Aurora Nacarino-Brabo*
La prudencia nos sugiere no matar políticamente antes
de tiempo. Sin embargo, a nadie se le escapa en Europa que la socialdemocracia
atraviesa horas bajísimas. En España, el PSOE es ya sistemáticamente tercera
fuerza en todas encuestas, y su apuesta de regeneración pasa por líderes con
escasas opciones de recuperar el partido como condensador de mayorías.
En Holanda, donde la pasada semana se celebraron
elecciones, los socialdemócratas del PvdA pasaron del 24,8% de los votos al
5,7%, en unos comicios que ganó la derecha liberal y que estuvieron
protagonizados por el ascenso de los nuevos partidos de la era posindustrial:
la derecha populista, que no estuvo a la altura de las expectativas, los ecologistas
y los liberal-progresistas, que experimentaron importantes avances. La
formación de Wilders fue especialmente competitiva entre los votantes menos
cualificados, la antigua clase obrera que hace no tanto votaba socialdemócrata.
Por su parte, los verdes y el D66 demostraron su capacidad para competir entre
las mujeres, los jóvenes y los electorados mejor formados que comparten una
visión optimista de la globalización y valores progresistas.
Es un buen reflejo de cómo el tránsito de las
sociedades industriales del mundo bipolar al mundo posmaterialista de la
globalización ha trastocado gravemente las alianzas de clase que configuraban
la base de votantes de la socialdemocracia. Si el éxito del centro izquierda
posterior a la Segunda Guerra Mundial pasó por coaligar a la clase trabajadora
con las clases medias más acomodadas e ilustradas, en el siglo XXI ambos grupos
de votantes parecen tener intereses divergentes.
Son varias las transformaciones que se han operado en
las últimas décadas. Por un lado, la clase ha dejado de ser un elemento de
adscripción ideológica y la pluralidad de los trabajadores los hace más
difíciles de representar. La transformación de la estructura social ha
multiplicado las líneas de fractura política y ha dinamitado la dualidad
ideológica y económica en la que la socialdemocracia se desenvolvía con
superioridad. Esto tiene que ver con algo que explicó Ronald Inglehart: una vez
que las sociedades han alcanzado un cierto umbral de desarrollo, prestan menos
atención a la economía y empiezan a dar más importancia a cuestiones que tienen
que ver con el bienestar personal, la autorrealización y la afirmación de las
identidades individuales.
La creciente preocupación por el medio ambiente, la
protección de los animales, los derechos de las minorías LGTBI o la igualdad de
las mujeres hablan de este fenómeno. Pero también el resurgir de las
conciencias nacionales, las guerras culturales o la pertenencia religiosa. No
es casual que en las últimas décadas se haya producido una eclosión y despegue
de nuevos partidos que daban respuesta a estas nuevas preocupaciones, desde las
opciones ecologistas hasta las formaciones de derecha alternativa.
En un primer momento, la irrupción de estos partidos
fue abordada por los analistas desde una óptica de nicho y en muchas ocasiones
se les definió como single-issue parties, esto es, formaciones que se
habían integrado en el paisaje de los parlamentos mediante la defensa de un
solo tema que, por alguna razón, consiguió colarse en la agenda política. Sin
embargo, el desarrollo de los acontecimientos nos obliga a replantearnos la
capacidad de recorrido de los nuevos partidos, que ya ganan o disputan
victorias a sus rivales tradicionales, dejando a menudo a los socialdemócratas
como principales damnificados.
Así es como partidos de derecha alternativa, con su
defensa de un estado de bienestar restringido al disfrute de los nacionales,
han conseguido hacer mella en los socialdemócratas, al tiempo que partidos de
corte ecologista y también formaciones liberales o liberal-progresistas
lograban pescar en los caladeros del centro-izquierda. En países como Austria,
las últimas elecciones presidenciales se dirimieron entre un candidato verde y
otro de extrema derecha, con victoria del primero e intriga hasta el final. En
Francia, el liberal-progresista Macron se ha convertido en el candidato
revelación de una carrera presidencial dominada por la amenaza Le Pen y la
descomposición del PS. Sin olvidarnos de las opciones populistas de la
izquierda que, especialmente en el sur de Europa, han complicado las cosas a
los viejos socialistas. En Grecia, el triunfo electoral de SYRIZA vino de la
mano de la demolición del PASOK, y en España Podemos parece haber desbancado al
PSOE como primera opción de izquierdas.
Los socialdemócratas parecen incapaces de ofrecer
respuestas a las demandas de un electorado cada vez más heterogéneo. Por otro
lado, las políticas que antes satisfacían a su coalición de votantes provocan
ahora la colisión de intereses diversos. Este fenómeno se observa muy bien en
España, donde el PSOE debe elegir entre dirigir su programa a su electorado
tradicional, formado por trabajadores con contratos estables o ya jubilados, o
atender la vieja vocación socialista del compromiso con los débiles, que se
cuentan mayoritariamente entre los parados y los jóvenes precarios.
Ante este dilema, el PSOE ha optado por la primera
opción, siendo incapaz de ofrecer soluciones innovadoras a los desafíos de una
sociedad marcada por la última crisis económica, el reto de la globalización,
la igualdad de oportunidades y la dualidad del mercado laboral. Este hecho ha
propiciado la ruptura entre las generaciones más jóvenes y los socialistas, así
como el creciente abandono de los votantes de la clase media urbana y mejor
formada. Sumido en una grave crisis de liderazgo, con serias dificultades para
renovar su base de votantes y experimentando un importante deterioro en las
ciudades, el PSOE hace ya mucho tiempo que dejó de parecer un una opción
progresista: la formación que acometió la modernización de España hace 35
años apenas se distingue hoy de un partido conservador.
Las inercias políticas observables en Europa sugieren
la posibilidad de que estemos asistiendo al ocaso de la ideología más exitosa
desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. A menudo se trata de buscar
responsables externos e internos que expliquen los malos resultados del centro
izquierda tradicional. Quizá sea hora de dejar de buscar culpables y asumir que
el mundo en el que la socialdemocracia fue concebido, sencillamente, ha dejado
de existir.
*Letras Libres, 25 de marzo 2017
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