Frank López
Nunca como ahora había sido más peligroso ese
estribillo reciente de la Neuropolítica de "emocionar para
convencer"; sobre todo porque nunca como ahora se había requerido más
serenidad, más reflexión y menos la levedad de la pasión.
Advierto que en momentos como estos cualquier mago de
la Neuropolítica puede " emocionarnos con ese slogan" y convencernos
de recurrir a las emociones para convencer al 80% de los venezolanos que nos
oponemos a Maduro a movilizarnos para acabar con esto. ¡Pero cuidado! Cuando
examinamos los fundamentos de la política desde el ángulo de las emociones las
cosas no resultan tan fáciles como no los indica el marketing de la
Neuropolítica. Y los datos más incontrovertibles a este respecto son los datos
históricos, por ejemplo, no han habido movimientos políticos más emotivos que
el fascismo y el nazismo, cuyo fundamento emocional fue precisamente la ira; o
que el comunismo, cuyo movimiento político se desliza frenéticamente por la
guillotina ensangrentada del odio de clases; o peor aún, que el talibanismo, el
Estado islámico y todas las formas de terrorismo, que basan su convencimiento
en el uso de otra emoción básica: el terror, es decir, la exacerbación del
miedo.
En fin, movimientos emocionales que no sólo acabaron
con sus adversarios sino que acabaron con la política misma. De modo que no hay
dudas de que las emociones son un resorte eficaz para el ejercicio volitivo,
tal como lo sostiene la Neuropolítica, pero, si aceptamos que la política es
acción dialógica, es persuasión, serenidad y consenso, entonces esta máxima de
la Neuropolítica se vuelve falaz en el campo de la política.
Y ello es así, porque en realidad la política, más que
fundamentarse en las emociones se basa en su control. Por eso la política nació
como una frónesis, como la práctica de control de las emociones, esto es: como
la práctica de las virtudes; porque las virtudes son precisamente las formas de
control de las pasiones, de las emociones. De aquí que los griegos de la
antigüedad clásica, quienes inventaron la política, le llamaran el ejercicio de
la areté. Y en este sentido la política es, por ejemplo, la práctica del coraje
cívico, una virtud que se orienta al control de los dos extremos emocionales
del miedo: tanto de la cobardía como de la temeridad. Así como lo es también la
práctica de la prudencia, o lo que los griegos llamaron virtud dianoética; pero
lo es además de la práctica de la templanza, la virtud que nos libera de la
intemperancia, es decir, de una emoción que nos ciega de la sensatez, de la moderación
(por cierto, muy necesaria en este momento).
En fin, debemos tener cuidado con ese estribillo de la
Neuropolítica. La política no es un producto de marketing sino de saberes muchísimo
más complejos y profundos como la Ética, la Retórica, la Ontología; y de la
Estética, a decir de Castoriadi. Saludos.
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