En El
proceso de la civilización, Norbert Elias cuenta cómo, en el tránsito de la
Edad Media a la Edad Moderna, tienen lugar una serie de cambios sociales y
psicológicos que han marcado el proceso civilizador de la historia europea. El
más importante de ellos tiene que ver con el desarrollo de los Estados, que
comienzan a tejer una estructura administrativa y burocrática moderna. Son
siglos en los que los Estados prosperan y sobrevivien por medio de la guerra y
eso conduce a la creación de auténticos ejércitos con un mando centralizado y a
la aparición de sistemas impositivos y recaudatorios eficientes que puedan
sostener el esfuerzo bélico y la nueva administración.
La profesionalización y el monopolio de la violencia por parte del Estado conducirán a una progresiva pacificación y cohesionamiento de las sociedades occidentales, que tendrán también consecuencias sobre los usos, maneras y costumbres de los individuos. Se producirá un refinamiento de los valores, las convenciones y las normas de conducta, así como un aumento de la presión social para que las personas ejerzan un autocontrol de su agresividad, de sus impulsos sexuales y de sus emociones.
A este proceso, que concluye en la “sociedad
cortesana”, Elias lo llama la “pacificación de los guerreros”. A partir del
siglo XVII, la Corte real se convertirá en el principal agente civilizador en
Europa. “Aprender las habilidades sumamente específicas del cortesano, adquirir
sus maneras sociales, era una condición indispensable para la supervivencia y
el éxito social en las lides de la vida en la Corte”. De este modo, “la
poderosa clase constituida por los nobles guerreros propietarios de tierras, de
grandes extensiones en las que gobernaban con bastante independencia, se
convirtió en una clase integrada por cortesanos y oficiales del ejército
dependientes por completo del rey, o en nobles que habitaban en sus propiedades
rústicas privados de casi todas sus anteriores funciones militares”.
Esta transformación servirá primero para moldear el comportamiento de las clases altas para, después, ir permeando a toda la sociedad. Sin embargo, no debemos perder de vista que, para Elias, la “civilización” no es un concepto moral ni lleva aparejada una asunción de progreso. Se trata, sencillamente, de la descripción de un proceso sociológico histórico. Y, como tal, no es lineal.
Así, el
propio Norbert Elias cuenta cómo el proceso civilizatorio occidental se ha
visto salpicado de sucesivas oleadas románticas. Estos episodios tienen lugar
en momentos de cambio e incertidumbre, en los que las tribulaciones del
presente conducen a la frustración de las expectativas. Entonces, surge la
tentación de querer retornar a un pasado que ha sido idealizado, un pasado en
el que el individuo podrá reencontrarse con las esencias perdidas, podrá
despojarse del corsé normativo que le imponen el rey y la sociedad y volver a
ser libre.
La vida
cortesana comienza a ser percibida como una jaula y el romanticismo, con su
pesimismo melancólico y su añoranza de un mundo que ya no existe, se impone. Es
así como Elias explica el triunfo del “ethos guerrero de la
aristocracia” y la exaltación romántica de la violencia que darán forma al
nacionalismo alemán en el siglo XIX, para desembocar en el nazismo en el XX.
El mundo
occidental posterior a la Segunda Guerra constituyó un esfuerzo gigante por
devolver al nacionalismo romántico a su jaula cortesana. Durante los últimos 70
años, Europa se ha volcado en la integración y la pacificación. Han sido
décadas de reconstrucción, de progreso técnico y crecimiento económico. La
posmodernidad ha actuado también como un juez que ha ejercido un control de lo
social, imponiendo valores y censurando los comportamientos individuales que se
desviaban de las convenciones establecidas, dando lugar a una nueva sociedad
cortesana, que algunos han rebautizado como de lo “políticamente correcto”.
No obstante, la última gran recesión económica,
sumada a los conflictos derivados de la globalización y el auge del terrorismo
internacional, han hecho tambalear los cimientos de Occidente. La incertidumbre
y la frustración han conducido a muchos a la melancolía y la desconfianza en
las instituciones políticas y sociales del presente. En este escenario hemos
visto emerger posturas y liderazgos románticos, que buscan en el futuro la
restauración de un pasado idealizado. En Europa, contemplamos cómo la vieja
aspiración de construir “una unión cada vez más cercana” se desvanece ante las
falsas promesas que auguran un porvenir mejor si se retorna al fortalecimiento
de la soberanía nacional.
En
Estados Unidos, el próximo inquilino de la Casa Blanca podría ser Donald Trump,
un candidato cuya campaña consiste en proponer el retorno a un pasado
triunfante que los americanos habrían perdido al ser pervertidos por la tiranía
de la corrección política y al desatender el control de sus fronteras frente a
la amenaza de la inmigración. No en vano, su lema electoral es “Make America
great again”, una sublimación de los valores nostálgicos y reaccionarios
del nacionalismo romántico.
El auge
de movimientos populistas en todo Occidente, que trasladan el foco de lo
programático a lo sentimental, que hacen gala de un discurso antirracional
cuando no antiintelectual, que ponen el énfasis en la vuelta a las esencias y
la recuperación de la soberanía, parece indicar que nos encontramos ante una
nueva oleada romántica en el proceso civilizatorio. Vivimos también un momento
de reacción antiigualitarista que no solo se percibe en el éxito de los
discursos atiinmigración: han adquirido cierta popularidad las teorías que
denuncian la “feminización de la sociedad”, como lo llamó Tyler Cowen, y que
proponen la recuperación de espacios donde el "hombre mitopoyético"
pueda liberarse del yugo social para ejercer su natural masculinidad.
El romanticismo
alemán del siglo XIX se caracterizará por sus rasgos colectivistas y
autoritarios. El hecho de que Alemania fuera una nación ilustrada y moderna,
desde el punto de vista del progreso científico y técnico, no actuó como
barrera para la contención del nacionalismo. No impidió que el individuo fuera
subsumido en la colectividad nacional y que cayera en el olvido la tradición
del idealismo más fraternal que encarnó Schiller. Tampoco en el Occidente
actual contamos con garantías para la prevención del repunte nacionalista. No
hay recetas mágicas para poner freno al populismo. Pero eso no nos condena a su
advenimiento inaplazable. Lo explicó muy bien Obama, el otro día, en la
Convención Demócrata, cuando el público empezó a abuchear el nombre de Trump: “Don’t
boo. Vote”.
*El País, 2 de
agosto 2016
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