SIMON GARCIA.
Una dura prueba de las dificultades y complejidades de
la lucha democrática es no haber podido avanzar en el 2016. Hubo una evolución
contradictoria en medio de los efectos de situaciones diseñadas por el
oficialismo para dividir a la oposición.
Sin embargo, entre el “trabajo” de la crisis y el
persistente acierto de la MUD de no dejarse sacar del campo electoral y
constitucional se sigue acentuando una notable reversión de la correlación de
fuerzas: el oficialismo es minoría social y electoral.
Una reciente investigación de Varianzas en el Estado
Barinas, cuna del mito revolucionario-populista, revela que el 70% está con la
oposición, 10 % con el chavismo y 20% se define como independiente. Una
redistribución de fuerzas que tiende a consolidarse Estado tras Estado.
Es cierto que la MUD expresa una fuerza que es mucho
mayor a la suma de la de los partidos que la integran, varios de los cuales
están por debajo del 1%. El dato exige reformular el papel de los partidos,
rescatar su enraizamiento social y cultural, repensarse en términos de contar
con una oferta creíble de país y demostrar que internamente anticipan el país
que desean construir. No parece ser, por la fuerza de gravedad de lo inmediato,
lo que está ocupando a los dirigentes partidistas.
Los líderes de la implantación histórica de la
democracia, como Betancourt y Caldera, pudieron atender simultáneamente todos
estos aspectos. ¿Las nuevas élites, que tendrán bajo su responsabilidad la
reconstrucción del país, podrán hacerlo?
Impera una manía que nos impide crear síntesis entre
aspectos de la lucha que se convierten en excluyentes, descarta herramientas
exitosas cuando han sido manejadas oportunamente y con pertinencia o
desvaloriza formas de lucha, opiniones y líderes de la oposición con una furia
destructiva.
El ejemplo más reciente es considerar vendido, traidor
y quien sabe qué más a quienes han decidido, como Avanzada Progresista y el
partido de Ledezma, ir a la relegalización de los partidos.
Se le pide a lo que se denuncia como dictadura que no
actúe como lo que es y se renuncia a combatirla en las condiciones ventajistas
que ella impone. Se le entrega al gobierno la posibilidad de hacer pasar como
legal la liquidación del sistema de partidos. Se ayuda al régimen a imponer un
nicaraguazo, que si ocurre sin resistencia y sin costos, hará más viable la
operación totalitaria de ilegalizar posteriormente a la MUD vía TSJ.
Otro ejemplo es la renuencia del pensamiento
extremista a lograr una segunda victoria decisiva de la opción democrática
mediante el cambio pacífico y electoral del poder regional. En vez de convertirla
en prioridad se afirma que hay que insistir en unas ilusorias elecciones
generales para tranquilidad de las conciencias de los extremistas. No les
importa propinarle esa derrota real al régimen, sólo les importa aparecer como
los más radicales.
Validar a los partidos del cambio y lograr la
convocatoria de las elecciones regionales confiscadas son dos tareas que
permiten una lucha descentralizada, en la cual se mejore la organización, se
multiplique la fuerza movilizadora y se tienda el vínculo entre intereses de la
gente, cambio económico y cambio político.
Suma dos acciones efectivas para acumular condiciones,
factores y actores para ponerle fin a la destrucción de país que sigue
impulsando una cúpula descompuesta.
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