domingo, 10 de febrero de 2019

Un contrato social para Venezuela


Kamal Antonio Romero*

Cuando observamos la evolución de la economía venezolana durante los últimos años, lamentablemente resulta difícil escoger qué dimensión ha presentado un mayor deterioro. Más allá de las cifras meramente económicas como la mayor inflación del mundo en los últimos años (el 10.000.000% para 2019, según el FMI), un déficit fiscal superior al 20% o una contracción acumulada del PIB de casi el 50% desde 2013, la dimensión social del problema es desgarradora.

Lo que observamos es un completo descalabro institucional que ha convertido al país en la principal fuente de emigrantes de la región, donde más de la mitad de su población ha perdido peso por problemas de acceso a una alimentación adecuada, el que presenta mayores incrementos en Sudamérica de enfermedades como difteria, malaria y sarampión y coloca a dos de sus ciudades entre las 10 con mayores tasas de homicidio del planeta.

Cualquier intento de reconstrucción debe pasar necesariamente por un programa de estabilización económica que reduzca la tasa de inflación, elimine el esquema de control de precios, restablezca los flujos de divisas y recupere del estancamiento la industria petrolera que genera alrededor del 50% de los ingresos fiscales y el 90% de las divisas, y cuya producción de crudo ha caído en más del 50% desde 1998.

No obstante, lo que muchos analistas han planteado (y comparto) es que gran parte de los problemas de la economía venezolana no sólo requieren un plan de estabilización estándar, sino la recuperación y construcción de instituciones económicas básicas, que impliquen redefinir el modelo de Administración pública e incluso las relaciones Estado-ciudadano.

Para restablecer las operaciones de la industria petrolera se deben reorientar sus funciones principales hacia la gestión de las actividades de manejo y gestión de las diversas etapas de producción y comercialización del petróleo, las cuales habrían sido desviadas en los últimos años hacia una supuesta política social, al mismo tiempo que ha sido empleada como herramienta diplomática mediante convenios de venta de crudo por debajo del precio de mercado a países amigos, afectando negativamente su flujo de caja. Pero, además, es necesario definir los canales institucionales con el Fisco nacional que le permitan tener la suficiente independencia para gestionar de la manera más eficiente sus recursos, a la vez que genere suficientes ingresos fiscales que financien la labor del Estado.

Para estabilizar la hiperinflación es necesario no sólo restablecer una política monetario-fiscal ordenada, sino crear mecanismos institucionales que, por un lado, recuperen la independencia del banco central y, por otro, creen reglas fiscales que suavicen la pro-ciclidad del gasto público; es decir, la tendencia a incrementar en exceso el gasto en épocas de altos precios del petróleo y la poca capacidad de ajuste del mismo cuando éstos descienden. En relación a este último, Venezuela es un ejemplo de voracidad fiscal: las demandas y conflictos de los sectores sociales y grupos de presión durante los booms de ingresos suelen solucionarse no mediante la práctica político-institucional, sino mediante el reparto clientelar de la renta petrolera.

La historia de controles de precios y de flujos de capitales en Venezuela es extensa y va más allá del período chavista. Han representado una de las principales herramientas a través de las que los altos ingresos fiscales se transforman en subsidios a la población. Pero en cada experimento que se ha realizado con esta política, el resultado ha sido el mismo: escasez, desincentivo a la producción local a favor de las importaciones y el no control de la inflación.

Como observamos en los párrafos anteriores, gran parte de las políticas económicas que han llevado al colapso social han tenido un objetivo primordial legítimo (hacer llegar a parte de la población los beneficios de la renta petrolera), pero esto se ha hecho estableciendo políticas clientelares como único mecanismo de redistribución en un entorno de debilidad institucional, con lo que los resultados han sido completamente opuestos a los esperados.

Acemoglu y Robinson (2006) señalan que la diferencia principal entre instituciones y políticas es que las primeras son duraderas, mientras que las segundas son reversibles, así como el hecho de que las instituciones determinan cómo las preferencias de varios grupos son agregadas en elecciones sociales. Partiendo de esta idea, la construcción de instituciones sólo es posible mediante pactos que generen amplios consensos y que sean aceptados por toda la sociedad, ya que determinan las reglas del juego. Es decir, las obligaciones y restricciones a las que van a estar sujetos los distintos grupos sociales; no sólo hoy, sino en el futuro.

El actual diseño institucional venezolano está basado en una idea que se ha probado caduca, un estado clientelar que se apropia y se reparte la renta petrolera. Esta idea sólo ha generado inestabilidad económica, debilidad institucional, ausencia de mecanismos de rendición de cuentas y actores sociales que invierten gran parte de su tiempo en la extracción de rentas en lugar de en la actividad productiva. 

Hace falta un acuerdo social que defina un nuevo modelo político-económico que abandone definitivamente este estado de cosas, basando la resolución de conflictos en la práctica de la política dentro de una democracia funcional.

Cualquier transformación que cambie los equilibrios de poder político sobre quien detenta la atribución de apropiarse y repartir la renta petrolera genera tensiones, de ahí que es necesaria la participación de todos los sectores.

Este nuevo contrato social no sólo debe circunscribirse a los puntos ya señalados. Además, es necesario replantear un nuevo sistema fiscal por el lado de los ingresos no petroleros que saque a Venezuela de la cola de la recaudación fiscal de la región, una normativa laboral que ataque el enorme sector informal y el establecimiento de un sistema de protección social que permita resguardar a la población de menores ingresos, que ha soportado gran parte de los ajustes en las fases bajas del ciclo petrolero, generando una brecha social inaceptable.

Se dice que las dificultades traen consigo un rayo de esperanza. La grave coyuntura actual puede que haya generado la reflexión y los apoyos necesarios para abandonar las cosas que no han funcionado en el pasado y construir entre todos un nuevo futuro de consolidación democrática y estabilidad económica.


*Economista y Profesor de Macroeconomía en el Centro de Enseñanza Superior Cardenal Cisneros-UCM

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