Víctor Lapuente Giné
Por qué no votamos a los atletas que enviamos a
las Olimpiadas? Pues porque queremos a los mejores. Entonces, ¿por qué votamos
a los políticos? Si realmente queremos a los mejores, deberíamos someter a los
candidatos a pruebas de inteligencia y capacidad. A oposiciones o competitivos
concursos de plazas. Así tendríamos un Gobierno de Einsteins. Es lógico. Pero
también tiene sentido pensar que llevamos demasiado tiempo gobernados por
demasiados expertos. Y mira qué han conseguido.
Esta es la cuestión de fondo en la actual crisis de la
democracia. Nuestras sociedades se están rompiendo entre quienes desean delegar
más capacidad de decisión a los Einsteins y quienes quieren dársela a los
votantes y a sus representantes. El abismo entre ambos crece. Cada día acumulan
más razones para desconfiar los unos de los otros.
Por un lado, las élites (económicas,
políticas e intelectuales) temen el juicio de los votantes en cuestiones
fundamentales. Hace unos meses fue el Brexit: ¿cómo han podido votar los
británicos a favor de la salida de la Unión Europea cuando van a estar peor?
Hace unos días, el sorprendente no de los colombianos al acuerdo de paz con las
FARC. Mañana puede ser un referéndum de autodeterminación o de reforma
constitucional. Lo que parece de sentido común para los líderes de opinión y
analistas más prestigiosos es sistemáticamente rechazado en las urnas.
El problema de fondo somos nosotros. Los estudios indican
que los votantes somos irracionales, ignorantes, cortoplacistas y caprichosos.
Irracionales porque castigamos a los Gobiernos por accidentes de los que no son
responsables. Así, una pertinaz sequía o incluso los ataques de tiburones en la
costa pueden disminuir significativamente el voto por el partido en el
Gobierno. Ignorantes porque no sabemos cómo funciona la economía hasta el punto
de confundir subidas con bajadas del déficit. Cortoplacistas porque sólo nos
fijamos en los logros o desastres económicos que tienen lugar en los meses
inmediatamente anteriores a las elecciones. Si llegamos a entender la evolución
de las estadísticas, claro. Y caprichosos porque votamos para expresar nuestra
adhesión a un grupo o a una ideología en lugar de hacer un cálculo objetivo de
costes y beneficios. Esto explica que políticas dañinas con melodías muy
pegadizas, como el proteccionismo, sean abrazadas por tantos votantes en países
tan distintos.
Que a unos ciudadanos tan imperfectos se nos dé la
responsabilidad de decidir el futuro de un país es, en palabras de Bryan
Caplan, como si a unos estudiantes que han suspendido anatomía básica se les
invita a hacer una operación de neurocirugía. No es por tanto casualidad que la
ola de desregulación y privatización de los años ochenta viniera precedida de
la publicación de las primeras investigaciones cuestionando la racionalidad de
los votantes. La tendencia se puede acentuar ahora. Mejor la mano invisible del
mercado que las manos defectuosas de los votantes.
Pero los ciudadanos también han
acumulado un fundado resentimiento contra las élites. Como han documentado
Martin Gilens y Benjamin Page, en la democracia norteamericana gobierna la
mayoría sólo si su opinión coincide con la de los más ricos. En caso de
desavenencia, es el parecer de las clases altas, no de las medias, el que se
impone. Las leyes consagran los agujeros fiscales que permiten a los más
privilegiados pagar menos impuestos.
Pero también los agujeros penales que
perdonan sus vicios, como la normativa que durante tantos años ha castigado
cien veces más la posesión de crack (una droga asociada a los marginados) que
la de cocaína en polvo (la droga de Wall Street). Así, para que un yuppy fuera
sentenciado a los 10 años de cárcel que le caían a un joven pillado con 50
gramos de crack, tenía que llevar todo un maletín de cocaína. Indulgencia para
esnifarse el sistema.
En casi todas las democracias occidentales se extiende
la desazón de la impotencia. El votante de a pie sospecha que la política está
crecientemente dominada por grupos de interés. Por consiguiente, muchos
reclaman recuperar espacios para la democracia. Quitar capacidad de decisión a
los mercados anónimos. Y politizar los organismos autónomos. Los entes que,
dirigidos por expertos que no responden a las urnas, han proliferado como
setas, de los Ayuntamientos a Bruselas.
Dadas las limitaciones cognitivas que tenemos los
votantes, los partidarios de una mayor democratización son como los alquimistas
medievales. Utilizando la metáfora de Jon Elster, creen que pueden convertir el
plomo (las mediocres opiniones de los votantes) en oro (sabiduría colectiva).
Sin embargo, tan insensato es creer en la omnisciencia de la voluntad colectiva
como en el desinterés de los expertos. Dicho en otras palabras, existe una
manera de reconciliar a estas dos visiones del mundo opuestas si los
alquimistas abandonan la fe ciega en el poder de los números y los Einsteins la
suya en el poder del conocimiento experto.
Los expertos tienen razón en que, para deliberar,
menos es más. Una deliberación óptima sólo se puede hacer en grupos pequeños.
Por ejemplo, una comisión para reformar la Constitución formada por pocos
miembros puede reflexionar de forma más profunda que una gran asamblea —o una
cadena de asambleas desde los barrios hacia arriba—. Cuanto más grande es el
foro de discusión, más probable es que la discusión se simplifique con
etiquetas y atajos ideológicos. Al aumentar el número de pintores, nos
quedaremos con los que usan la brocha más gorda.
Pero los alquimistas tienen razón en que, para juzgar,
la pluralidad de opiniones es mejor que el conocimiento ortodoxo. Es lo que se
llama la “diversidad cognitiva”. Cuanto más inclusivo sea un grupo, mejores
serán sus decisiones, pues tendrán en cuenta perspectivas más diversas. Un
grupo de personas heterogéneas acierta más que un núcleo reducido de personas superinteligentes.
La diversidad gana a la habilidad. Ninguna comisión de expertos puede elegir
mejor a los responsables de las instituciones públicas de un país que sus
millones de votantes.
En definitiva, una buena democracia no sólo legitima
sino que mejora las decisiones. Y unos buenos expertos no son los que tienen
las grandes respuestas, sino los que ayudan a formular las grandes preguntas
que la sociedad y sus representantes deberán contestar. El buen gobierno
necesita Einsteins y alquimistas. Mecanismos que complementen sus virtudes en
lugar de enfrentar sus opiniones. Que sí, son distintas. Pero eso nos
enriquece.
Víctor Lapuente Giné es profesor de ciencias políticas de la Universidad
de Gotemburgo.
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