enero generó una asombrosa desilusión. Se suponía que algo nuevo debía anunciarse. Lo único que podría rescatar a este desahuciado cuerpo que es Venezuela sería un programa integral. Es asombroso: Maduro apeló al mismo discurso de siempre. Hay un vacío de expectativas. No hay un norte. Y donde no hay asidero, el desencadenamiento de la dinámica inflacionaria puede llegar a ser impredecible. Las medidas que se tomaron en 2018 fueron un simulacro sobre cómo dar más libertad económica sin abandonar los controles. Por ende, superar el dilema de cuánto control económico y social está dispuesto a ceder el Gobierno para que las medidas económicas funcionen sólo tiene respuesta política”.

La clave está en la política. ¿Hay posibilidades de un cambio en este plano? ¿Qué se asoma en el horizonte para el 2019? John Magdaleno, profesor universitario y director de la Consultora Polity, trata de dar algunas pistas. Estima que dos grandes interrogantes estarán en el tablero este año. Una: Si el Gobierno, urgido por las circunstancias, al final adelantará un programa de liberalización de la economía, así sea gradual, o si, por el contrario, mantendrá el mismo esquema. Dos: Si se logrará la fractura de la coalición dominante: la fragmentación de los elementos militares, políticos, económicos, sociales y policiales que constituyen el sostén del régimen.

¿Aún es factible una opción electoral en Venezuela? El politólogo estuvo en desacuerdo con que la oposición decidiera no participar en las presidenciales del 20 de mayo porque no había suficientes garantías. Su argumento: “Un equipo de politólogos, sociólogos, economistas e internacionalistas hemos realizado una investigación comparada y hemos encontrado que de 80 casos exitosos de transiciones a la democracia 36 fueron casos en los que las elecciones jugaron un papel relevante para que se diera inicio a la transición a la democracia. Esto refuta una idea bastante extendida conforme a la cual las elecciones frente a regímenes autoritarios, las elecciones libres y competitivas, sólo se producirían una vez que tiene lugar el inicio de la transición a la democracia. Repito: 36 casos comunican que la dirección política opositora en esos países donde había regímenes autoritarios (algunos muy severos, por cierto) utilizó la elección como palanca, como detonante, para precipitar una crisis política mayor. En 9 de los 36 casos se consumó el fraude. El régimen autoritario logró el objetivo de cortísimo plazo de retener el poder. Pero, acto seguido, en esos 9 casos se desataron procesos sociopolíticos (movilización, mayores presiones nacionales e internacionales, etc) que generaron la fractura de la coalición dominante y dieron inicio a la transición democrática”.

El director de la Consultora Polity menciona varios ejemplos: el del referéndum que perdió Pinochet en Chile en 1988. El de Brasil a mediados de los ochenta: no era una elección competitiva -recuerda Magdaleno-, pero la dirección política apela a ella para precipitar una fractura de la coalición dominante. Otro ejemplo referido por el politólogo: El de la Polonia del general Jaruzelski. Solidaridad decide participar en las elecciones parlamentarias pese a que una de las reglas del juego ya indicaba que no lograría la mayoría: dos tercios de los escaños del senado estaban reservados de antemano para el Partido Comunista Polaco.

¿Y por qué entonces Walesa y su gente optan por hacerle el juego a Jaruzelski? Magdaleno lo explica: “Porque observaron que las elecciones generales se celebraban al año siguiente y, por tanto, las parlamentarias del 89 constituían una buena oportunidad para prepararse. Estaban calibrando objetivos ulteriores. El contraste entre una mayoría de votos que no se traduce en una mayoría parlamentaria era lo suficientemente elocuente como para movilizar a sectores de la oposición a protestar. Para fracturar la coalición dominante de un régimen autoritario hace falta perforarla. No es un fenómeno que se produce de forma espontánea, automática, sólo por el efecto de algunos condicionantes como una mala situación económica o una creciente presión internacional o protestas masivas que ciertamente deslegitiman al régimen autoritario o la eventualidad de que se produzcan crecientes contradicciones internas. Hace falta mucho más. Y este mucho más tiene que ver con incentivos y presiones que simultáneamente tienen que recibir algunos factores (típicamente los moderados) de la coalición dominante”.

El politólogo precisa que hay tres tipos de elecciones: competitivas, semicompetitivas y no competitivas. Acepta que las del 20 de mayo de 2018 no fueron competitivas. “Pero son elecciones. Fraudulentas, sí. Pero son una modalidad de elecciones. Los sectores extremistas de la oposición piden elecciones limpias, transparentes y competitivas. Muy bien. La pregunta es: ¿Por qué habría de conceder garantías un régimen autoritario para que se celebren elecciones? Ello puede ocurrir en la medida en que el régimen sea objeto de presiones y, también, en tanto se le ofrezcan algunos incentivos a algunos factores de la coalición dominante como para que empiecen a presionar en la dirección de restablecer algunas garantías que han sido violadas. A veces son factores de la misma coalición dominante los que emprenden por su propia cuenta una transición a la democracia. Esto echa por la borda un mito: que el oficialismo es monolítico y que allí no hay ningún incentivo como para que se produzca un cambio político en el corto plazo. Pero lo que dice nuestra propia investigación comparada es que en el 61 por ciento de los 80 casos estudiados la transición vino desde dentro del régimen autoritario. Esto desde luego estaría complementado con el uso de elecciones para precipitar una crisis”.

¿Se producirá, en efecto, una transición hacia la democracia en Venezuela o el país terminará por convertirse en una sociedad cerrada? Es lo que está por verse. Por lo pronto, ya se sabe que para finales de febrero la Asamblea Nacional Constituyente (cuerpo controlado absolutamente por el chavismo: producto de elecciones cuestionadas) presentará un Proyecto de Constitución. El rumor que corre aterra: el texto exhalaría un tufo cubano. La impronta del régimen de Maduro es la represión. No sólo hay 288 presos políticos: también se ha tendido un cerco a la prensa. El periodista Carlos Correa, coordinador de la ONG Espacio Público, hace el inventario de lo que fue el 2018: “Durante el año pasado, documentamos 387 casos con denuncias de violaciones al derecho a la libertad de expresión. Luego del año 2017 (con 708 casos), es el año con la mayor intensidad de los ataques y violencia contra medios, periodistas y personas. Las tendencias específicas observadas durante el año 2018 incluyen: La reducción de los medios impresos; la criminalización de funcionarios e infociudadanos; y restricciones para acceder a sitios web de información de interés público”.

El periodista agrega: “Al menos 30 diarios dejaron de circular durante el año. Entre los periódicos se incluye El Nacional, un medio de referencia para el debate público y de gran impacto en el ámbito cultural. Muchos de los diarios eran espacios regionales que mantenían información local, opinión y dinamizaban el debate público en ciudades medianas y pequeñas. En la actualidad, al menos 8 capitales de estados (provincias) no cuentan con diarios o medios impresos. La gran mayoría de los periódicos se mantienen como plataformas basadas en internet. Se mantienen los bloqueos a portales de noticias y aumentaron los ataques por denegación de servicios a sitios web que regularmente ofrecen información sobre hechos de corrupción o noticias. El Gobierno mantiene sistemas de vigilancia sobre datos privados de cuentas personales de periodistas, líderes políticos y defensores de derechos humanos. Sin cambio político no es posible estimar un cambio en la relación entre medios e instituciones públicas. El modelo político que se impulsa desde el gobierno venezolano es incompatible con la libertad de pensamiento, expresión e información. Es previsible que continúe el pulso entre la sociedad que anhela una vida e institucionalidad democrática y las élites gubernamentales que propugnan un modelo autoritario”.

El nuevo presidente de la Asamblea Nacional (de mayoría opositora), Juan Guaidó, ha convocado a una gran manifestación para el próximo 23 de enero que podría erigirse en el preámbulo de un nuevo ciclo de conflictos de calle. El parlamento ha declarado que Maduro usurpa el cargo, dado que su investidura sería producto de un fraude, y, según lo que pauta la Constitución, existe una vacante absoluta: Guaidó debería ser el encargado del Poder Ejecutivo hasta que se celebren nuevos comicios. Según esta óptica, no habría un presidente sino dos. Porque el chavismo reivindica la legitimidad de Maduro. Gran disputa. Guaidó, en estos últimos días, se ha convertido en una figura estelar. Ha cobrado una popularidad súbita. Es casi un rock star. Este año promete mucho para Venezuela. El 2018 fue de terror. El 2019 puede ser un año de esperanza: aunque la sombra de Zimbabwe azote, después de la oscuridad puede llegar la luz.
(Caracas, 1963) Analista política. Periodista egresada de la Universidad Central de Venezuela (UCV).

domingo, 23 de diciembre de 2018



El futuro nos arropara con un manto de optimismo y un nuevo tiempo de esperanza se abrirá a nuestras mentes y corazones.


El Observatorio Venezolano de las Autonomías les desea una Feliz Navidad y un prometedor Año Nuevo.



viernes, 21 de diciembre de 2018

La mala memoria de las transiciones



Rafael Rojas*

Todo cambio profundo de régimen político, por vía revolucionaria o reformista, necesita de un relato legitimador. Las dos grandes revoluciones latinoamericanas del siglo XX, la mexicana y la cubana, fueron muy hábiles a la hora de narrar el cambio e instruir a sus ciudadanos en las claves de una historia oficial. Llegado un momento, al cabo de varias décadas, esas historias se desgastaron y los mitos cayeron, pero los nuevos regímenes políticos tuvieron tiempo suficiente para consolidarse.

Con las nuevas democracias latinoamericanas, en las cuatro últimas décadas ha sucedido lo contrario. Hace unos treinta años en toda América Latina se vivía la euforia de la recuperación de la democracia. En el Cono Sur y los Andes, en Centroamérica y el Caribe, las dictaduras militares de derecha y los pocos autoritarismos progresistas que quedaban en la región, a finales de la Guerra Fría, habían dado paso a democracias con sistemas pluripartidistas, elecciones regulares y normas constitucionales basadas en la división de poderes, el gobierno representativo y las libertades públicas.

El discurso de las transiciones, en buena medida por no ser revolucionario, prescindió de un relato fundacional. En la mayoría de los países latinoamericanos, la democracia no era un régimen político que se creaba sino que se recuperaba, después de un interregno autoritario. Para los argentinos, por ejemplo, la democracia se había perdido, primero, en 1955, con el golpe militar contra Juan Domingo Perón. Luego había sido restaurada brevemente entre 1973 –cuando se produce la elección de Héctor José Cámpora y el regreso de Perón de su exilio en Madrid– y 1976 –cuando vuelve a perderse con el golpe contra Isabelita Perón.

Los brasileños, por su parte, creían haber perdido la democracia tras el golpe militar contra João Goulart en 1964, los uruguayos con el autogolpe de Juan María Bordaberry y el inicio del régimen cívico-militar en junio de 1973 y los chilenos, en septiembre del mismo año, con la asonada de Augusto Pinochet contra el gobierno de Salvador Allende y Unidad Popular. En Perú, el régimen militar de Juan Velasco Alvarado, a pesar de identificarse con una ideología nacionalista de izquierda, dio paso a una transición en los ochenta que, en buena medida, fue vista como una democracia recobrada, ya que el primer presidente de la posdictadura fue Fernando Belaúnde Terry, el mismo que había sido derrocado en 1968.

Incluso en Centroamérica y el Caribe, donde la tradición autoritaria era más fuerte en la primera mitad del siglo XX, se produjo un tránsito democrático. A excepción de Costa Rica, todos los regímenes centroamericanos eran autoritarios en los años setenta. Gradualmente, a partir de 1985, a medida que las guerras civiles entraban en procesos de pacificación, las elecciones regulares y la sucesión pacífica entre gobiernos se extendieron como método político. A pesar de lo precaria que había sido en la región, la llegada de la democracia no fue, en ningún país centroamericano o caribeño, un acontecimiento tan celebrado como la Revolución cubana de 1959 o la sandinista de 1979.

En la última década del siglo XX, cuando se completa la transición mexicana, desde un autoritarismo muy diferente al de las derechas militares y anticomunistas de Suramérica, todos los gobiernos de la región, menos Cuba, eran democráticos. Sin embargo, desde fines de los noventa, las muestras de desencanto con la democracia no hacían más que reproducirse. En los primeros años del nuevo siglo, cada sondeo anual de Latinobarómetro y cada informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) y otras instituciones regionales reportaban el creciente desafecto de la ciudadanía hacia la forma democrática de gobierno, a la que responsabilizaban del aumento de la pobreza y la desigualdad.

¿Por qué, en tan pocos años, se pasó de la euforia al desencanto con la democracia en América Latina? La mayoría de los estudios apunta a que la causa fue el costo social de las políticas económicas neoliberales que emprendieron los gobiernos de Carlos Saúl Menem en Argentina, Fernando Collor de Mello en Brasil, Alberto Fujimori en Perú, Carlos Andrés Pérez en Venezuela o Carlos Salinas de Gortari en México. Sin embargo, en términos regionales, el crecimiento de la pobreza y la pobreza extrema no fue, en los noventa, tan dramático como en la década anterior, manteniéndose, de acuerdo con la Cepal, en una tasa cercana al 45%.

En algunos países como Venezuela, México y Argentina el desencanto democrático tuvo que ver más con crisis económicas concretas como los colapsos financieros venezolano y mexicano de 1994 o el cacerolazo argentino contra el “corralito” del ministro Domingo Cavallo y el presidente Fernando de la Rúa en 2001. Esas crisis fueron experimentadas como metáforas del fracaso de las transiciones democráticas, especialmente por sectores de la izquierda más radical, ligada a los movimientos sociales que se enfrentaban al neoliberalismo. En esa izquierda, nucleada en las redes de solidaridad con Cuba y en los foros de Porto Alegre y São Paulo, se adelantó el discurso del “socialismo del siglo XXI” que asumieron los gobiernos de Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y, en menor medida, Lula da Silva y Dilma Rousseff, Néstor y Cristina Fernández de Kirchner en la década siguiente.

¿Cambio o mutación?

Las transiciones democráticas fueron verdaderos cambios de regímenes políticos, pero defraudaron a buena parte de la ciudadanía porque no cumplieron sus promesas en varias esferas. Reemplazaron dictaduras militares o autoritarismos de partido hegemónico, como el mexicano, con sistemas pluralistas, elecciones regulares y competidas, alternancia de partidos en el poder, libertades de asociación y expresión, transparencia informativa y estados de derecho. Sin embargo, las políticas económicas neoliberales concentraron aún más la riqueza y la desigualdad se reflejó en las democracias representativas por medio de una nueva oligarquización del poder.

Las constituciones del periodo transicional –la peruana de 1979, la brasileña de 1988 y la argentina de 1994– fueron, en buena medida, transacciones entre las derechas anticomunistas y las izquierdas populistas o socialistas. De ahí que no captaran plenamente el cambio social que se producía a fin de siglo en América Latina, con el surgimiento de nuevos sujetos políticos en el ámbito sindical, agrario, indigenista, feminista, estudiantil y ambiental. Esos sujetos, excluidos del pacto transicional, se incorporaron a los movimientos sociales que resistieron, desde abajo, las nuevas democracias que, ya en los noventa, no se asumían como tales sino como “regímenes neoliberales”. El concepto de neoliberalismo absorbió al de democracia.

Otra zona de importantes agravios, en las transiciones democráticas de fin de siglo, fue el tema de memoria, justicia y verdad frente a los crímenes del pasado. Las leyes de “punto final” y “obediencia debida” en Argentina, promovidas por el gobierno de Raúl Alfonsín en 1986, a las que se sumaron los indultos del presidente Menem a principios de los noventa, a favor de miembros de la Junta Militar, develaron el pacto de impunidad que subyacía a las transiciones. En todos los países del Cono Sur se produjeron legislaciones similares, aunque en Chile el Informe Rettig, en 1991, logró documentar los casos de 3,920 víctimas de la dictadura, entre desaparecidos, asesinados y torturados.

La causa de la memoria, justicia y verdad también se incorporó al programa de la izquierda. Los gobiernos de la primera década del siglo XXI, cuando se produjo la llamada “marea rosada”, especialmente los de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, Dilma Rousseff en Brasil, Michelle Bachelet en Chile y José Mujica en Uruguay, capitalizaron la inconformidad que existía debido a las trabas en el procesamiento judicial de los crímenes de las dictaduras. El Frente Amplio uruguayo, por ejemplo, impulsó la reinterpretación de la “Ley de Caducidad”, asimiló el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso Gelman y respaldó varios proyectos de investigación de identificación de víctimas de la Operación Cóndor.

Los gobiernos de izquierda de principios del siglo XXI se percibían a sí mismos como parte de una ruptura con el periodo de las transiciones que, a su vez, enmarcaban en un largo momento neoliberal. De ahí que en el discurso de legitimación de todas aquellas izquierdas –en el que el chavismo jugaba un papel protagónico– se pensara en las transiciones más como “posdictaduras” que como verdaderas transformaciones del régimen. Lo que se había producido a fin de siglo era, en las versiones más extremas de aquel relato, una mutación, no un cambio.

Y, sin embargo, la nueva estructura institucional de las democracias latinoamericanas, construida a fin de siglo, fue la que permitió la llegada al poder de aquellas izquierdas por la vía electoral. Fue también esa estructura la que facilitó la construcción de nuevas hegemonías políticas que, en la mayoría de los países, no alteraron las reglas del juego, como demuestran las alternancias favorables a la derecha o a izquierdas más moderadas que se han producido en Argentina, Chile, Perú, Ecuador o Colombia en los últimos años. Buena parte del entramado jurídico y político de las transiciones sigue en pie.

La ambivalencia ante la transición, como pasado inmediato, se comprobó en las celebraciones más bien opacas por los treinta años de la caída de la dictadura en aquellos países. Ninguna de las constituciones transicionales latinoamericanas es reconocida como un hito de la democratización, como sucede con la Constitución de 1978 en España, a pesar de las críticas que movilizan Podemos y otras fuerzas políticas de la izquierda más radical. Algunas de aquellas constituciones vigentes, como la chilena de 1980 o la peruana de 1993, tienen un origen autoritario, pero otras como la brasileña, la argentina e, incluso, la uruguaya de 1967, con todas las reformas de los años ochenta y noventa, han sido actualizadas en términos del nuevo constitucionalismo.

Aún así, lo que el campo académico de las ciencias sociales entiende como “nuevo constitucionalismo latinoamericano” se centra, en su mayoría, en las constituciones producidas por la izquierda bolivariana: la venezolana de 1999, la ecuatoriana de 2008 y la boliviana de 2009. Con frecuencia se citan como antecedentes la nicaragüense de 1987 y la colombiana de 1991, pero las que adquieren un sentido rupturista, y a la vez inaugural, son esas porque se presentan como actas de defunción del periodo transicional. No solo por la incorporación de elementos multiculturales y comunitarios o de democracia directa y participativa, sino por su reforzamiento del presidencialismo y la centralización.

La mala memoria de las transiciones, sustentada en una falsa identificación entre democracia y “neoliberalismo”, está en la raíz de una cultura política de izquierda que fácilmente tiende al autoritarismo. El hecho de que el pasado que se pretende negar sea el de las democracias y no el de las dictaduras o, más bien, el de las democracias que se piensan como nuevas formas de autoritarismo, contribuye a doctrinas fundacionales que hacen tabula rasa de las mejores tradiciones ideológicas de cada país. Los casos del chavismo-madurismo en Venezuela o de la nueva derecha brasileña, que ha llevado a la presidencia a Jair Bolsonaro, serían los más representativos de una nostalgia por el autoritarismo en América Latina.

La reacción antidemocrática

Así como la izquierda utilizó las estadísticas del periodo neoliberal para justificar su ascenso al poder, la nueva derecha ha hecho lo mismo con los datos de la “marea rosada”. De acuerdo con el informe de la Cepal de 2017, los gobiernos de izquierda redujeron el ritmo de su combate a la desigualdad y la pobreza en la segunda década del siglo XXI. Entre 2014 y 2016, en Brasil y Argentina, la desigualdad no decreció como venía haciéndolo hasta 2012, y en Venezuela y Nicaragua creció, aunque ninguno de los dos países ha ofrecido cifras oficiales en los últimos años.

En Venezuela, según el mismo informe de la Cepal, la pobreza había pasado de 21.2% en 2012 a 32.6% en 2014, mientras que en los mismos años su vecina Colombia, gobernada por la derecha, había reducido el número de pobres de 32.7% a 28.5%. Estudios más recientes, como el de la socióloga María Gabriela Ponce, de la Universidad Católica Andrés Bello, señalan que en 2017 la pobreza en Venezuela alcanzó al 61.2% de la población. Una tendencia en aumento que, con la crisis económica del último año, puede haberse disparado, junto con la inflación, el desabastecimiento y el éxodo masivo.

Durante los últimos gobiernos de izquierda en Brasil, Argentina y Venezuela no solo creció la pobreza sino que la economía se contrajo, como consecuencia del fin del llamado “boom de los commodities” alrededor de 2014. Sin embargo, en otros países donde también gobernaba la izquierda –como Chile, Ecuador, Uruguay y Bolivia– el ritmo de crecimiento de la economía y disminución de la pobreza solo se ralentizó. No es extraño que el fin del ciclo progresista haya sido más turbulento en los primeros países que en los segundos.

Las derechas argentina y brasileña supieron aprovechar el descontento popular generado por la crisis. El argumento del deterioro de los indicadores sociales se utilizó en las campañas de Mauricio Macri y Jair Bolsonaro, a pesar de que la estrategia económica que ambos ofrecían anunciaba un regreso al proyecto neoliberal. Incluso Sebastián Piñera, en Chile, reprochó al gobierno de Michelle Bachelet el estancamiento de la pobreza y la desigualdad. El efecto de esa apropiación discusiva es muy similar al de cuando la izquierda neopopulista, en tiempos de la bonanza de las materias primas, exaltaba el crecimiento económico y la estabilidad financiera de Brasil, Argentina y Venezuela con Lula, los Kirchner y Chávez.

En todo caso, Macri y Piñera se diferencian claramente de Bolsonaro porque ni en sus campañas presidenciales ni en sus gobiernos han utilizado un lenguaje racista, homófobo, chovinista y misógino como el del brasileño, y tampoco han renegado de la experiencia de las transiciones democráticas argentina y chilena de fin de siglo. A pesar de que aún no gobierna, Bolsonaro, al nivel del lenguaje y de las expectativas, se desliza por primera vez en la historia latinoamericana de las últimas décadas a una reivindicación de las dictaduras anticomunistas de la Guerra Fría.

En todos los países latinoamericanos han existido derechas que valoran positivamente los viejos autoritarismos porque “libraron a sus países del comunismo”. En Chile, por ejemplo, cerca de un 20% de la ciudadanía tiene una visión positiva del papel histórico de Pinochet, aunque se trata de un respaldo que disminuye año con año, como consecuencia de las políticas de la memoria impulsadas por los gobiernos de la Concertación en tiempos de Ricardo Lagos y, sobre todo, Bachelet. El fenómeno Bolsonaro es nuevo y perturbador: el liderazgo máximo del mayor país latinoamericano en manos de un militarista que piensa que, en América Latina, el desenlace de la Guerra Fría hay que contarlo al revés.

Antes de Bolsonaro, los líderes que planteaban un revisionismo similar provenían de la izquierda: Fidel Castro, Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Daniel Ortega. Estos políticos nunca comulgaron con la narrativa de las transiciones democráticas. Castro se enfrentó tanto a las dictaduras militares de los setenta –aunque no a todas– como a las democracias de los ochenta y los noventa. Chávez y Maduro construyeron un régimen, autodenominado “revolucionario”, para superar una democracia: la venezolana de la Constitución de 1961 o la Cuarta República. Ortega, que también propició una transición democrática en los noventa, recuperó la presidencia en 2007, con apoyo de varios políticos corruptos del periodo transicional, y adoptó una modalidad chavista, sin los elementos comunitarios y participativos del chavismo original.

Hoy por hoy, son Maduro y Ortega los políticos latinoamericanos que personifican más claramente la regresión autoritaria del siglo XXI. Venezuela y Nicaragua, con el respaldo de Cuba, han protagonizado una auténtica “degeneración de la democracia” –la expresión es del filósofo canadiense Charles Taylor– en la que al retroceso en la distribución del ingreso y el acceso a derechos sociales se suma un intento de perpetuación de un líder y una casta en el poder, al margen de la ley y con la asistencia de un aparato represivo que castiga o intimida a la ciudadanía, la sociedad civil, los medios informativos y la oposición.

Bolsonaro podría extender esa reacción autoritaria al campo político de la derecha latinoamericana. Así como el polo antidemocrático de la izquierda ha contado con su red de apoyos internacionales (Rusia, China, Turquía, Irán), el de la derecha contaría con el respaldo de Donald Trump en Estados Unidos, Nigel Farage en Gran Bretaña, Viktor Orbán en Hungría y Matteo Salvini en Italia, por solo nombrar a los que menciona Steve Bannon, exasesor trumpista, en una reciente entrevista con Patricia Campos Mello para Folha de São Paulo. Bannon ve a Bolsonaro como el representante ideal de América Latina en “El Movimiento”, una internacional de extrema derecha que el estratega neoconservador lanzará el próximo enero en Bélgica.

Si Bolsonaro se consolida dentro de esa red e intenta expandirla hacia América Latina probablemente no encuentre un dique sólido en la izquierda democrática, dada su escasa presencia en los gobiernos de la región. De plegarse el resto de la derecha a las posiciones del líder brasileño, una temible polarización entre autoritarismos de uno u otro signo podría poner a la democracia regional en su situación más riesgosa en cuatro décadas. Ese panorama sería tan favorable al giro autoritario de las derechas gobernantes como al enquistamiento de las dictaduras de izquierda.

Cualquier confrontación que reproduzca una polaridad parecida a la de la Guerra Fría es beneficiosa para el autoritarismo en América Latina. Al sentirse protegidos por potencias globales, los gobiernos de la región ven debilitado su vínculo con el marco jurídico hemisférico. La emergencia de líderes como Donald Trump, en Estados Unidos, ha resultado un soporte inesperado para los nuevos despotismos del siglo XXI, lo mismo en Europa que en América Latina. El actual clima de nacionalismo, xenofobia y racismo que Trump y otros líderes occidentales imprimen a la trama global es terreno fértil para las dictaduras. ~

*(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.