Manuel Arias Maldonado*
Un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la
confusión terminológica. Ya que si algo llama la atención del auge global del
populismo, que ha llevado a Donald Trump a la Casa Blanca y tiene a Marine Le
Pen enfilando el Elíseo, es la dificultad que encontramos para definirlo con
precisión. Pero saber de qué estamos hablando cuando hablamos de populismo es
importante; de otro modo, convertiremos en inútil una categoría decisiva para
entender la crisis que atraviesan las democracias occidentales. ¡No sea que,
aplicando los remedios inapropiados, terminemos por agravarla! Bien por
recurrir habitualmente a mecanismos de decisión tan ineficaces como el
referéndum, bien por asimilar —por contaminación atmosférica o estrategia
deliberada— los elementos del discurso populista. Es así necesario preguntarse
por qué tiene lugar este revival tan espectacular como inquietante.
Hay que empezar por aclarar que el
populismo no es, como se ha puesto de moda afirmar, la oferta de soluciones
sencillas para problemas complejos. Si así fuera, no hay partido político que
pudiera sustraerse a semejante acusación. ¿Quién se presentaría a las elecciones
prometiendo remedios abstrusos para problemas intratables? Más aún: ¿quién
podría ganarlas anunciando subidas de impuestos o reformas dolorosas? En la
medida en que la competición electoral requiere persuadir a un público más
sentimental que racional, no hay discurso político que no propenda a la
simplificación. O sea: a un grado variable de demagogia. Incluso el admirable
Obama ganó sus primeras elecciones con un discurso de fuerte contenido
afectivo: su Yes we can no podía ser menos impreciso ni más eficaz. Hay,
claro, diferencias: no todos los actores políticos son demagógicos por igual.
Pero no es ahí donde encontraremos la clave que nos permita distinguir al
populismo de sus alternativas.
Digámoslo ya: es populista quien despliega un discurso
antielitista en nombre del pueblo soberano. En otras palabras, quien sostiene
que el pueblo virtuoso ha sido víctima de una élite corrupta que ha secuestrado
la voluntad popular. Y lo es, en fin, quien se arroga la potestad de determinar
quién pertenece a cada una de esas entidades: quién es gente, quién es casta.
De ahí que el contenido de esos contenedores de indudable fuerza simbólica no
se encuentre prefijado: entre los enemigos del pueblo pueden contarse
empresarios, inmigrantes, periodistas; pero bien pueden ser pueblo, como a
menudo sucede en el populismo latinoamericano, las minorías indígenas. De
hecho, cualquiera puede transitar entre ambas, del pueblo a la élite y
viceversa, si abraza el ideario populista. ¡No solo los significados son
flotantes cuando hablamos de populismo! Ahí está el caso Espinar para
demostrarlo: una conducta dudosa se transforma en “ética” cuando el implicado
está en el lado bueno de la divisoria moral.
Pueblo contra élite: tal es el núcleo esencial del
populismo, que podemos reconocer en sus principales manifestaciones de ahora
mismo, de Podemos al Frente Nacional. Es norma también que la encarnación del
movimiento corresponda a un líder carismático que, como ha explicado con
brillantez José Luis Villacañas, es investido afectivamente por sus seguidores
con cualidades redentoras. A ello hay que añadir rasgos de estilo que no son
exclusivos del populismo, pero lo acompañan casi invariablemente: la
provocación, la protesta, la polarización. Más que de una ideología en sentido
propio, se trata de un estilo político que pueden adoptar por igual actores de
izquierda y derecha. Y que se relaciona ambiguamente con una democracia a la
que acompaña, como ha escrito Benjamin Arditi, como un espectro: invocar al
pueblo en un régimen político que dice asentarse sobre el “gobierno del pueblo”
no deja de tener sentido. Es tirando de este hilo como podemos encontrar
razones que nos ayudan a explicar su auge contemporáneo.
Hay que reparar, sobre todo, en la creciente distancia
que media entre el ciudadano y el gobierno de los asuntos colectivos: aunque
elegimos representantes, sentimos que estos se encuentran muy lejos de
nosotros. ¡Y es verdad! La tecnocratización del Gobierno responde a una
creciente complejidad social que el ciudadano, por lo general poco sofisticado
políticamente, apenas comprende o no se esfuerza en comprender: el 43% de los
votantes norteamericanos pensaba que el índice de desempleo había subido
durante los años de Obama, cuando en realidad ha descendido, y la mitad de los
españoles no distingue el PIB del IPC. De manera que las democracias, para ser
eficaces, no pueden sino reforzar su dimensión aristocrática en detrimento de
la popular. Margaret Canovan lo explica muy bien: “La paradoja es que mientras
la democracia, con su mensaje de inclusividad, necesita ser comprensible para
las masas, la ideología que trata de salvar la brecha entre la gente y la
política distorsiona (no puede sino distorsionar) el modo en que la política
democrática, inevitablemente, funciona”. En una crisis, cuando el ciudadano
siente que las élites le han fallado, se vuelve contra ellas y reclama
—espoleado por el líder populista— recuperar su capacidad de decisión directa.
¡Que vote la gente!
Se refuerza así la dimensión
plebiscitaria de la democracia, que favorece al líder populista; no digamos si,
como sucede con Trump, tratamos con un maestro de la telerrealidad. También
contribuyen a ello la crisis de la mediación desencadenada por las nuevas
tecnologías y la de los partidos tradicionales. Simultáneamente, las redes
sociales intensifican el tribalismo moral y sirven como mecanismos afectivos
que expresan identidades antes que razones. Por eso se habla de democracia
posfactual: porque la esfera pública se ha fragmentado en nichos emocionales
donde la realidad tiene poco que decir. Hasta que la realidad habla, como ha
sucedido en Grecia o sucederá en EE UU si Trump aplica políticas
proteccionistas. Es interesante constatar también cómo el prestigio cultural
del rebelde —el outsider enfrentado al sistema canonizado en el cine, la
publicidad y los medios de comunicación— contribuye también al éxito del
populista, quien a fin de cuentas vende su producto como una insurrección
contra el establishment. La reforma es conformista, la insubordinación
es sexy.
¿Tiene futuro el fenómeno populista? No cabe dudarlo,
a la vista de un pasado histórico aún no tan lejano. Se da aquí la paradoja de
la eficacia: las democracias deben atajar las causas del descontento que hace
reaparecer al espectro populista, pero para ello se requieren políticas que ese
mismo descontento hace difícil aprobar. Y seguramente las propias democracias
liberales hayan de desarrollar su propio repertorio afectivo, para así combatir
mejor el de sus enemigos. Pero eso, claro, es más fácil decirlo que lograrlo.
*Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia
Política en la Universidad de Málaga. Acaba de publicar La democracia
sentimental (Página Indómita).
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