domingo, 31 de agosto de 2014

¿Ajuste con captahuellas?


Humberto García Larralde

Para aquellos optimistas que argumentaban que la gravedad de la crisis económica obligaría al gobierno a corregir sus políticas, los últimos anuncios del gobierno deben haberlos sacudido. El ministro plenipotenciario Rafael Ramírez, al ser preguntado sobre el tema cambiario en una entrevista para Últimas Noticias, señala que las empresas deberán demostrar de donde obtuvieron los bolívares con los que compran dólares, so pena de cometer “ilícitos cambiarios” (¡!). Luego Maduro anuncia la aplicación de captahuellas en los negocios para reprimir el “consumo exagerado” y el contrabando, supuestas causas de la escasez. Como si fuera poco, se asoma la venta de CITGO para aliviar problemas de caja y evitar su posible confiscación ante la disputa con Exxon-Mobil y Conoco-Phillips. En absoluto se prevé un ajuste racional: lo acaba de anunciar Maduro aseverando que no habrá liberación de precios ni del control de cambio. Veamos por qué.

Chávez llegó al poder con una prédica redentora y patriotera que -para hacer corto el recuento- terminó repartiendo la renta petrolera en desapego a criterios económicos. Lo llamó “socialismo”. Pero este reparto en absoluto obedecía a un plan nacional -objetivado a través del consenso mayoritario entre fuerzas políticas y sociales- que proyectaría la ruta hacia un mayor bienestar. Respondía, simplemente, a razones de poder. Luego del susto que provocó la probable pérdida del referendo revocatorio, Chávez entendió la perentoria necesidad de cultivar una amplia base política que le garantizara su perpetuación en el mando y lanzó las “misiones”. El único requisito para ser beneficiario de estos programas de reparto era la lealtad incondicional al “proceso”. Pero requerían derribar las institucionales que, a través del apego a la ley, la rendición de cuentas, la transparencia en las decisiones y la acción contralora derivada de la separación y autonomía de poderes, resguardaban que el uso los dineros públicos respondiese a fines de desarrollo convenidos. La demolición del Estado de Derecho permitió también la represión de toda crítica a tal usurpación, así como la apropiación arbitraria de empresas privadas para ampliar aun más la riqueza a repartir.

Un esquema de usufructo de la riqueza que irrespeta los derechos de propiedad, que asigna recursos a discreción en violación de su costo de oportunidad, que no rinde cuentas y propicia el aprovechamiento impune de lo público, constituye un régimen de expoliación. No obedece a reglas, todo se decide a discreción del Líder en atención a intereses partidistas y particulares, y al vaivén de la correlación de fuerzas entre grupos de poder. El hecho de que los niveles de consumo de la población se hayan elevado a partir de 2005 sólo atestigua el hecho de que, con el salto en los precios internacionales del crudo, el reparto pudo atender tanto las apetencias de los enchufados como a sectores populares. No lo acredita socialmente. Y dada la ausencia de resguardos institucionales, y como resultado de las distorsiones macroeconómicas resultantes de la profusión de controles y regulaciones implantados, la bonanza resultó efímera.

El discurso comunistoide ha sido muy ventajoso para legitimar este régimen de expoliación. Alegando luchar contra el Estado Burgués, el chavismo desmanteló el Estado de Derecho, con sus garantías en materia de derechos humanos, de propiedad y procesales. La prédica anticapitalista legitimó, ante los suyos, la expropiación de empresas por parte del Ejecutivo. La pretensión socialista “justificó” la instrumentación de todo tipo de controles y la usurpación de potestades ciudadanas en nombre de la prosecución del bien común. Y, por último, la “justicia revolucionaria” permitió la aplicación de un terror de Estado contra todo aquel que se interpusiese a este arreglo y la represión de la opinión independiente. Como resultado, se concentró el poder en una oligarquía que dispuso discrecionalmente de los dineros públicos. Alegando ser herramienta de un “poder popular”, prohijó un sistema patrimonialista, conforme al cual los recursos del Estado son manejados como si fueran de su propiedad. Por supuesto, como mafia que depende del ejercicio de la fuerza para disfrutar de su botín, debió compartirlo con lugartenientes y bases clientelares. Como castigo, la disidencia, por “apátrida”, fue excluida del usufructo de lo que se supone público.

Con la demolición de las instituciones, el campo quedó despejado para negociados y corruptelas de todo tipo. En particular, las regulaciones y los controles de precio ofrecieron un eficaz mecanismo para extorsionar empresas en nombre de intereses colectivos, a la vez que abrió oportunidades a los conectados para enriquecerse comprando a precios subsidiados y revendiendo a sumas muy superiores. El desabastecimiento provocado por precios represados, incluida el de la divisa, procreó la demanda insatisfecha para que proliferase tal especulación. Al poder vender la gasolina en Colombia o las islas del Caribe 2000 veces más cara de lo que cuesta en Venezuela –calculado según el dólar paralelo-, hay plata para pagar lo que sea a Guardias Nacionales, policías, agentes aduanales y cualquier otro funcionario y todavía embolsillarse una fortuna. Pero ello es válido para todos aquellos bienes y servicios con precios controlados, aunque los márgenes sean menores. Genera incentivos perversos para tales ilícitos y, como sucede con la guerra al tráfico de drogas, los intentos por reprimirlos aumentan su cotización. Invocar la honestidad como único remedio y no sincerar las relaciones de precio, perpetúa la corrupción. Como dijera Miguel Rodríguez, ex ministro de Cordiplan, “hasta la Madre Teresa de Calcuta se corrompe de ponerla al frente de Recadi” (antiguo control de divisas en los años 80).

Desmontar los controles para liberar la iniciativa privada y generar empleos productivos requiere que la oligarquía bolivariana desmantele aquello que le ha permitido acaparar poder y fortunas. No es de extrañar, por ende, su renuencia a todo ajuste racional. El pretexto ideológico para perpetuarse en el poder les hace creer, de tanto repetirlo, que no tienen por qué ceder. La leche subsidiada muestra la intención benévola de la “revolución”. Si no se consigue a ese precio es por la acción de los enemigos del pueblo. Nada les dice que los países que han controlado la inflación no controlan precios. Pero argumentando estúpidamente una “guerra económica” que les permite culpabilizar a otros, la oligarquía legitima el sistema perverso de controles. En este orden se ubica el anuncio de Maduro referente a las captahuellas. Y es que liberar precios resulta muy costoso políticamente para el gobierno –y socialmente para el país-, por cuanto el chavismo destruyó el aparato productivo y, con ello, la posibilidad de remuneraciones dignas. Ante la quiebra del país, el precio de la mano de obra –el salario real-, no podrá ajustarse sino hacia abajo.

Pero nuevamente la ideología comunistoide sale al rescate. Controlar con captahuellas el consumo de una oferta que languidece por la destrucción de la economía y la dilapidación de los dólares corresponde con la prédica moralista de una vida austera, contrario al consumismo dispendioso del capitalismo. La tarjeta de racionamiento cubana, pero en versión electrónica, es lo que queda para el populacho de este peculiar “socialismo”. Cual alumnos aventajados del Ministro de Propaganda Nazi, Joseph Goebbels, quieren hacernos creer que es en nuestro beneficio. Sepultada queda la idea de “liberar las fuerzas productivas” para permitirle al hombre pasar, según Marx, “del reino de la necesidad al reino de la libertad”. Aun así, se lavan conciencias y se absuelve la expoliación del país por un grupo reducido en nombre de la utopía marxiana. ¡A vender activos, como CITGO, para que la fiesta pueda continuar!

El hecho de que proseguir con las actuales políticas requerirá niveles crecientes de represión, no inquieta a la oligarquía en el poder. Reprimir en nombre de la “Patria”, como lo vienen haciendo, está en su naturaleza fascista. Así lo atestigua la militarización del régimen. Que lo digan los millares de estudiantes atropellados mientras protestaban pacíficamente, los centenares de apresados, los torturados y los cuarenta y tantos muertos en la protesta popular. En honor a los anhelos de libertad y justicia que inspiran estas luchas, debemos derrotar la nefasta implantación de las captahuellas. Es hora de que el gobierno reconozca su responsabilidad en el desastre actual e instrumente los ajustes, por más dolorosos que sean, que permitan devolverle el futuro a los venezolanos.

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