Henrique Fernando Cardozo y Ricardo Lagos*
Por primera vez en 52 años, una niña nació en una
Colombia en paz. Vino al mundo el 26 de septiembre, minutos después haberse
firmado el histórico Acuerdo de Paz. Este es un logro impresionante, porque,
después de todo, la vida de cada colombiano vivo ha estado marcada por una
guerra de medio siglo. El camino para llegar al acuerdo estuvo lleno de
dificultades y lo que viene para el país en orden de asegurar la consecuente
paz, será aún más desafiante.
Un reto grande se avecina rápidamente. Los colombianos
tendrán que acudir a las urnas para ratificar, en el plebiscito del próximo 2
de octubre, el acuerdo, al que no fue nada fácil llegar. Y aunque tiene algunos
defectos –no hay tal cosa como un acuerdo perfecto-, este es, de lejos, el
mejor al que se ha llegado con la guerrilla más grande -las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia, FARC-EP-. Pondría fin definitivo al último gran
conflicto armado de América Latina.
Lo que está en juego es mucho más que el regreso a la
guerra. El acuerdo de paz incluye grandes reformas e inversiones y podría
mejorar la calidad de vida de la mayoría de los colombianos, especialmente los
más pobres en las zonas rurales. No sólo reclama reformas agrarias: ofrece,
además, un nuevo enfoque para abordar el problema de las drogas ilícitas,
incluyendo el restablecimiento de la autoridad gubernamental en áreas antes
controladas por las FARC.
Es comprensible que los colombianos
tengan prevenciones frente a concesiones a las FARC. Después de todo, más de
220.000 soldados, guerrilleros y civiles han muerto en los combates, y casi
siete millones de colombianos han sido desplazados de sus hogares durante el
último medio siglo. Existen preocupaciones reales acerca de si la guerrilla
entregará todas sus armas con o sin supervisión de la ONU. Tienen motivos para
ser cautelosos, este camino lo han recorrido antes.
Podría decirse que la cuestión más delicada tiene que
ver con el tema de cómo tratar los crímenes de guerra. Según los términos del
Acuerdo de Paz, aquellos que admitan las atrocidades más graves, incluidas las
ejecuciones, recibirán penas reducidas de solo cinco a ocho años, con la
obligación de prestar servicio comunitario. Y a aquellos implicados en delitos
menos graves –como el tráfico de drogas- se les concederá amnistía. Muchas
personas sienten que esto deja libres muy fácilmente a los soldados y
guerrilleros que han violado derechos.
El tema de la adjudicación de responsabilidad por
crímenes de guerra suele ser una de las partes más difíciles en un proceso de
paz. Los críticos a menudo presentan el tema como una elección entre paz o
justicia. Esa es una falsa dicotomía. Colombia puede lograr ambos. Si las
autoridades implementan el acuerdo de paz con cuidado, deberán ser capaces de
conciliar los intereses y las necesidades legítimas de las víctimas, con los
requerimientos legales de hacer que los criminales respondan por sus delitos.
El coraje y la convicción de los
líderes de Colombia no tienen paralelo en la historia reciente. Las
negociaciones en La Habana, que empezaron en el 2012, fueron tensas y
agotadoras. Sin embargo, los equipos negociadores sacaron el proceso adelante.
A todo lo largo del proceso fueron desafiados por un coro de voces hostiles y
una creciente polarización en todo el país.
Es por supuesto el pueblo colombiano, incluyendo
víctimas y sobrevivientes, el que debe ser reconocido. Cuando el presidente
Santos firmó el acuerdo, anunció: “Hoy es el comienzo del fin del sufrimiento,
el dolor y la tragedia de la guerra”. Son los que han sufrido más, quienes le
están dando a la siguiente generación una oportunidad que muchos ciudadanos
creyeron nunca se materializaría, la oportunidad de vivir en paz.
*Fernando Henrique Cardoso es ex presidente de Brasil
y Ricardo Lagos, ex presidente de Chile.
El País 30 de septiembre 2016
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