Daniel Innerarity
Las democracias son regímenes de escasa
previsibilidad. Que pueda suceder lo inverosímil es algo posibilitado por la
lógica de un sistema abierto aunque lo paguemos con una vulnerabilidad en
ocasiones inquietante. Cuando los estadounidenses eligieron como presidente a
George Bush algunos lo saludaron como la posibilidad de que una persona normal
llegara hasta allí (alguien que había tenido dificultades con el alcohol y se
atragantaba comiendo galletas) y ahora podemos asegurar que la democracia es un
sistema tan abierto que puede llegar a ser presidente incluso alguien muy por
debajo de lo normal.
Más allá de
esta indeterminación de nuestros sistemas políticos, ¿qué está pasando para que
los populistas (si quienes han declarado este término como políticamente
incorrecto me permiten utilizarlo) parezcan disfrutar de tantas ventajas
competitivas?
Mi hipótesis
es que nuestros sistemas políticos no están siendo capaces de gestionar la
creciente complejidad del mundo y son impotentes ante quienes ofrecen una
simplificación tranquilizadora, aunque sea al precio de una grosera
falsificación de la realidad y no representen más que un alivio pasajero. Quien
hable hoy de límites, responsabilidad, intereses compartidos, tiene todas las
de perder frente a quien establezca unas demarcaciones rotundas entre nosotros
y ellos, o entre las élites y el pueblo, de manera que la responsabilidad y la
inocencia se localicen de un modo tranquilizador. Poco importa que muchos
candidatos propongan soluciones ineficaces para problemas mal identificados,
con tal de que ambas cosas —problemas y soluciones— tengan la nitidez de un
muro o sean tan gratificantes como saberse parte de un nosotros incuestionable.
Las
recientes elecciones en Estados Unidos han sido la apoteosis de algo que se
venía observando desde hace algún tiempo en muchas democracias del mundo: más
que elegir, se deselige; hay mucho más rechazo que proyecto. Estos
comportamientos del “soberano negativo” manifiestan una profunda desesperación:
no se vota para solucionar sino para expresar un malestar. Y, en lógica
correspondencia, son elegidos quienes prefieren encabezar las protestas contra
los problemas que ponerse a trabajar por arreglarlos. Por eso la competencia o
incompetencia de los candidatos es un argumento tan débil. Lo decisivo es
representar el malestar mejor que otros.
Por supuesto que no basta con estar indignados para
tener razón, ni los llamados “perdedores de la globalización” (o quienes así se
llaman sin serlo o sin serlo en exclusiva) tienen una mayor clarividencia
acerca de lo que nos conviene; la cólera, tantas veces justificada, no nos
exime de hacer análisis correctos y proponer soluciones eficaces. La extrema
derecha no es la que está en mejores condiciones de hacer frente a los
desarreglos de la globalización sino la que ha ofrecido el relato más verosímil
para una buena parte de los enfurecidos. Otra parte ha ido a buscar esa
explicación simple en el extremo opuesto, en políticos como Iglesias, Grillo o
Mélenchon, a quienes el hecho de compartir la misma lógica que sus siniestros
oponentes no parece inquietarles demasiado. No tienen la misma ideología, por
supuesto, pero sí la misma lógica simplificadora.
Se equivoca
quien juzga este incremento de los extremismos a partir del precedente de los
movimientos antidemocráticos que dieron lugar a los totalitarismos del siglo
pasado. A diferencia de aquellos, estos utilizan un lenguaje democrático. Lo
que ocurre es que tienen una idea simplista de la democracia y absolutizan una
de sus dimensiones. Por eso no haremos frente a esta amenaza mientras no
ganemos una batalla conceptual que haga inteligible y atractiva la idea de una
democracia compleja. La democracia es un conjunto de valores y procedimientos
que hay que saber orquestar y equilibrar (participación ciudadana, elecciones
libres, juicio de los expertos, soberanía nacional, protección de las minorías,
primacía del derecho, deliberación, representación…). Los nuevos populismos
tienen una retórica democrática porque toman uno solo de ellos y lo
absolutizan, desconsiderando todos los demás. Se degrada la democracia cuando
se absolutiza el momento plebiscitario o cuando entendemos la democracia como
soberanía nacional impermeable a cualquier obligación más allá de nuestras
fronteras. Si los populismos resultan tan aceptables para sectores cada vez más
amplios de la población no es porque haya cada vez más fascistas entre
nosotros, sino porque hay más gente que se deja convencer de que la democracia
es solo eso. Por esta razón, a tales amenazas en nombre de la democracia, a su
mutilación simplista, solo se les hace frente con otro concepto de democracia,
más completo, más complejo.
Lo primero
que nos enseña un concepto complejo de democracia es que la democracia es un
proceso. Una democracia de calidad es más compleja que la aclamación
plebiscitaria; en ella debe haber espacio para el rechazo y la protesta, por
supuesto, pero también para la transformación y la construcción; el tiempo
dedicado a la deliberación es mayor que el que empleamos en decidir. No se
toman las mejores decisiones cuando se decide sin buena información (como el Brexit)
o con un debate presidido por la falta de respeto hacia la realidad (como
Trump). Tampoco hay una alta intensidad democrática cuando la ciudadanía tiene
una actitud que es más propia del consumidor pasivo, al que se arenga y
satisface en sus deseos más inmediatos y al que no se le sitúa en un horizonte
de responsabilidad.
La implicación de las sociedades en el gobierno debe
ser más sofisticada que como tiene lugar en las lógicas plebiscitarias o en la
agregación de preferencias a través de la red; ha de ser entendida como una
intervención continua en su propio autogobierno a través de una pluralidad de
procedimientos, unos más directos y otros más representativos, donde sea
posible rechazar pero también proponer, con espacios para el antagonismo pero
también para el acuerdo, que permitan la expresión de las emociones tanto como
el ejercicio de la racionalidad.
Hemos de
trabajar en favor de una cultura política más compleja y matizada. Uno de
nuestros principales problemas tiene su origen en el hecho de que cuando las
sociedades se polarizan en torno a contraposiciones simples no dan lugar a
procesos democráticos de calidad. ¿Cómo promover una cultura política en la que
los planteamientos matizados y complejos no sean castigados sistemáticamente
con la desatención e incluso el desprecio? ¿Cómo evitar que sea tan rentable
electoralmente la simpleza y el mero rechazo? ¿Por qué son tan poco reconocidos
valores políticos como el rigor o la responsabilidad? Solo una democracia
compleja es una democracia completa.
Daniel
Innerarity es
catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad
del País Vasco y profesor invitado en la Universidad de Georgetown. Su último
libro es La política en tiempos de indignación.
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