martes, 22 de abril de 2014

Lo saben todo, pero nada más (André Bretón)



Nelson Acosta Espinoza 

Comparten, los totalitarismos y las cebollas, rasgos comunes. Desde luego, para muchos lectores esta referencia, como mínimo, puede parecerles exagerada y extraña. Otros, intentaran relacionar esta semejanza con el olor que despide este bulbo al momento de ser mondado. No en balde el olfato democrático es revulsivo a las políticas autoritarias. Ello explica porque estas propuestas, cuando se encuentran sometidas al escrutinio público, al igual que la cebolla al momento de ser rebanada, exudan un tufo contrario a la cultura democrática. 

Esta planta hortense evoca otros significados. Por ejemplo, las aureolas que la envuelven y cantan su gloria pudieran asemejarse a la autocomplacencia que desata la simetría implícita en toda propuesta autoritaria. Desde luego, bajo esta disposición, no pueden existir espacios para anomalías cuánticas. Vale decir, lugar para aquellas energías que suelen provocar el nacimiento de las ciudadanías y la sociedad individuante.

Wislawa Szymborska poetisa polaca, ganadora del Premio Novel en 1996 describe, en su poema La cebolla, la lógica implícita en toda propuesta con sesgo autoritario. Con gran elegancia la define como “fuga centrípeta. Eco concentrado en coro”. Parafraseándola, nos atreveríamos afirmar que la democrática, a diferencia de la totalitaria, es una cultura que tiende ha denegar lo que esta intelectual denomina como “la idiotez de lo perfecto”. En efecto, sus imperfecciones y lo inacabado de su diseño proporcionan sustancia a esta forma de vida política. Sus raíces polis y pólemos, connotan, precisamente, los ámbitos dentro de los cuales se despliega esta dinámica. A lo largo de estos vectores se desarrollan, por un lado, la búsqueda incesante del consenso y, por el otro, la domesticación pacifica del conflicto. Elementos fundantes de toda convivencia política. 

Nación y Pueblo constituyen, entonces, los parámetros que suministran direccionalidad a la ingeniería política que apuesta a la “idiotez de lo perfecto”. El primer concepto, proporciona justificación y esencia eterna a la voluntad colectiva. El segundo, glorifica a quienes se identifican entre si y con la Nación. De ahí provienen frases de cuño fascista, como por ejemplo, “dentro la revolución todo; contra la revolución, nada” o “patria, socialismo o muerte”. 

No debe sorprendernos, entonces, la comodidad con que esta lógica despliega su apuesta por el esencialismo. Amartya Sen, premio Novel en Economía, la ha definido como “miniaturización” de los colectivos e individuos. Reduccionismo que permite cancelar arbitrariamente circunstancias culturales y privilegiar una de estas dimensiones en detrimento de las otras. Por ejemplo, raciales (blanco, negro); religiosas (musulmán, cristiano, judío, budista); políticas (revolucionario, patriota, bolivariano, escuálido). En este contexto es probable, entonces, que las relaciones entre lo uno y lo otro y sus juegos de lenguajes tiendan a ser anulados. 

Antonio Machado, a través de su heterónimo, Abel Martín, en forma honda e inimitable, reflexionó sobre esta relación que vincula identidad y otredad. En un pasaje inolvidable señala: “con la fe poética no menos humana que la fe racional, creía en lo otro: en la esencial heterogeneidad del ser, como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno”. 

La política democrática reivindica “la otredad que padece lo uno”. Por esa razón no puede cuadrar con “la idiotez de lo perfecto” de la cual nos habla la intelectual polaca. 

Esta circunstancia explica lo fracasos y la incapacidad de los autoritarismos para alcanzar grados crecientes de bienestar colectivo e individual. En otras palabras, la democrática es la única opción política que puede garantizar derechos y deberes a “los otros que somos nosotros”.

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