Hector E. Schamis
El régimen chavista juega Jenga. Sí, Jenga, el
juego de mesa que consiste en construir una torre con tres bloques de madera en
cada piso, para luego seguir hacia arriba con piezas extraídas de los pisos
inferiores. Se van colocando en la cima, lo cual desestabiliza gradualmente la
estructura. Quien quita la pieza que produce el derrumbe del edificio, pierde.
El edificio de la democracia constitucional, esto
es. Una a una, las piezas de dicha estructura han sido removidas por el
gobierno mientras el juego continúa. Durante años, ha quitado el debido
proceso, el derecho a la libertad de prensa, la independencia del poder
judicial, la soberanía legislativa de la Asamblea Nacional, el derecho al
disenso y la alternancia en el poder. Por nombrar unas pocas.
Pero gracias al desinterés de los otros
jugadores, la ficción del diálogo y una respetable cantidad de colaboracionismo
local e internacional, Maduro ha buscado—y sigue buscando—coronarse campeón de
Jenga. Es decir, mantener el edificio en pie a pesar de sus cada vez más
debilitados cimientos.
En mayo pasado, y por medio de un detallado
informe, Luis Almagro desde la OEA le advirtió que el edificio era endeble y
que, además, existía una directa relación causal entre el deterioro del mismo—o
sea, la profunda degradación institucional—y la corrupción, la criminalidad, la
pobreza y la crisis humanitaria.
Para tener una idea: la inflación es de 800%; el
52% de los venezolanos vive en extrema pobreza; la canasta alimentaria básica
cuesta 15 salarios mínimos; el 73% de la población ha experimentado una pérdida
de peso de 8.7 kilos en promedio durante 2016; el consumo de proteínas ha
caído; la mortalidad infantil es más alta que en Siria; y las redes sociales
son farmacias virtuales donde se implora por las medicinas que los hospitales
no tienen.
Pero Venezuela es modelo, dicen los funcionarios
del gobierno. Almagro no lo creyó, ni en mayo ni ahora. En mayo su advertencia
apeló al artículo 20 de la Carta Democrática. Ante una alteración del orden
constitucional, el mismo instruye a los Estados miembros a “realizar una
apreciación colectiva de la situación” y a “disponer la realización de las
gestiones diplomáticas necesarias, incluidos los buenos oficios, para promover
la normalización de la institucionalidad democrática”.
Pero allí siguió Maduro jugando Jenga. Y su
movida siguiente fue quitar otra pieza del cimiento del edificio: el derecho al
voto, nada menos. De eso se trata la clausura del referéndum revocatorio y la
suspensión indefinida de las elecciones regionales. Sin el voto, el régimen ha
perdido su legitimidad de origen, la última migaja de legalidad que le quedaba.
Y tal vez la última pieza que sostenía el edificio.
Esta semana Almagro se despachó con otro informe
invocando el artículo 21 de la famosa Carta. Ello porque ya no se trata de una
alteración del orden constitucional, sino de una ruptura del mismo. Ante tal
ruptura y el fracaso de las gestiones diplomáticas (tomemos al remanido diálogo
como sinónimo de diplomacia: ¿alguien puede decir que no ha fracasado?) el
artículo 21 dice que se podría suspender a dicho Estado “de su derecho de
participación en la OEA” con dos tercios de los votos, mientras “la
Organización mantendrá sus gestiones diplomáticas para el restablecimiento de
la democracia en el Estado Miembro afectado”.
Del artículo 20 al 21, Almagro subió la apuesta.
No solo al gobierno de Venezuela, también a los demás países de la región; a
los que no se hacen cargo de la crisis venezolana como una crisis del
hemisferio entero; a los que se niegan a reconocer que, sin la ayuda
internacional que el gobierno rechaza sistemáticamente, la tragedia humanitaria
será exportada bajo la forma de una oleada de refugiados; y a los que no
entienden que la Carta Democrática, que Caracas tanto teme, es un instrumento
de diplomacia preventiva.
Pero Almagro también le sube la apuesta a la
izquierda latinoamericana. Esa izquierda desmemoriada, conceptualmente perdida,
desconectada de su propia historia y normativamente a la deriva. Es que cuando
solo quede la resaca bolivariana—y con perdón de Bolívar, figura de la historia
puesto a hacer política hoy—el discurso de la igualdad, el supuesto socialismo
y la democracia plebiscitaria ya no tendrá significado alguno. El edificio
habrá colapsado, no habrá más Jenga por jugar.
Será entonces el momento de reconstruir los
valores progresistas a través de una manera democrática de hacer política, y
eso sobre las ruinas institucionales y económicas, pero también éticas e
intelectuales, que queden detrás. Esa es la otra inversión, de largo plazo, de
Almagro y la Carta Democrática.
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